Gabriela

Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ

Diciembre 2019

En su novela Las solidaridades misteriosas, Pascal Quignard, desarrolla un entramado narrativo en cuyo centro está la experiencia de la desolación: una mujer –Claire- que se arroja a su interioridad con la furia de quien busca alguna restitución posible para sobrevivir. Se va generando, entonces, un tejido que se urde sutil para sostener su deriva, su insostenible afectación, su terrible orfandad. Solo hacia el final de la narración se entiende la potencia del título que advierte el modo en que la solidaridad opera misteriosa para, y con, ella: se fragua desde su íntimo deseo o desde la herida singular para organizar un sistema de complicidades a veces silenciosas, otras veces impúdicas, clandestinas o próximas, que atraviesan y asisten íntegras a su lado mientras ocurre su desmoronamiento. Toda la fragilidad de la materia y del paisaje, todas las presencias que la reconocen, los animales y las plantas que se identifican con su pena, se enlazan para ampararla. Y sólo así, en medio de esa solidaridad, se atempera su corazón. Ella no perdona. No se cura. No se encuentra a sí misma. La solidaridad no reestablece ningún equilibrio en su ser alterado. Lo que habilita es un cuidado por eso indeleble y roto que la constituye, para que alcance cualquier destello posible, o para que finalmente se apague con su belleza completa, en la última imagen que su corazón observa: el tan amado y temido mar.

Desde que comenzamos a pensar en este debate, hace meses ya, hemos transitado por coyunturas que aparecían como urgentes y que desde la inmediatez del presente nos urgía responder. Ahora que me siento a pensar en ellas, a reflexionar sobre las ideas que con entusiasmo fui anotando en su momento, lo que observo que las atraviesa, se articula a través del sentido de la amistad que encontré con tanta emoción en la lectura de la novela de Quignard, y que parece darme alguna clave posible para afrontar este tiempo marcado por la disputa y la irrupción de lo inesperado. Las lecturas, las imágenes, las conversaciones que nos conmueven arman también constelaciones ocultas que arrojan nuevos significados sobre el acontecimiento. Frente a la violencia despótica que caracteriza a la voz de la autoridad, al cuerpo que silencia y somete, se actualizan una serie de momentos de resistencia que al volver en forma de recuerdos se entraman con intensidad. Todos ellos están ocupados por un vínculo tan frágil como valiente: durante las jornadas de octubre fueron los gestos de hospitalidad los que sostuvieron la ocupación del espacio –de la ciudad- como territorio de acción política, ¿Cómo nombrar la experiencia inmensa de la lucha sin reducir, en la cualquier enunciación, el coraje de quienes ponen los cuerpos? ¿Cómo referirme a una experiencia tan colectiva sin sentir que me sobrepasa, que no alcanzo a entenderla? ¿Cómo aludir a los días de octubre, a los de febrero, a los de ahora mismo sin que los muertos me dejen sin palabras? Las reminiscencias son de los abrazos dados, de los cuerpos de las mujeres indígenas cargando a sus hijos en sus espaldas, de las filas de gente para donar comida y medicina, de manos cocinando junto a manos desconocidas en comunidades efímeras y cuidadosas, de los cuerpos arrimándose a otros cuerpos para sostener el cansancio o el miedo. Todas esas imágenes aparecen otra vez resistiéndose al lenguaje, pero también al olvido, resistiéndose a todo lo que sigue pareciéndome tan absurdo como peligroso: no solo el racismo, la violencia del estado y de los defensores del orden sino también la impunidad de ciertas voces que en nombre de la paz o del trabajo o de la libertad tapiñaban lo más retrogrado de nuestro tiempo, una noción de propiedad restringida y excluyente: ¿A quién le pertenece una ciudad? ¿Quién tiene el derecho de ocupar lo público? ¿Quién tiene el poder de decir dónde y de qué manera se distribuye lo común? ¿Cómo nos siguen hablando los muertos, los cuerpos que fueron arrastrados, que se perdieron entre la multitud de bombas y disparos? ¿Qué nos dicen esos ojos ausentes, esas miradas mutiladas? Pocas imágenes tan conmovedoras como la de ese grupo de mujeres chilenas que perdieron sus ojos y que se pararon frente a la policía con un único gesto, sus manos levantadas son el presente de cada manifestación política. En ellas y su cuerpo está el pasado con su fuerza histórica, la comunidad con su potencia obrante, la fragilidad con su presencia emancipadora, la teatralidad en su despliegue más fértil. Y hasta el día de hoy, los patriarcas del periodismo en sus radios, en sus noticieros y editoriales, los voceros del orden y los dueños de la propiedad, reclaman por los daños materiales, por los dólares perdidos, por las amenazas a sus predios.  Como si existiera otra propiedad más valiosa que la vida, que el poder del cuerpo para manifestar su deseo, para rebelarse (o para revelarse) y desestabilizar la organización, la jerarquización y la ocupación del espacio que el poder les asigna.

Pienso en Claire, la protagonista de Las solidaridades misteriosas como una damnificada, como la extraña cobijada por el paisaje, como la extranjera en cuya soledad profunda ocurre su obcecación y su no-soledad. Todo lo triste pero también lo generoso se ocupan de ella para que sus obsesiones, o quizá para que su única obsesión, su pasión, se despliegue. Pocos días después de las jornadas de octubre se llevó a cabo en la Casa Cultural Benjamín Carrión el encuentro “Cartografías de la disidencia, lo femenino en la literatura.” En una de esas noches que no puedo sino calificar como mágica, la tensión del relato de Gabriela Cabezón Cámara, que compartió con nosotras un flujo textual que apenas recuerdo pero que en el momento me dejó sin palabras, hizo que sintiera cómo la amistad, esa protección apasionada e incondicional, se da efectivamente modos de operación invisible para manifestarse en su plenitud: en una lectura, en una mirada, en el silencio que recoge el enigma de los encuentros, en la capacidad de la lengua cuando se aventura a la inquietud, al disturbio, a lo imprevisto. Ahí estaban en una mesa inolvidable cinco mujeres –como un consejo ancestral de brujas o profetas- leyendo textos que se resisten al déspota, a la gramática de la violencia estatal o de la corrección literaria, para atreverse a nombrar lo impensable y sostener e interpelar afectivamente, desde su escritura, al miedo y a la tristeza que se sentían todavía en las calles aledañas a la Casa de la Cultura, epicentro de la violencia y de la dignidad de octubre. Resguardaban ellas, con sus gestos y sus palabras, con el silencio atento de su escucha, la posibilidad de la existencia de la otra, de la escritura de la otra, en un tiempo en el que todavía nos quieren hacer creer que solo hay espacio para una, la escritora que abaliza la voz masculina, la que entra dentro de su canon estrecho y su mirada miope.

Abril 2020

Intento actualizar estas palabras escritas a finales del año pasado, antes de que la pandemia vuelva a exponer nuestra fragilidad de un modo tan radical e impensado, y nos haga revisarlo absolutamente todo, incluida, la idea de solidaridad que venía planteando en esta reflexión, ¿Cómo pensar desde la urgencia del cuidado del cuerpo, dentro de un sistema de aislamiento como este, la amistad, la hospitalidad, el gesto solidario de la escritura?

En medio de toda la avalancha de información, de cifras y discursos, las imágenes que llegan de Guayaquil se imponen como una realidad que enmudece de la ira, mientras la impotencia se enlaza a lo que vemos, a lo inmediato, al terror del presente y su demanda urgente.  Frente a la realidad de cadáveres acumulados en las esquinas y en las casas, el déspota vuelve a establecer un relato policíaco: el problema dice, con un cinismo que se le estampa en la cara con solemnidad, es la desobediencia y el caos, una precariedad remota, cierta pobreza cultural. Sus palabras son supervivientes de un síntoma histórico que sostiene la desigualdad y que cierta manera del olvido, con el que actuamos políticamente, preserva y actualiza. Inmediatamente se ponen en marcha sistemas para desmovilizar en nombre de un propósito que se enuncia otra vez desde la identificación bélica: juntos vamos a vencer esta guerra contra el virus. Ese recurso inapelable y patriarcal que caracteriza a la retórica de la violencia estatal, invariable en nuestra clase dirigente, y que hoy se pone al día de forma nítida en los “nuevos” rostros de la política.

El espíritu policial se expande y en las redes sociales la voz aleccionadora vuelve a decirnos lo que hay que hacer con una arrogancia que da náusea: lo modesto sería reconocer nuestra profunda ignorancia, la enorme inestabilidad de todo y la necesidad de un viraje hacia nuevas formas de solidaridad y de vida que, discretas, y de espaldas al estado, ya están operando, otra vez, desde las tramas afectivas. Nada más urgente que cuidar de lo frágil y asistir al cotidiano de la sobrevivencia a partir de modos que religan la experiencia de la vida y de la muerte, que sin olvidar lo apremiante también se repliegan a los pequeños escenarios de nuestro aislamiento. Todo tiene lugar dentro del presente que derrama ahora otra experiencia del tiempo: los terrores que nos asaltan a la madrugada, las tristezas que acontecen con la memoria y el miedo que atravesamos en el instante de la especulación. Los que podemos quedarnos en la casa pasamos los días observando el montaje de imágenes, noticias y palabras que revelan un acontecimiento extraordinario que visibiliza, otra vez, toda la impunidad y la violencia que sobrepasan el actuar del virus, y que se puede contar en un día: hoy ha salido libre Hugo Caicedo, un reconocido músico de la escena independiente que mandó al hospital a dos de sus parejas y casi las mata;  mientras en el noticiero de la mañana, que obviamente ignora el hecho, se escucha a un solemne Oswaldo Hurtado en cuya arrogancia se reestablecen los discursos y las interpretaciones elementales de nuestras élites y que el entrevistador celebra, mediocridad insulsa de entrevistador y entrevistado que se acompasa por un sentido de desmemoria crónico. En un nuevo comunicado del Ministerio de Finanzas, que también circula hoy, se restringe la inversión en arte y cultura y así se manifiesta además otra desmemoria y otro desacierto, el actuar de un estado que lejos está de entender lo que significa la producción artística en los modos de vida y, que deja, además, a miles de artistas y gestores en la calle. Las ficciones por venir no tienen un lugar frente al ojo chato del gobierno, a pesar de que los artistas estén ya trabajando sobre los restos de esta experiencia, para reconstruirla y resignificarla: me conmueve particularmente un video que comparte Rubén Ortiz desde México y en el que se exponen las fosas comunes en Nueva York. Montaje visual y sonoro que descompone el orden de las cosas y trae el fantasma de Antígona para situarlo frente al cadáver desamparado, ese que en Queens y en Guayaquil entrevé lo macabro de un régimen económico despiadado (y que recuerda a Brecht en su búsqueda en la coincidencia de ciertas imágenes anacrónicas, la dimensión política de la memoria y la potencia de su obrar concreto). Son los indocumentados y los migrantes, los que huyen o están hacinados, a quienes se les pide que se queden en casa: el déspota acumula lo inaudito de la indolencia en su repertorio de imágenes. También hoy, la actriz Cristina Marchán sube a las redes una escena In-quietud, en la que la me hace pensar cómo podemos tomar la palabra, cómo ponemos en movimiento el flujo de emociones que nos son comunes. Me emocionan los gestos de una solidaridad pequeña que es genuina y se lanza desde el desconcierto para ofrecer con intensidad íntima y concreta alguna posibilidad para expresarse. Termino este recuento de momentos con otro que llega desde París, mi amiga Pamela baila a todo volumen Selena en un departamento minúsculo en el que lleva la cuarentena, sosteniendo en medio de la locura de una maternidad encerrada, la alegría, y la imagen me refiere a esa frase de Hanna Arendt que cuando leí me conmovió tanto y que aludía a esa facultad humana de, en su trayecto hacia la muerte, interrumpir y comenzar algo nuevo: “los hombres aunque han de morir no han nacido para eso sino para comenzar.”  Así se contiene la humanidad, así se mitigan escenarios de tristeza, con gestos que acaban salvándonos mientras nos disponemos a comenzar, otra vez, a (con)vivir con el virus.

Unos días antes

Lo que encuentro más hermoso de ese libro –vuelvo sobre Las solidaridades misteriosas– es cómo el afecto se aloja no sobre la certeza, ni sobre la conveniencia, tampoco sobre lo esperado, las políticas de la amistad en este libro se tensan desde la caída, no para sostener sino para acompañar el desmoronamiento necesario de todo: es eso lo que pasa, en el mejor de los casos con la amistad, se despliega para que el vértigo de los abismos se escolte. Al respecto, dice Blanchot: “todo debe caer, y todo lo que cae debe arrastrar en la caída, con un crecimiento indefinido, todo lo que pretende permanecer (…) a veces tenemos la suerte de encontrar junto a nosotros un verdadero compañero con el que charlamos eternamente de esta caída eterna, y nuestro discurso se convierte en el abismo modesto en que también caemos irónicamente.” 


Textos citados

-Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 2005.

-Blanchot, Maurice. La amistad. Madrid: Editorial Trotta, 2005.

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