Ivonne Téllez
En abril de 2021 al recibir el anuncio de la reforma tributaria, el país con 21.2 millones de pobres decidió hacer frente a la decisión y convocó a un paro, desafiando la pandemia y cuya duración y alcances era desconocido. En Colombia, entre el 2020 y el 2021 los pobres extremos pasaron de 5% a más del 13% de la población, una bomba económica atravesada por una multiplicidad de problemas sociales que justificaron una movilización de esa magnitud en un ambiente de hartazgo por el agotamiento de los mecanismos democráticos, sin dejar de mencionar que los motivos para las movilizaciones de noviembre de 2019 continuaban latentes y solo se suspendieron por la pandemia.
La desigualdad y la falta de oportunidades en Colombia con especial énfasis en algunas ciudades fueron el corolario para que miles de jóvenes decidieran enfrentarse al ESMAD, ante la incredulidad del proyecto de país en el cual no hay movilidad intergeneracional y se nace, crece y muere en un ambiente en donde la vida transcurre sin brindar la posibilidad de soñar con realidades distintas. Un país en donde la pobreza en la cuna es la que acompaña el resto de la vida y mantiene la condición de exclusión y violencia estructural que mata silenciosamente. Es esa desesperanza la que reclama un Estado distinto. En medio de estos reclamos, la ciudadanía en las calles fue la destinataria de la represión policial y la violencia desmedida que agudizó la grieta social y demostró la cruel desconexión de la dirigencia con la cotidianidad del pueblo. El COVID-19 vino a exacerbar la desigualdad de las sociedades modernas en sus efectos y la mayoría de los colombianos hoy están asediados por la física hambre y por un panorama pesimista por lo que resulta indignante que la protesta social haya sido reducida a un nuevo concepto acuñado por el poder llamado “terrorismo urbano”.
Históricamente, el Estado Colombiano se ha demostrado incapaz de atender los problemas sociales desde el balance de la igualdad, de igual manera, este gobierno, como primer encargado de implementar el Acuerdo de Paz, ha incumplido en su deber, desconociendo la hoja de ruta que marca las pautas mínimas para un país más igualitario. Así mismo, la ideologización de la política continúa alimentando el pensamiento único que sostiene el reduccionismo a un sólo modelo económico viable, violento socialmente y todo esto, dentro de un sistema democrático que se ha prestado para legalizar la injusticia. En Colombia se hace necesario que se supere la persecución de aquellos que trabajan por una vida digna en todos los ámbitos, porque el país en su conjunto, dentro de un contexto de violencia estructural, ha utilizado las estrategias de la persecución, la eliminación, la estigmatización, la desaparición y otras formas de violencia política que han impedido que otras alternativas surjan como representaciones de la diversidad que nos caracteriza. Es preciso hacer una lectura profunda de la compleja realidad colombiana que permita no solo comprender la caracterización de las violencias y las causales de exclusión social, política y económica, -pues la violencia en Colombia es multicausal y no puede ser atendida a través de una sola estrategia (la represión)-; sino que debe ser escuchada desde las voces que piden un pacto social que incluya a todos.
¿Por qué #elparosigue? Es claro que el Estado sigue desconectado, no hay estrategias para la integración social de la mayoría en un marco que asegure el respeto y la garantía de los derechos humanos en igualdad de condiciones. A manera de ejemplo, entre las áreas que deberían ser articuladas encontramos: un modelo económico que aborde la desigualdad, la pobreza y el clientelismo político, una reforma urgente al ESMAD que desvincule a la policía del modelo de seguridad democrática en el cual fue concebido, la implementación del Acuerdo de Paz, (íntegramente) y un límite a la política polarizante.
Es así como en medio de una tensa calma entre los enfrentamientos entre ciudadanos y policía, Colombia recibe el informe de la CIDH que se pronuncia respecto de la gravísima situación de derechos humanos en el país. Ante esto es preocupante la reacción del gobierno que no solo rechaza los hallazgos, sino que los descalifica acercando a nuestro país a los regímenes militaristas que paradójicamente han servido como referentes para construir el discurso que justifica la guerra como medio de relación. La forma en que el gobierno colombiano descalifica al sistema internacional de los derechos humanos demuestra que confía lo suficiente en su sistema interno para que éste mantenga de alguna manera, inalterado el status quo. A nivel interno, nos encontramos con una primera línea que permanece firme en sus demandas, pero que se encuentra disminuida por carecer de un peso económico y político que pueda mover estructuras estatales tan asentadas.
La oportunidad de hacer cambios sustanciales al modelo de país sigue pendiente, la dificultad de plasmar las demandas sociales con la solidez y cohesión que exigían, diluyó las peticiones y permitió que el debilitado presidente, con anuncios tibios de reformas a la policía y proyectos de ley, parezca gestionarlas. En este contexto, el riesgo de las estrategias de la primera línea de acudir a bloqueos y al vandalismo sirvieron para la reafirmación de la política de seguridad del oficialismo y consecuentemente, para la división entre la gente de bien y el resto de ciudadanos. Colombia tiene una tarea pendiente de alcanzar un proyecto de Estado democrático, incluyente y garante de los derechos humanos y la única vía factible para iniciar ese tránsito son las urnas.