Daniela

Daniela Alcívar Bellolio

Lo natural

La consigna que nos pusimos para esta edición del Debate me castró, casi inmediatamente, desde que la enunciamos. Vengo meses resistiéndome a escribir sobre algo que no produce en mí más que afectos reactivos, tristes. Después de Octubre, de ese aliento que dejó en quienes acompañamos la más importante insurrección indígena del último par de décadas con la renovación de una esperanza que tantos años de circo y represión habían dejado, ver la destrucción sistemática de lo público, la burla a la que fueron sometidos los acuerdos logrados por la dirigencia indígena tras doce días de revuelta, la impunidad desfachatada de los altos mandos, terminó por sumirme en un desaliento y en un hastío que ahora mismo siento irremontables.

Después, durante el breve lapso en que pensamos que la segunda vuelta electoral se jugaría entre dos opciones más o menos de izquierda -en cada caso es imprescindible matizar esta afirmación, por salud mental, política y comunitaria-, en ese par de días en que pensamos que la propuesta de la derecha elitista, neoliberal, saqueadora y hambreadora había sido echada a patadas de la contienda, en esas horas en que incluso nos animamos a pensar que Octubre había respondido, se había reactualizado según el misterioso anacronismo con que la Historia irrumpe en las certezas de la actualidad reificada de este capitalismo salvaje de la posverdad, me atreví a sentir incluso un tímido entusiasmo: la posibilidad, nunca perfecta ni completa, de hacer digno lo indigno, de creer en ese movimiento inmanente, liminar, abstruso, intenso, viviente que es la revuelta como fenómeno político, geográfico, estético, ético, corporal.

Fraude mediante o no, esa breve pausa en la constatación de la infamia fue ya aplastada para dar curso a eso que defienden día a día los cínicos para protegerse de la acción del afuera: que nada está en nuestras manos, que la democracia es un mito, que nada o casi nada sabemos de los mecanismos del poder, que la impunidad no tiene límites, y que nuestra realidad -lo natural- sigue siendo binaria. Hoy, otra vez, estamos obligados a elegir entre el progresismo conservador y la derecha neoliberal.

Caer de nuevo, como cae en la lucidez quien despierta y en el sueño olvidó que la vigilia le guarda, intactos, un duelo salvaje, una enfermedad o una ausencia tangible e irremediable, caer de nuevo en la evidencia casi incontestable de que la realidad política de este país y de esta región continuamente coarta la imaginación, apaga los ímpetus y penaliza el deseo. Y sentir que, más que nunca, la escritura en circunstancias como estas es inútil y hasta abyecta, sentir con horrenda materialidad la desmovilización, el desarme de la organización popular -a los que ha contribuido la pandemia con una saña que haría pensar que existe un Dios derechista, si no supiéramos ya que en realidad lo que existe es un capitalismo de la explotación de los cuerpos animales y de la devastación de las defensas naturales del planeta que explotó en un momento más de nuestro ininterrumpido estado de excepción-, sentir la condena de seguir pensando, en la escritura, los modos de resistir una coyuntura que pareciera permanente, mientras vemos cómo todo se deshace.

Entonces, en medio de estas circunstancias, más tantas otras, del orden de lo íntimo, que se suman unas a otras para inhibir la capacidad de actuar de mi cuerpo, en medio del cúmulo de señales que hacen pensar en el desastre (la mendicidad infantil recrudecida en los centros urbanos, los índices de desempleo y pobreza, la precariedad cada vez más visible de la vida de las personas migrantes, especialmente venezolanas, la oleada de proyectos de privatización, la satisfacción de las élites y sus fieles súbditos ante la entrada de un banquero multimillonario y directo beneficiario del feriado bancario de 1999 a la segunda vuelta, la evidencia con que se sienten ascender los argumentos del fascismo posmoderno en las conversaciones cotidianas, el reinado de la naturalización ideológica de la aporofobia), pensaba yo y aún pienso, para qué escribir. Como suele espetar el sentido común, si no tengo ninguna solución, ninguna propuesta ante la desolación del paisaje, ¿vale agregar ruido al ruido? ¿Existe alguna potencia en la pregunta como gesto no causal?

Podría parecer que escribir esto, y aun publicarlo, implica una respuesta afirmativa. No es así. Escribo, en este momento, para dudar. Para que en medio de tantas constataciones histéricas -incluyendo las mías-, de tanta asertividad autosuficiente, sea posible, aún, para mí, dudar. Dudar como acto político. Pausar como acto político.

Es casi inevitable que en esta coyuntura las redes jueguen un papel más o menos decisivo en la cotidianidad de la clase media sufragante. Hoy a la mañana me encontré con un posteo del escritor colombiano Juan Cárdenas. En él, el inquietante y potente autor de Los estratos constataba sin restos, con tono marcadamente burlón, lo despistados que somos en Bolivia, en Colombia, en Ecuador, quienes nos obstinamos en creer que la disidencia es aún pensable por fuera de las recetas que ya conocemos y no nos alcanzan. Decía, como quien ilumina lo que debiera ser obvio para todos y todas, que tenemos el radar perdido (“en el orto”), quienes nos atrevemos a matizar públicamente los relatos del progresismo desarrollista, misógino, homofóbico, extractivista y racista de los caudillos de la región sin asumir que cualquier cuestionamiento se hace puertas adentro y con paciencia y sentido de la cautela. No es una perspectiva nueva, sin duda: desde hace una década, al menos, nos vienen diciendo desde ciertos pedestales de la intelectualidad progresista lo infantiles, ingenuas, torpes que somos, por ejemplo, las mujeres feministas que agotamos la paciencia esperando que a los líderes se les antoje dejar de humillarnos, de criminalizar nuestro goce, de impedir la autonomía de nuestras decisiones sobre nuestros cuerpos. Se trata de una antojadiza jerarquización de relevancias, en la que siempre, siempre, los reclamos de ciertos sectores están al final de la fila.

Así, argumentos generalmente irrebatibles desde una óptica de izquierda -los reclamos centenarios de los pueblos indígenas, los derechos de las mujeres, las urgencias de la población LGTBIQ+-, al chocarse con las convicciones morales y religiosas del líder se vuelven delebles, tercos, caprichosos, prorrogables, estorbosos, utópicos a los ojos de los intelectuales orgánicos que se sienten por encima del pantano en que nos revolcamos los demás, sumidos como bestias sin política ni logos, en el marasmo de lo viviente, sin distancia crítica, sin perspectiva a largo plazo, aliados involuntarios de la derecha. Una historia de nunca acabar, la nuestra y la de ellos.

Leyendo el posteo de Cárdenas -lo menciono por la notoriedad del sujeto y la contundencia de la forma, pero se trata de un razonamiento omnipresente en estos días- pienso y siento que la sobrepoblación de aserciones autosuficientes y arrogantes que no temen ridiculizar, corriéndonos a todos siempre por izquierda, cosmovisiones que desafían las recetas del desarrollismo capitalista aplicado a efectos del progresismo institucionalizado y sostenidas por esos cuerpos otros, racializados y en este país oprimidos, cosificados y desestimados, esas aserciones se asimilan a un sistema opresivo desde distintos lugares. No solo desde lo que enuncian: la idea de que cualquier forma de organización, movimiento, articulación que sea radicalmente crítica del modelo de izquierda curuchupa, macha, racista y extractivista es o estúpida o aliada de la derecha, sino el modo en que afirman lo que afirman: desde una incuestionada pretensión de superioridad intelectual y moral, con un discurso impermeable a la duda, a la escucha, a la grieta, a la pregunta.

En ese panorama, indígenas, mujeres, feministas, homosexuales, no binaries, defensores de la naturaleza y los animales, estudiantes inconformes, tribus en aislamiento voluntario, todos, todas y todes, habitamos la nube idiota de la falta de entendimiento del verdadero funcionamiento de la política, de la auténtica pertenencia a un proyecto, el proyecto, que se acepta en la lógica del todo o nada por principio, como digo, y cualquier pregunta se hace en un papelito y en secreto y anónimamente, porque solo el líder y sus acólitos (incluso aquellos que se sienten críticos pero saben que hay prioridades) tienen nombre y apellido. El resto somos masa que no piensa, malcriadas, chifladas, manipulados, ingenuos, noveleros. Aborteras por hedonismo. Frenéticas sexuales en un mundo unívoco en el que suscitamos sonrisas lascivas del líder si es que mejoramos la fiesta con nuestras minifaldas, pero provocamos su ira si lo que queremos es ser tratadas como sujetos adultos con proyecto y visión política y soberanía física. Más claro: lo que venimos soportando desde que tenemos uso de razón en cada ámbito de nuestra cotidianidad, solo que a nivel macro, desde la tarima del poder ejecutivo y los antros que legislan sobre nuestras vidas, y veladamente defendido por los colegas intelectuales dueños de la sensatez y la razón que tienen, ellos sí, el radar donde debe ser: justamente, no en el ano, innombrable zona del horror heterosexual, sino en la cabeza, donde queda -tiene que quedar, si no cómo se sostendría el proyecto humanista- la inteligencia, la razón que a nosotras tanto nos falta a la hora de entender cómo funciona esto de la política.

Supongo que hacerme estas preguntas significará para más de uno que llegue a leer esto que soy cómplice de la derecha. Así funciona el mundo binario, todo esto que terminó por volverse tan natural, unas posiciones enunciativas incapaces de escuchar las resonancias y ambigüedades de las preguntas que nos hacemos antes de replicar, histéricamente, incluso cuando en la estructura del mundo aún no se vislumbran las respuestas certeras y tranquilizadoras que ellos parecieran tener, respuestas y esperanzas quizá no menos utópicas que las otras, que desdeñan. Por ejemplo, que su proyecto caudillista pueda prescindir un día del caudillo, y que el caudillo decida él solo por una súbita iluminación dar un paso al costado y desdecirse de sus bravuconadas. Y sin embargo, y sabiendo que jamás votaría por la elite bancaria y feudal de este país saqueado, me sublevo y me obstino y me radicalizo en el gesto de preguntar, de preguntarle cosas a esa entelequia que se autodenomina la izquierda en este país. Será que vi y viví demasiado en Octubre, que soy una ilusa más, demasiado joven para entender mejor las cosas, que se aferra al movimiento de insurrección permanente que pudo ver y tocar, será que en ese movimiento heterogéneo de un cuerpo extenso sin cabeza que fuimos, muchos vislumbramos o adivinamos o deseamos la emergencia disruptiva de una acción política distinta, la del cuerpo de intensidades variables avanzando cada metro como una afirmación de la vida, escuchando por fin esas otras lenguas, esas otras voces de la disidencia, que se expresan en el acontecer de lo vivo, en la marcha misma, en la presencia, y que no quiere dejar atrás a nadie, y que actúa empujado por las fuerzas de lo común, siempre en la periferia del decir absoluto, de la afirmación sin restos, de la ausencia de titubeo, imaginando un nuevo paisaje, quizá imposible, pero realizado en cada cuerpo insurrecto, en cada decir que inquieta a la Lengua y la perturba, la vulnera, la fragiliza, la rompe, la extraña, la enrarece, la feminiza, la potencia hacia todas las líneas imaginables de fuga, la desterritorializa, la modula, la musicaliza haciéndola canto, ola, puño levantado, paso que avanza, fiebre que no cesa, pregunta sin respuesta, en una nueva y radicalmente diversa distribución de lo posible.

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Un pensamiento en “Daniela

  1. Mi esperanza decayó ante los presidenciables. Lo que ha quedado claro que la población ecuatoriana quiere cambios, no más derecha, opresión, desigualdad y corrupción, ni Aráuz, ni Pérez son opciones para alcanzarlo, pero ya es un inicio. Y ojalá hayamos logrado deshacernos de la horrenda derecha.

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