María Auxiliadora

María Auxiliadora Balladares
Universidad San Francisco de Quito USFQ

[…] ¿y yo qué puedo hacer
si a mí me gusta ver durante horas
la manzana podrida y el terror
de las manzanas
sanas
en la misma caja?

Ángel Ortuño, «El arte en la decadencia de la literalidad, la obviedad y
simplicidad de ideas, obras y acciones»

Últimamente hablo menos. Y cuando hablo no puedo evitar sentir que todo lo que hago es emitir balbuceos que difícilmente pueden ser comprendidos. En un relato de Julio Cortázar de finales de los 1950, titulado “El perseguidor”, mientras el protagonista –cuya pequeña hija Bee acababa de morir– está en el estudio de grabación, dice sentirse inconforme con la música que toca. Y sostiene que, aunque lo que él quisiera es tocar a Bee viva, todo lo que puede tocar es a Bee muerta. Creo que en este tiempo me pasa algo similar: la muerte me hace guardar silencio o me hace balbucear.

No solo a mí me ha hecho balbucear la muerte, sino a las cinco que conformamos Sycorax. Si un lenguaje en común tenemos, si habitamos una misma lengua, esa es la que provoca la contemplación de la muerte. Mirar morir y mirar a quien ha muerto.

Mi Alicia, en el dolor por la muerte de su padre, en febrero del año pasado, apenas podía hablar. Vi su cuerpo torcerse de dolor y, en ese torcimiento, el lenguaje escapársele. La obra escrituraria de la Poncita –su obra narrativa y dramatúrgica– es el repetido balbuceo por la muerte de su hermano; la lengua rompida (que diría Montalbetti), la lengua interrumpida, las aspiraciones de aire que se suceden instalando el silencio o el gemido que provoca la hiperventilación. También he estado al lado de Dani y de Bertha cuando las ha abandonado la elocuencia, cuando la lengua distante, ajena, no es más que la prueba fehaciente de una catástrofe que no dejará de acontecer.


Ángel Ortuño, el poeta mexicano, murió el 25 de septiembre. Desde entonces, hablo menos. Y cuando hablo no puedo evitar sentir que todo lo que hago es cantarle a un niño que no conoce mi lengua.

sentir que me anima la presión de unos dedos

mirar su angustia de niño que no duerme

imaginar un órgano que deja de funcionar

tropezar con un vocablo impronunciable

beber agua directo del grifo y atragantarme

ser un vidrio sucio un ala quieta

sentarme y callar

dominar el asco

doblegarme ante el estero seco y adoquinado

reivindicar la desgracia

dañarme los ojos

pisotear los libros

aglomerar huesos en una superficie dura

dejar que suene la gota

cubrir con la gorra la cara

darle un mordisco al sol

alinear hocicos

costear los gastos

saltear vegetales

desplazar un día cada día

tener excesiva conciencia del aire

replegar la mandíbula

Habitar una lengua de verbos en infinitivo como constatación de que han desaparecido las personas. Las buenas. Las más buenas. Las más mejores. Las buenas e inmejorables. Las bueno, mejor. Se fue Ángel con su lengua de ángel. Y nos dejó huérfanxs con nuestra lengua de huérfanxs. Ese es el sentido último del infinitvo. Es el modo verbal de la pérdida. Ni siquiera de la angustia. De la pérdida consumada, de la pérdida y su existencia dura como un bloque que se nos impone sobre el plexo solar para inmovilizarnos. Sobre esto saben Blanca y Pili.

La lengua que habito hoy no es lengua. Debía escribir sobre la comunidad que somos en la vida. Pero hoy solo puedo escribir sobre la que somos en la muerte.

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