Pedro Bomfin
Género: Artes visuales.
Creador: Stephano Espinoza.
Título de la exposición: las piernas me tiemblan de alegría.
Año: 2021.
Lugar: Galería Jun.ii.n, Guayaquil
La zona regenerada en el centro de Guayaquil tiene baldosas en las veredas. Baldosas que podrían estar en un baño y junto a las cuales se levantan edificios misceláneos: un banco hiper moderno, un motel de color azul marino llamado, quizás, Galápagos 7, notarías, una iglesia, otro banco, un antiguo cine porno transformado en iglesia evangélica, el hotel de lujo Oro Verde y el hotel no tan de lujo Loro Verde, un gigantesco almacen de ropa donde antes estaba la casa donde nació Luis Vernaza, Gabriel García Moreno y, seguramente, si se camina un poco más, se encuentre otra iglesia o banco. En muchos de estos espacios está prohibido entrar en pantaloneta o usando zapatillas, normativas que permiten intuir las contradicciones de esta ciudad asfixiante y tropical.
Guayaquil es una ciudad maquillada por socialcristianos que, como vi que en algún momento señaló Guayaqueer, odia a los maricones, pero ama la mariconería. Donde el cruising es una práctica que se da en varias de las zonas de las cuales las autoridades se vanaglorian de haber “recuperado”. Cuando pienso en esto no puedo evitar regresar a un poema de Roy Sigüenza que leí hace un tiempo:
Los hoteles no permiten
parejas de hombres
enamorados en sus cuartos
(aunque presuman de heterosexualidad
el recepcionista siempre tiene sus dudas)
para ellos están las casas abandonadas,
el monte,
los parques,
los asientos traseros de los cines,
los autobuses
(las luces apagadas)
hasta donde acude el amor,
los llama y acoge.
A pesar de que muchas veces en esta ciudad el amor no llama ni acoge, los espacios reservados para estos encuentros no difieren de los que menciona Sigüenza. Por eso, ver la obra de Stephano Espinoza en un departamento del centro que cumple la función de galería en una ciudad con tan pocos espacios para el arte y para las disidencias tiene sentido.
Tiene sentido visitarla y ver que, al igual que las escenas dentro de las pinturas, las obras se funden con su entorno. Sin marco: se balancean y se riegan. Con bordes borrosos, brazos, dedos, barrigas, piernas, culos, bocas y cabezas fantasmagóricas. Las pinturas de esta muestra reflejan lo que la ciudad no quiere querer ver. Ambientes que parecen estar entre el silencio y el gruñido de los motores. Entre la oscuridad de calles con el alumbrado público dañado y la luz de una iglesia en llamas. Por donde transitan cuerpos húmedos, goteantes, sin forma fija como un charco. En movimiento, atravesando las paredes o junto a la ventana, pero escondidos mientras se desdibujan con el paisaje urbano.
A pesar de que estoy consciente de que tengo un sesgo por haber visitado el departamento del centro de Guayaquil que Stephano Espinoza utilizaba como estudio, hay varias de sus pinturas que para mí, casi sin querer, hacen un retrato apócrifo de la ciudad. Hay algunas referencias que pueden resultar obvias como los paisajes, por ejemplo, pero para mí en estas pinturas se puede ver la intimidad de la ciudad. La ciudad no en tanto su habitantes, sino de su construcción, en sus paredes, sus suciedades.
Por eso me gustaría comentar dos obras de la muestra que, bajo mi mirada, están ambientadas en el centro de Guayaquil. Miento. Me gustaría comentar las ventanas de dos de las obras de la muestra y contar por qué esos elementos me hacen pensar que están ambientadas inequívocamente en el centro de Guayaquil. La primera es esta:
Las ventanas en este espacio me recuerdan a las de varias casas antiguas de la costa ecuatoriana. Muchas veces tienen una rejilla de plástico o de metal que evita que entren mosquitos. Aunque a veces estaban en la sala o en los cuartos, casi siempre las encontraba en el baño. Me parece, por la baldosa sobre todo, que ese es el caso de esta escena. He decidido pensar que este encuentro entre esos dos cuerpos que están incómodamente (e incluso violentamente) uno encima del otro se ambienta en el baño de la casa de una abuela. Estos espacios que por haberlos habitado en la infancia a pesar de revisitarlos siempre dan la sensación de estar dentro de un lugar borroso de la memoria personal.
Las siguientes ventanas que quisiera comentar son las de esta pintura:
Las ventanas de persiana que están encima del paisaje me transportan directamente a los departamentos del centro en los que yo y mis amigxs vivimos por años. Pisos de oficina adaptados como departamentos. Habitaciones de estudiantes universitarixs sin muebles y sin adornos en los que se daban encuentros confusos, acalorados y divertidos. Muchas veces a escondidas, muchas veces por primera o última vez. Con todo el ruido de la ciudad como banda sonora.
Más allá de las ventanas creo que hay algo que hay un detalle que une a todas las obras y a la ciudad: la suciedad. No digo esto en un sentido despectivo, sino pensando simultáneamente en lo sucio como prohibido, como el sexo sucio, dirty dancing y demás. No sé si me doy a entender y por eso quisiera usar un fragmento del poema “Canción” de Frank O’Hara para ilustrar mi punto:
¿Está sucio?
¿Se ve sucio?
eso es lo que piensas en la ciudad
¿Acaso sólo se ve sucio?
eso es lo que piensas en la ciudad
No te rehúsas a respirar ¿o sí?
Aunque sé que este poema no es sobre Guayaquil, si alguien me dijera lo contrario probablemente le creería. Le creería sobre todo porque es lo que pensé todos los días durante los años que viví ahí. En las calles del centro, que por cierto, son lavadas con mangueras a presión todas las noches, siempre hay alguna cosa en el suelo, las esquinas, los zaguanes y los postes que me hacía preguntarme eso, ¿está sucio? ¿solo se ve sucio? Avanzando entre el esmog, sudando, penetrado por todo lo que es este puerto. Sintiéndome sucio yo en la espera para cruzar la calle y mientras caen gotas de todos y cada uno de los aires acondicionados postrados en los edificios como si ellos, al igual que yo, estuviesen goteando de calor. La ciudad nos interpela el cuerpo y es como si fuésemos una sola cosa que se muere de calor, de intensidad y de prohibición.
La cuestión con esta ciudad a la que me rehuso a llamar la perla del pacífico es que la experiencia de andar por la calle entre toda esa gente que vende agua en short y la que firma documentos notariados en ternos, entre los claxons y los parlantes de las miles de tiendas de electrodomésticos, entre esas manchas de grasa, de polvo, de telaraña y de pelo impregnadas a las paredes y que ningún detergente saca, no dista del todo de la experiencia de la intimidad. Porque todo eso se filtra, porque la ciudad nos suda, nos hace ruido, viento chillón, cemento, lechuguín y ría. Nos hace esconder los cuerpos que nos obliga a mostrar. Borrando bordes, ensuciándonos mientras ensuciamos las calles. Es por eso que yo veo a Guayaquil dentro de las obras. En el escondite. En lo húmedo y transpirante. En los fantasmas y en las ventanas. En lo indefinido y en una ciudad que escribe no en sus papeles, pero grita sí en la oscuridad de las gradas de un edificio antiguo.
Ahí está Guayaquil: en todos los lugares donde finge no estar.