Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ
El lenguaje nos ha sido dado no solamente para decir algo sobre algo,
sino ante todo es tensión hacia el nombre,
liberación del ónoma de las interminables tramas discursivas del logos
G. Agamben, Autorretrato en el estudio
¿Cómo habitamos nuestra lengua? ¿Cómo se enuncia el deseo que nos habita? ¿Qué agitación puede producir una palabra –esa materia que nos fascina y nos ocupa–? Ahí, en el intervalo o en el silencio que aparece entre esas preguntas se abre paso una escritura. Pulsa, en esas interrogantes, la relación entre literatura y política, entre lenguaje y emancipación, entre palabra y disenso. Cuestiones que en cada Debate se presentan como una necesidad de conjeturar juntas. Nuestras reflexiones desde que nos aventuramos por este proyecto han tenido ese trasfondo, porque creo que ese trasfondo tiene también nuestra amistad y, claro, nuestra escritura.
La manera en la que nos afectan y nos interpelan las lecturas que compartimos me hace pensar que habitamos una complicidad estética que nos entusiasma y nos enlaza: advertimos en el hacer con la palabra, una experiencia de producción de subjetividad que reconocemos contingente, frágil, como el gesto de la mano que tiembla cuando escribe (Agamben). Queremos, al escribir (y al leer), procurarnos un movimiento en el pensar, alcanzar una proximidad con la experiencia y con las cosas y con el mundo y queremos también contemplarlo en su despliegue quieto, cuando es el mundo el que nos escribe y nuestra lengua, en su mudez, intenta comunicar lo perdido y, entonces, balbucea. En esa relación que es tan activa como pasiva, en esa ambivalencia, nos encontramos con una palabra cargada de afectividad y de duda, de una fascinación que reposa en el misterio de no saber nunca cómo se escribe. Sospecho que esa es la escritura que buscamos, esa la lengua que queremos habitar: fatal sería sin duda la palabra (Duras). Entonces, la creación, ese territorio que nos compete y que nos apasiona puede ser político, puede ser feminista: en ese obrar que poliniza el deseo político de dejar de ser lo que somos (en cada escritura), en esa necesidad de examinarnos mientras las palabras enrarecen lo que conocemos y se desplazan los sentidos y aparece el devenir siempre anónimo de la alteridad en nosotras: en lo más íntimo, en lo más propio, cuando decimos yo y se desmorona, en ese instante, cualquier propiedad.
Situar lo político en el campo de la escritura, situarlo en la producción de lenguaje, supone preguntarnos y reclamar por los modos de relación entre las palabras y los significados, entre los lugares de enunciación que adoptamos y las posibilidades de que lo que nombramos se manifieste en su opacidad (oponiéndose a lógicas explicativas), en su temporalidad propia; supone intensificar su fuerza expresiva a través de una lengua situada que ensaye con la vitalidad y la plasticidad de un habla no sujeta a la corrección ni a la solemnidad literaria. Entonces, podemos pensar nuestra práctica como una activación que pone en marcha y altera las representaciones y aumenta la sensación de perplejidad (frente a la vida) y desmonumentaliza, en algo, la escritura.
Dice Ranciére que el arte es político en la medida en que toma distancia de sus funciones, de sus convenciones, en la medida en que habilita una redistribución entre los modos de la visibilidad y de inteligibilidad, que impugna cierto reglaje de la ocupación de lugares y roles, que desactiva una temporalidad narrativa dominante. En el despliegue de momentos –pequeños momentos– en los que se emancipan los tiempos, en los que se insubordinan las superficies y los paisajes, en los que se habilita el desajuste de los géneros y se problematiza y expande la idea de ficción, ahí ocurren una desviación y un sabotaje. La redistribución y el desorden de las jerarquías que operan en todo relato, es lo que manifiesta su potencia política no la exhibición de contenidos políticos. Si se privilegia la idea de que la política en la literatura se juega en los contenidos, sucede que esa literatura que se vende como política no hace sino reforzar modos esquemáticos de representación; y, que, al apropiarse de experiencias y subjetividades ajenas en su pluralidad, en su irreductibilidad, las simplifica de maneras grotescas que precisamente clausuran las posibilidades de imaginación política. Lejos de vitalizar el habla o alterar los mundos, esa escritura se adapta a una idea de realidad que saca rédito de situaciones a las que nuevamente subordina. Nada más lejos de una escritura disidente que la que milita en el campo de la creación arrogándose la voz de los otros de modo tan acomodaticio; una narrativa que vuelve sobre un campo de identificación mimético o periodístico o folclorizante y que empobrece cualquier experiencia de lectura porque su voz autoral sigue teniendo intenciones dominantes. Contrario a lo que se espera de un texto que se autoproclama feminista; a saber, ser condescendiente con aquello sobre lo que ahora se contempla como el horizonte de lo que nos corresponde narrar y las categorías que se nos vuelven a imponer, lo que puede politizar la escritura se aloja precisamente en insistir en algún desmontaje (o alguna arqueología), en la sospecha con la se observe lo coyuntural y sus posibilidades redituales, en las formas en las que impugna los modelos narrativos monumentales y las autorías que los acompañan y en cómo se resiste a cualquier tipo de censura (o la de los mercados editoriales o la de la rancia crítica literaria tan presente en nuestro medio o también la de cualquier activismo autoritario).
Hace algunas semanas, en Casa Mitómana, se lanzó el poemario de F. Tibiezas, Encuentros homosexuales con Pancho Jaime. El debate que se suscitó, dentro de la comunidad de asistentes, fue estimulador: Tibiezas cuestionaba los modos en los que desde la palabra se adscribe también a la corrección, las disidencias fabrican nuevos modos punitivistas desde el lenguaje; habló desde su experiencia trans y los modos en lo que, tanto en la poesía, como en el performance, busca volver a tensar eso que aparece resuelto por los discursos de la emancipación. La disidencia dentro de la disidencia, la partición dentro de la identidad. Al interior de la comunidad que éramos, se habilitó una discusión sobre cómo las palabras mutan y desactivan los modos en los que nombramos la realidad: pueden sustraer legitimidad y desordenar la lengua dominante pero, pueden también volver a enclaustrar o normalizar el deseo y las identidades. El arte entonces aparece como un espacio para enturbiar cualquier anhelo de claridad, para suspender significados inmediatos. La discusión que reconocía en el poder de la lengua común la necesidad de emanciparnos, se acompañó por quienes desde el silencio participamos en ella: un silencio se abrió como comunidad de aprendizaje.
En la publicación del texto de Tibiezas se alteran también los modos de producción de la literatura. El libro que publica la joven editorial Recodo procura formas de impresión y difusión que se resisten a los modelos dominantes en el sistema de consumo de la literatura. Conviene pensar cómo en los procesos de edición, de publicación y de circulación se alojan políticas que pueden también desarticular pequeños órdenes y jerarquías, habilitar relaciones que insisten en la amistad y el cuidado. En ese espacio de impugnación, en ese encuentro entre amigas que fuimos esa noche, se estaban engendrando nuevas prácticas y nuevos desacuerdos y por lo tanto nuevas posibilidades de subjetivación que ocurren precisamente en el momento en el que la palabra se vuelve inadecuada y se encuentra fuera de lugar.
Cada que empiezo una clase y voy a dirigirme a mis alumnos, dudo. Cada que les voy a escribir un mensaje, vuelvo a dudar. Cómo me dirijo a ellos, les digo chicos, o chicas o chiques o les escribo bienvenidxs. En esa duda menor, en esa pequeña tensión, en ese asunto que sabemos no resuelve ni cambia nada, en esa elección pequeña, se figuran nuevas posibilidades de entrar en relación, de abrir una experiencia colectiva, una idea de lo que somos o podemos ser. En la contingencia del presente, la selección de una palabra altera mi relación con ellas. Afecta, cada vez, el modo en el que se configura ese común breve que somos. Puede ser un signo de hospitalidad o una tensión que inquiete y desarme. Pero, por suerte, como dice Marina Garcés “no queremos saber” queremos seguir dudando, cada vez, para que la lengua que habitemos se emparente con la vida en su ser mutante, incierta, inestable. Y la escritura en algo muestre esa condición, en algo ahonde en su misterio.