Gabriela

Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ

Frente a la dificultad de responder a la coyuntura política, premisa que nos hemos planteado para la escritura de este Debate, e intentar hacerlo sin caer en lecturas moralizantes y arrogantes que priman en los análisis de estos días, lo que puedo es responder desde tres escenarios que interpelan mi idea de lo político y plantean algunos de los movimientos que se entrelazan para explicar una elección.

1.

Concluyo, el día de las elecciones de la primera vuelta, la lectura de En carne propia de la escritora alemana Christa Wolf. La novela narra, con un trazo íntimo, la enfermedad. Es a la vez, una reflexión sobre la vida política del último período del régimen de la Alemania Oriental. La narradora enfrenta una peritonitis y tiene que esperar que la medicina llegué del otro lado del muro. Su experiencia, acompañada por enfermeras que acomodan su cuerpo y vigilan el estado de la infección, se altera por la noticia del suicidio de un excompañero de partido y amigo. Se despliega entonces, el recuerdo de lo que fue ese afecto y ahora es una distancia irremediable, una distancia política entre dos cuerpos que se amaron. Al rememorar ese vínculo de juventud, llegan los detalles de cómo se desplegó su amistad sostenida por un deseo político que devino, años después, en el motivo de su quiebre. Las distintas estrategias que cada uno utilizó para sobrevivir dentro del régimen hicieron que un día, ambos, no se reconocieran más y ahora, postrada en la cama de un hospital, recorre con su mano la herida de su piel, tan extraña para ella, y la hace suya, mientras reconoce una cierta inutilidad en todo y a la vez una esperanza inclaudicable, impulso vital que la sume en una contemplación tierna del paisaje. Son, el desmoronamiento de su mundo, y de su cuerpo, acontecimientos simultáneos en los que, a través de una cierta pasividad, de una entrega dócil al dolor, finalmente, se alumbra el sentido de la escritura: “localizar los dolores, desprovista de defensas, merecería la pena, merecería la vida.”  Pero, además, esa declaración entrevé, la posibilidad de una mirada sobre la constitución de los afectos políticos: la narradora entra en contacto, a través de sueños y alucinaciones, con las conexiones más lejanas para entender el trayecto de la política en su vida, el lugar nuclear que llegó a tener. ¿Cómo la marcó una imagen o una experiencia primera en la que miró el poder actuar sobre los vínculos amorosos, separar los cuerpos, distribuir los derechos, imponer el miedo? ¿Cómo, aparecieron y tomaron forma en ella, más tarde, las contradicciones que miraba a su alrededor, retorcer, en quienes más admiraba, cualquier intención solidaria, firme, comprometida?

 La suya, es un habla desde el interior de un proyecto que se desmorona, en el que militó parte de su vida, y no es un habla resignada o despolitizada, sino que se propone volver a tomar nuevamente posición: una necesidad siempre radical de mostrar las disidencias, las resistencias, lo heterogéneo que habita en todo proyecto humano; de controvertir, en el sentido de introducir diferencias en el discurso que se vuelve hegemónico, sin perder por ello, de vista los vínculos que la mantienen todavía próxima a ese mundo, reconociendo en él, un paisaje del que volver a apropiarse y sobre el cual actuar, otra vez.

2.

Existe en mi memoria una imagen remota, que regresa cada cierto tiempo y que recuerdo de modo nítido. Tengo seis años y la acción sucede entre dos espacios: el cuarto de mi mamá y el que comparto con mi hermano. En su cuarto hay ruido de televisión, gente, humo de tabaco. El nuestro está en penumbra y distingo solo la alfombra peluda y la forma alargada de la cama litera. Me pruebo la ropa que, saqué de manera disimulada, de su armario:  su blusa de flores, sus zapatos de taco, y una cartera azul. Saco uno de los tabacos de la cartera y lo coloco entre mis dedos y aspiro profundo. Amo el gesto de fumar. Imagino que fumo, que hablo con mis amigas mientras cargo el bolso de cuero hasta los pies y arrastro la blusa. Alcanzo a pintarme los labios y los siento crecer mientras en el cuarto de al lado la televisión suena y la gente comenta, apasionada. Siento la tensión de los diálogos de los amigos que suben el volumen y el humo del tabaco que invade nuestro pequeño apartamento. Cruzo la puerta y me coloco frete al espejo que se ubica en el pasillo. Lo que asoma me produce un vértigo y una ilusión: devengo en una imagen alterada de mí misma, una representación fuera de lugar, una desavenencia en la que me reconozco y no me reconozco. Mis ojos se detienen inquietos en la manga de la blusa de mi mamá que me queda grande mientras escucho el ruido de la televisión y el pequeño alboroto que revela una noticia triste, y en el borde de esa manga, aparece mi mano pequeña, y ese desfase otra vez me asusta y me fascina. Es domingo de elecciones, mi mamá consuela a una de sus amigas, ha ganado León Febres Cordero y eso en mi casa se siente como una catástrofe que coincide en mí con la fantasía de la adultez. El día de elecciones es siempre una celebración colectiva que recompone las fuerzas entre amigos y enemigos.  Ahora, que esa memoria vuelve a aparecer cuando intento escribir algo sobre la coyuntura electoral, intento una génesis de esa imagen para poder explicar cierta inquietud que tiene asidero para mí, ahí donde la política guarda una intensa relación con la amistad pero que se manifiesta también como un desacuerdo conmigo misma. Esa noche, percibía yo una multitud, ahí en ese cuarto pequeño, de cuerpos afectados, estimulados y próximos que se lamentaban juntos. Yo percibía, la voz de una comunidad amenazada y recibía una imagen del porvenir en un juego de representaciones conspirando, tejiendo, una imbricada red de asociaciones, de influencias y afectos múltiples que se inscribieron en mí, y que me regresan, cada vez, interpelándome. La política como experiencia celebratoria y común, campo de desavenencias y lugar privilegiado del porvenir. La política como configuración de una comunidad próxima y a la vez como campo de distribuciones conflictivas sobre las cuáles pronunciarse, como experiencia impropia sobre la cual siempre opera una apropiación, como régimen de acción y también como padecimiento de lo común.

3.

Termino de leer el libro de Wolf unas horas antes de que se anuncien los resultados de la primera vuelta. Es la primera vez que mi hija vota y mientras esperamos los resultados le hablo de la convicción con la que anulé mi primera papeleta en la cual, las opciones eran Jaime Nebot y Abdalá Bucaram.  Era una convicción que se afirmaba con cierta alegría. Crecí con la idea de que la política era el espacio para la militancia apasionada, para el despliegue de un sentido vital, para todas las transformaciones necesarias y los posicionamientos que no admitían tibiezas. Observé, con los años, ocurrir en ese campo negociaciones que creía impensables, inconsistencia y dinámicas perversas, que vistas de cerca me llevaron a un descreimiento, a una sospecha radical sobre esa praxis y buscar resignificaciones posibles de esa política en campos menos estériles.

Me envuelvo, entonces, con mi hija, en una conversación en la que intento dar cuenta de cómo he vivido esa política desde mi primera votación, y de lo que hablo es de experiencias que observo en su devenir apasionado: paros, levantamientos, derrocamientos, feriado bancario, dolarización y etc.  Han pasado veinte años y no hablo solo de cambios en el turno de gobierno sino de acontecimientos, que cada vez, mostraban un doble movimiento, por un lado, ocurría el desplome, el estallido de la “crisis” y la recomposición del poder; por otro, el agenciamiento social, la multitud resignificando el sentido de lo común, la dependencia fundamental que nos vuelve a todos políticos, actuando, levantándose como una potencia inagotable de actuar juntos. Esa paradoja se constituyó en una experiencia íntima, por un lado, observar el vaciamiento de toda ilusión política y por el otro, la comprensión de que hay un espacio colectivo y un estado del mundo y unas instituciones públicas que exigen una comprensión de su operación y un posicionamiento pleno. Entonces, vuelvo sobre estos veinte años para pensar en cómo, ese campo de relaciones reclama una mirada atenta, lejos de la trampa de los análisis a los que nos someten los medios tradicionales y su obsesión con el correismo. Las dinámicas se han movilizado, se han reconfigurado las fuerzas, han agenciado sí, otras distribuciones y es necesario atravesar la mirada catastrófica que paraliza para habilitar alguna imaginación política posible desde donde actuar con alguna consistencia. Las grandes luchas de los últimos años, protagonizadas por los feminismos, por los movimientos indígenas, de migrantes y desplazados, por resistencias tan necesarias como el antiextractivismo no están presentes de modo coherente y articulado en la agenda ninguno de los candidatos. Todos ellos, incluido el de Pachakutik, que reniega sobre la experiencia del pasado octubre (levantamiento que no solo reconfiguró el panorama sino habilitó la potencia de su candidatura), dan muestras de esa falta en la toma de posición. Desde esta perspectiva, es responsable, mirar con cuidado lo heterogéneo de esos movimientos e identificar los conflictos que habitan en ellos pero también, exigir alguna coherencia política que ancle su actuar en posturas por las cuales apostar. Ojalá pudiéramos mirar más allá de las lógicas del consenso (tan castradoras de cualquier experiencia del litigio que se encuentra en la experiencia misma de la política), y aplaudirlas como muestra de “madurez política” para percibir en cambio, la potencia el gesto que se posiciona con radicalidad sin abandonar la autocrítica frente a sus propias certezas y reconoce ahí, un campo de permanente reconfiguración de fuerzas e ideas. Eso, que, precisamente el correismo conservador, se niega a hacer, y que implica un giro que a Yaku Pérez tampoco parece interesarle.

Mi hija, sale del recinto en el que votó, también alegre. Escribió en la papeleta un poema de Hugo Mayo. Y en ese gesto se aloja una sospecha por el secreto parentesco entre la política y la poesía del gesto. De camino hacia el carro, yo recién decido mi voto, en gran parte inspirada por el suyo. Y rayo también la papeleta con una consigna para mí necesaria. Vuelvo a anular mi voto, lo vuelvo a hacer con la certeza de que esa es una forma de posicionamiento que se hace un lugar para expresar más allá de cualquier utilidad inmediata, una inconformidad legítima; claro que el voto nulo es inútil, como inútiles son los gestos que verdaderamente me interesan. En este caso, un rechazo que afirma y suspende la acción pero no se niega a actuar, que murmura un deseo que en su condición de potencia (no de poder) disiente.

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