María Auxiliadora Balladares
Universidad San Francisco de Quito USFQ
Género: Poesía
Autora: Lucía Moscoso Rivera
Título de la obra: Uzalá & El ruido rojo de la flores
Editorial: Kikuyo
Año: 2020
Lugar: Quito
Uzalá & El ruido rojo de las flores es uno y dos libros a la vez. La primera parte lleva su nombre por el extraordinario protagonista del relato de Vladímir Arséniev y de la película de 1975 de Akira Kurosawa, Derzú Uzalá. Derzú es un cazador mongol que, a inicios del siglo XX, guía a la expedición rusa liderada por el capitán Arséniev y encargada de mapear la región de la cuenca del río Ussuri en el oriente de Rusia. El contraste entre el cazador y los soldados se palpa en sus maneras de relacionarse con el entorno. Mientras Derzú se relaciona con los objetos y los animales en la naturaleza como si todos fuesen elementos igual de determinantes y sin ejercer las estrategias de instrumentalización que caracteriza a la relación de los humanos con los animales, las plantas, el río; los soldados se muestran arrogantes y burlones. Con el paso del tiempo, sin embargo, aprenden a respetar a Derzú, acogen su sabiduría y se entabla una relación cercana y entrañable entre ellos. Podríamos decir que alrededor de la figura de Derzú Uzalá se produce una hermosa forma de la comunidad.
Me he detenido brevemente sobre esta historia porque quisiera partir justamente de este portentoso espacio de lo común para pensar la primera parte del libro de Lucía. Todos los poemas que la conforman tienen un vínculo con alguna obra concreta que se menciona al inicio de cada página: el cine, la literatura, la música, el teatro, la danza pueblan esta suerte de mapa afectivo de nuestra poeta. Ahí está por supuesto Kurosawa, junto con Ingmar Bergman, Georges Perec, The Residents, Federico García Lorca, Pina Bausch, Bob Dylan, Patti Smith, entre muchxs otrxs. Asumir la escritura de estos poemas desde la conciencia de que se trata de una labor que no se ejerce en soledad, sino desde el acompañamiento, provoca en quien lee la sensación de estar frente a una constelación, frente a una comunidad abstracta (como diría Izquierdo). La escritura en este sustrato de lo colectivo le permite a Lucía hilvanar una serie de reflexiones de naturaleza diversa, todas centrales en el quehacer poético: la muerte, el amor, la vida, la construcción identitaria del yo.
A la luz de Wittgenstein y como evocando el episodio bíblico de la torre de Babel, dice Lucía en el poema de apertura: “se hizo el mundo en el lenguaje // después vino el caos / el caos y los diccionarios / el caos y las partituras / el caos y los calendarios / el caos y un mal con su propia cura: // la palabra que mata y resucita” (16). Esta poesía siente y piensa con igual intensidad. Va rastreando, en estos múltiples registros a los que acude, diversas formas de la verdad y se apega a ellas, las hace suyas, carne de su carne. Me gusta pensar en esta primera parte del libro como la presentación de la tribu y del pensamiento y la sensibilidad que se activan en nuestra poeta en su rol de lectora, de espectadora y escucha. Son textos que revelan un proceso de formación, de ahí que el uso del imperativo en algunos momentos replique el tono de la consigna que se le impone a una ejercitante. Así pasa, por ejemplo, en el poema “La estación de Marla”: “Deslízate // rompe el círculo que dibuja el día / sal de tu cueva / no hay guarida posible en este siglo / escoge y respira tu animal / cubre tu piel con su piel / tapiza el alma” (27).
La segunda parte, “El ruido rojo de las flores”, está compuesta de 19 poemas y, sin embargo, provoca la sensación de estar leyendo uno solo, de largo aliento, fluido y armónico. Si en la primera parte la yo se desintegra, se hace rizoma en una multiplicidad de voces y timbres, aquí nos encontramos con una hablante que muy delicadamente va refiriendo la singularidad de su experiencia en la poesía y por extensión en la existencia. Dice: “insistir / en la frágil metáfora / que me persigue” (68). Estos tres versos constituyen para mí uno de los momentos más elevados del libro de Lucía. Esa fragilidad de la metáfora me hace pensar al menos en dos cosas. La primera es la búsqueda de un lenguaje poético en donde la metáfora se debilita para abrirle paso al primer nivel de significación del signo, es decir, al nivel que nos remite a la materialidad del significante, de aquello que es nombrado literalmente por el lenguaje. Se fragiliza la metáfora ante la contundencia de la materia, del cuerpo, de su experiencia y padecimiento, como en el poema en que se pregunta por la muñeca a la que peina y a la que ya no le queda pelo. Dice la yo poética, en un tono que parece a simple vista ingenuo pero que produce temblor: “¿también tiene cáncer?” (70). La muñeca ya no es metáfora o símbolo o construcción alegórica. Si acaso algo acontece es una relación metonímica, de continuidad, entre el cuerpo sufriente de la yo poética y el de su muñeca. El segundo asunto al que me remite el fragmento arriba citado es la constatación de que la hablante es para la poesía. De que la poesía es su sombra y no puede privarse de ella. Una vez asumido ese camino, sabemos, no hay forma de abandonarlo.
En este punto, cabe plantearse una pregunta: ¿cuál es el vínculo entre las dos partes de este libro? Quiero arriesgar una respuesta entre tantas posibles. Para mí, se trata de una relación causa-efecto. Me parece que el vínculo radica en que la primera propicia la segunda. El sentido de la comunidad en “Uzalá” es el cimiento de “El ruido rojo”. Una voz se construye tan delicada y armoniosamente porque ha estado expuesta a la belleza del mundo, así como a su crudeza y radicalidad. La potencia se contagia, dirían Deleuze y Guattari, y aquí pasa eso. Leer este díptico nos obliga a entender la relación entre lectura y escritura, y sobre todo la necesidad del alma emotiva de Lucía, su sensibilidad y su mirada nítida y amorosa. El proyecto Urdir de Kikuyo Editorial se instala en esa misma lógica de contagio. La música de Icazas Trío, que va junto al poemario, es de una delicadeza y originalidad y, sin embargo, no deja de acudir a referentes que la alimentan y la nutren porque todo en el mundo resulta estar estrechamente conectado. Reconocí, con mi precario oído musical, ritmos autóctonos y alusiones a los sonidos de la naturaleza. Las voces de Lucía, Igor y Jofiel parecen ser parte de una representación teatral que dota a la canción y al poema de una veta dramática, acentuando la posibilidad del diálogo. Hacer canción del poema nos devuelve a los inicios de la lírica, a esa relación inalienable que hace a Orfeo músico y poeta a la vez, a la necesidad de rastrear el tempo que estos textos les exigen a nuestras propias voces de lectorxs.
Uzalá es el guía que oye a los animales, que dialoga con la fuerza del monte y la selva. Uzalá nos obliga a abandonar el ego para retornar a nosotrxs fortalecidxs. Uzalá es quien, cabalmente, nos enseña a percibir la sinestesia, ese espacio en el que el ruido de las flores es siempre rojo.