José Antonio Figueroa
Universidad Central del Ecuador
A dos años y medio de la firma de los acuerdos entre las FARC y el gobierno, la pesadilla sangrienta titulada eufemísticamente como “posconflicto” alcanza ya en Colombia la cuota de 600 líderes sociales muertos. Ante los ojos de la comunidad nacional e internacional se está reeditando el exterminio de la Unión Patriótica que ocurrió en las décadas de los ochenta y noventa, y que la historia terminará registrando como otra expresión de la guerra estructural que el sistema conservador y mafioso colombiano ha consolidado a lo largo de su vida republicana. Para tratar de entender el riesgo para la vida que constituye ser parte de la oposición política en Colombia o el hecho de vivir en las periferias estructurales de ese país, hay que remitirse a variables históricas y estructurales que actualizan permanentemente esos legados históricos. Desde Ecuador, un país con un escepticismo político a veces injustificado y excesivo, son justas ciertas comparaciones que ayuden a entender por qué en este país la violencia nunca ha cuajado con los increíbles niveles en los que se expresa al norte de su frontera.
A fines del siglo XIX, en Ecuador se llevó a cabo la Revolución Liberal que permitió entre otras cosas la secularización de la sociedad y de la educación y el temprano voto femenino, y ayudó a constituir un Estado en el que sectores de la derecha y de la izquierda pusieron importantes contribuciones sin tener que acudir a las armas. En Colombia, por el contrario, mediante la guerra civil se consolidó un conservadurismo fundamentalista que se irrigó a toda la sociedad y que impidió concebir la política como espacio de confrontación de ideas hacia la construcción de un bien común. El conservadurismo fundamentalista creó un bipartidismo que funcionó mediante maquinarias clientelares que actuaban con una violencia legitimada que, entre otras cosas, permitió que entre fines de los cuarenta e inicios de los sesenta del siglo pasado se mataran cerca de 400.000 colombianos. Esta guerra fue la reacción sui géneris del sistema colombiano frente al populismo: mientras en el Ecuador y en otros países el desplazamiento de masas hacia las ciudades y el aparecimiento de esa imprecisa noción de pueblo condujo al surgimiento de figuras como Velasco Ibarra, Getulio Vargas, Juan Domingo y Eva Perón, en Colombia el sistema evitó la expresión de los “descamisados” asesinando a Jorge Eliécer Gaitán y conservó su pureza gramatical y jurídica, aniquilando la expresión política de los indeseables. Esa misma maquinaria impidió que surgiera una izquierda legal y obligó a los campesinos e intelectuales a tomar las armas iniciando un nuevo ciclo de violencia desde los años sesenta. En el mismo momento en que en Ecuador se realizaban dos reformas agrarias, en las décadas de los sesenta y setenta, en Colombia las élites bipartidistas, reconciliadas, establecieron un pacto que garantizaba que sus intereses agrarios no serían tocados y lanzaron todo su poder militar en contra del campesinado y de los sectores urbanos que lucharan por romper las profundas asimetrías que caracterizan ese país.
El último ciclo de la violencia marca la internacionalización del conflicto colombiano y el hermanamiento de la tradición y de los intereses económicos de las elites colombianas con el lado más obscuro del capitalismo neoliberal: a partir de los años ochenta y con más fuerza desde los noventa, el narcotráfico se convierte en un factor político que es usado a conveniencia del capital nacional e internacional. Una deliberada política de abandono estatal de amplias zonas rurales donde viven especialmente negros, indígenas y campesinos pobres, que, a la vez, son zonas de riqueza de recursos minerales, ha hecho que la guerra se entronice en una gran parte del territorio nacional. Paradójicamente, esas zonas eran más seguras cuando las FARC no habían abandonado las armas, porque esa guerrilla cumplía la función de orden parainstitucional. Son estas zonas donde se está produciendo el mayor número de asesinatos después de los acuerdos de La Habana. En un período de consolidación del fascismo internacional, la extrema derecha colombiana, expresada en el uribismo, se ha lanzado contra los acuerdos porque de cumplirse, esto obligaría al Estado a entrar en las zonas que históricamente ha abandonado. La extrema derecha colombiana apuesta a que las zonas de guerra se articulen al capital internacional mediante la guerra y el alejamiento del Estado, lo que enriquece al armamentismo internacional, a compañías como la Monsanto, que monopoliza el glifosato, a la vez que permite que las trasnacionales se lleven las riquezas minerales que se hayan en esas zonas. Es en esas zonas en las que se consolida el capitalismo lumpen y se devalúa la vida humana.