Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ
Género: Filosofía
Autor: Emanuele Coccia
Título de la obra: Metamorfosis
Año: 2021
Editorial: Cactus
Metamorfosis es el libro que Emanuele Coccia escribe después de La vida de las plantas. Una metafísica de las mixturas. En él expande su teoría de la continuidad de todo lo vivo: lo que penetra en lo otro y reverbera y fecunda y hace de lo extraño su carne y muta. Se lee como un libro de revelaciones o como un manual ontológico de lo vivo. En cada capítulo se teje, sobre la superficie del mundo, un develamiento que empalma lo viviente en su heterogeneidad y su cambio. No se desanuda el misterio, pero la lectura nos aproxima a una comprensión tan estética como política, de lo que más nos incumbe, más nos atormenta, más nos maravilla; a saber, el abismo de belleza, de luz y de frío que es el mundo. La paradójica experiencia de vivir, en la que lo diferente se liga y en ese encabalgamiento, la metamorfosis impugna el absoluto de la muerte: toda vida “excede los límites del cuerpo que lo alberga” (109) y vehiculiza una transmigración de potencia multiforme. También se lee como poesía, porque el texto se elabora sobre imágenes que exceden al significado, que lo desactivan para que podamos contemplarlas sin más, para que nos emocionen en su aparición y en su silencio. Pero, además, es un tratado ético (y etológico) que pone en relación de igualdad a la materialidad de la vida en su carácter interespecífico y nómade. En la tesis que se desarrolla en el texto, se plantea de manera sutil, y esto se agradece tanto, una apuesta en algo entusiasta, en algo renovada, por una agencia política alojada en la praxis (técnica) de todo lo viviente, en su perseverancia y en las formas de su hospitalidad.
El alcance del libro resulta inmenso, en él se plantea también, una teoría de la maternidad que convive con la noción de una idea de técnica expandida: técnica es el arte de construir capullos y por lo tanto de crear nuestra propia forma, y es, además, un procedimiento de rejuvenecimiento que se manifiesta en todo lo vivo. La herencia y la errancia son, por otro lado, huellas de aprendizaje: “cada forma de vida es a la vez símbolo de una catástrofe y de un traumatismo, y el signo de su superación (…) nuestro ADN es una colección de “engramas”, de jeroglíficos de todas las batallas y sobre todo de todas las derrotas, vividas por todos los vivientes cuya voluntad de redención y salvación encarnamos (44).” Esta idea que reconfigura la noción de trauma que hemos de liquidar, que podemos revertir, que se sana en un proceso de inagotable devenir, remite a la concepción abierta del yo. El viviente es un ser incompleto atrapado en la tarea de convertirse en otro, en otros, de fabricar mundos ajenos y hacerlos coincidir. El texto plantea así, una contundente comprensión sobre el movimiento y la migración: la condición humana de sentir que nunca se está en casa es nodal para la vida y sus modos de reproducción. Invadir y asociarse y viajar y fabricar jardines y al hacerlo producir, cada vez, infancia y también futuro: una metafísica de la deriva que, sin tierra firme, se propone también como política de la amistad, como ethos de comunidad y porvenir. Por último, este libro es también, en ese sentido, una reflexión sobre jardinería y estética, pues propone una observación de la relación afectiva y sensible que tenemos con el mundo, una tentativa por comprender mejor nuestra relación con lo animal y lo vegetal. Lo que persevera en nosotros, en la frecuencia y configuración de nuestro deseo, está indefectiblemente ligado a un cultivo común, a un aprendizaje habilitado por otras formas de vida, que en última instancia se eligen porque se gustan, porque se seducen y se tocan. Lo arbitrario de cada relación transforma cuerpos y compone mundos: “la elección de los insectos, según qué flor debe acoplarse con qué otra, no se funda en un cálculo racional sino en el gusto: la clave es cuánta azúcar contiene una flor. La evolución se funda entonces en el gusto, no en la utilidad. La sensibilidad de una especie decide la suerte de las otras especies (163).”
Al terminar el libro, asalta una sensación que remece, que puede ser efímera, pero es, en ese instante, transformadora: hace poco se murió nuestro amado gato. La lectura que concluye me genera un pensamiento que me gusta y me calma: él me enseñó a pensar. Y fue mi jardinero. Yo lo parí y nuestro encuentro fue tan arbitrario como erótico: nos enamoramos al mirarnos y mirarnos fue un sometimiento mutuo y amoroso. Una invasión preciosa su estancia nocturna en mi pecho. La frecuentación cotidiana que hizo de mi cuerpo se continua en el linaje invisible de su afecto.