En octubre del año pasado, durante los días del paro, hubo mucho ruido en la ciudad. En el país, pero hablo de la ciudad en la que vivo: Quito. Hicimos mucho ruido en las calles, en las plazas, en parques. El Gobierno hizo también mucho ruido. Pero los ruidos no son iguales: el ruido que viene de arriba, además de sonar amenazante, suele transmitirse en ondas verticales, de tono pretendidamente grave, monótono en su afán amedrentador y disciplinante, pero también solitario. Hay quienes le hacen eco, pero básicamente es un sonido impersonal, entrecortado, unidireccional. Son sonidos provocados por el uso mortífero de objetos. No son sonidos carnosos. ¿Cómo suenan las balas, los cascos, los tanques, los toletazos, los disparos? El sonido que se genera desde abajo, en cambio, es multitudinario, festivo aún en el dolor, creativo en medio del miedo, colectivo en su expansión horizontal, intensivo, de múltiples y plurales trayectorias. El ruido warmi alcanzó una particular intensidad y fuerza expansiva durante los días del paro. Ya nos abrieron el camino, bastante antes, otras warmis, y pienso ahora en las abuelas de la Plaza de Mayo. También gritamos de alegría meses antes, antes del paro, cuando la Corte Constitucional ecuatoriana aprobó el matrimonio igualitario en nuestro país. Rumba tortillera y maricona. Celebración de la carne con todas las vocales. Y la jornada festiva también se volcó en las calles. Los desastres también generan mucho ruido. Hace pocos años vivimos los ruidos provocados por el magma de la tierra en movimiento. Ese temblor que nos sacude, nos aterroriza, nos entierra. El agrietamiento de la tierra bajo nuestros pies se confunde con los gritos de los huesos que se quiebran y las paredes que se caen, de los cuerpos que se ven arrastrados por esa fuerza incontenible. Gritamos cuando nacemos. Gritamos en el orgasmo. Gritamos de felicidad, y también gritamos de rabia e impotencia. ¡Qué cosa tan sublime que es el grito! Lo es más el grito de a dos. Aún mayor su potencia cuando el grito sale de las entrañas de muchos cuerpos. Pero también el grito es provocado por efecto de la desgarradura más absoluta: el grito ante la muerte.
Ahora, en días de pandemia y encierro obligado, nos abraza el silencio. Me contiene un silencio no deseado ni buscado. Uno que me enfrenta de modo desquiciante a mí misma en soledad. Uno que a ratos resulta abrumador y paralizante, doloroso y aterrador. Hay que decir que no todos los silencios son iguales. El silencio de las iglesias no es el mismo que el silencio que sigue al orgasmo, cuando solo escuchamos nuestro propio latido y el del corazón que provocó al nuestro. El silencio de un atardecer en la playa no es igual al silencio durante una prueba de examinación. Ni el silencio del cuerpo en estado de duelo es igual al silencio del cuerpo en estado de reposo. Durante estos días, los titulares de los periódicos dicen que reina el silencio en la ciudad. Titulares acompañados de fotografías que dejan ver calles vacías. Imágenes que nos sobresaltan porque despierta una sensibilidad que ha sido educada bajo el impacto de imaginarios apocalípticos. Pero también circulan otras noticias, reflexiones, testimonios que apuntan a seguir reconociendo la pulsión de vida que aprovecha del silencio. Sabemos que se ha reducido notoriamente el nivel de polución y contaminación auditiva. Los animales sin duda deben estar bastante confundidos ante la vuelta a una sonoridad más amable con el ritmo de la vida. Y entonces vemos fotografías que nos muestran animales tomándose espacios antes para ellos inaccesibles. Y nos emocionamos verdaderamente. Mi amiga Paulina me envió hace pocos días una imagen muy bella, que muestra varias llamas recostadas en plena carretera vía Papallacta. Estremecedoramente bella esa imagen, y se la envié a mi hija porque a ella, de niña, le decían en el colegio “niña-llama”. Guardo la foto en la que ella aparece con su uniforme de colegio, junto a la llama con la que pasaba todos sus recreos durante una larga temporada. No sé si verdaderamente salieron llamas a recostarse en la carretera, pero la foto me emocionó. Como respuesta al chat familiar en el que compartí esa foto, mi hermano envió otra de propósito similar: orcas saltando en su aproximación al río Guayas! Mi madre lloró de emoción desde su Guayaquil que ahora nos duele más que nunca. Guayaquil tapiada con los cuerpos de sus muertos que yacen abandonados en las veredas y en las esquinas de cualquier calle.
Al mediodía del sábado, pedían levantar el cadáver de Gustavo Logroño, de 77 años, quien vivía solo y falleció el pasado jueves en Padre Solano y Escobedo. Sus restos fueron abandonados en la madrugada del domingo, junto al tacho de basura.
Yo crecí hasta los siete años de edad en Padre Solano 1016 entre Quito y Machala. En el departamento de un edificio que fue demolido por el Estado en 1972, año en que nos mudamos a una casa en el Barrio del Centenario, al sur de la ciudad. El Estado expropió la manzana y demolió toda su arquitectura para construir allí el Ministerio de Agricultura y Ganadería. Ese departamento tenía dos dormitorios, y quedaba en el tercer piso. Era la casa vieja, así la llamaríamos. De muy pequeños y cuando pasaba un avión, teníamos la costumbre con mi hermano de asomarnos rápidamente a la ventana y saludar al avión con algún trapo o juguete que encontrábamos a la mano. Debía ser algo flexible y largo porque lo enredábamos en nuestros cuellos, y lo estirábamos con la mano en dirección al cielo como señal de saludo. “Hola tía Judith, gritábamos al unísono”. Saludábamos a la tía Judith que vivía en Quito. Si nunca hubieran demolido ese edificio, si nunca hubiera crecido, si aún viviera allí con mi hermano y con mis padres, al asomarme a la ventana para saludar a mi tía, seguramente vería los cadáveres arrojados en las esquinas en lugar del avión. Pero nos mudamos, después de 8 años, tres meses, ocho días. Ya no es mi barrio, pero es mi ciudad.
Durante uno de estos días de encierro y silencio, recibí el mensaje de una entrañable amiga desde Guayaquil: “Alicia querida, no te contesto con nota de voz porque se me quiebra… esto es tremendo. No te digo nada más… es una pesadilla. He envejecido Alicia, no me reconozco en el espejo”.