Daniela Alcívar Bellolio
Hay una parte de la existencia que hace que seamos capaces de apostar aún, contra todo pronóstico y contra toda evidencia (el horror político, la masacre ambiental, la amenaza de la enfermedad) a la vida como acontecimiento dichoso, a la vida como discurrir y como emergencia a cuya altura todavía vale la pena estar. Reformulo: en momentos de inmenso pesimismo colectivo, de sentimiento apocalíptico, y por fuera de cualquier moralina relativa a la bondad implícita de la humanidad o del universo, algo, una fuerza anónima, in-humana, un impulso, una marea –ajena e incesante como es el mar o la expansión de las galaxias–, nos aferra a la vida como posibilidad abierta a la alegría. Una de las formas más verdaderas de esa fuerza es el acontecimiento, extraño y fundamental, de la amistad. La amistad como valor y, más aun, como potencia. O incluso más: la amistad como ejercicio político del estar juntos, la amistad como máxima expresión del cuidado de sí y de los otros. Lo dijo Epicuro, que defendió la felicidad, el placer, el cuidado de sí mismo y el azar como agentes fundamentales de libertad: “De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad”.
Por su parte, para Maurice Blanchot, la amistad, “esa relación sin dependencia, sin episodio, y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino solo hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación (o de artículos), sino el movimiento del convenio de que, hablándonos, reservan, incluso en la mayor familiaridad, la distancia infinita, esa separación fundamental a partir de la cual lo que separa se convierte en relación”.
La amistad según la entiendo, se ejerce delicadamente, con la combinación precisa entre la prudencia y la confianza, es decir entre la atención amorosa que se requiere para comprender los límites del / con el otro y la necesidad imperiosa de percibir en qué medida esos límites piden ser cruzados para abrir, despacio, muchos espacios por conocer, aquello que el otro –nuestro amigo– aún no sabe de sí mismo y que está dispuesto, en algún lugar desconocido, a ponerse en comunión con nuestra propia tierra incógnita interior. Se trata, parafraseando a Blanchot, de saber hacer de la distancia relación. Relación a la distancia (que no es lo mismo que relación distante, sino quizá todo lo contrario), porque con el otro la comunicación será siempre una utopía. Quiero decir: toda comunicación tiene al malentendido como condición de posibilidad. El malentendido no es un error, es una condición estructural del lenguaje: dato mayor que muchos escritores no soportarían reconocer, que lo esencial no pasa por la confirmación de la unidad narcisista sino por el desvío misterioso y fundamental que se inauguró en nosotros en un tiempo y de un modo desconocidos: en el paisaje olvidado de la infancia en que emergió la incognoscible tipología de nuestro deseo. Comprender esta verdad –que implica advertir que quien habla en mí no soy yo misma, esa ficción que llamamos sujeto, que en cada acto de habla algo se está diciendo pero es otro el que habla–, o al menos aceptarla, puede servir para eludir el displacer que a veces surge cuando constatamos que nunca nadie escuchó lo que le quisimos decir, porque en el momento en que eso fue dicho, ya sufrió un desplazamiento decisivo que hizo que tampoco lo dicho coincidiera con lo que quiso ser dicho.
Algo ha sido dicho por mi voz.
Algo ha sido dicho a alguien –mi amigo, mi amiga–, de quien conozco solo los restos visibles que deja en la orilla la marea después de bajar.
Desde hace varios años vengo pensando en las relaciones entre escritura y amistad. Escritura y conversación. Escritura y deseo. Amistad, conversación y deseo: si tuviera que resumirme en tres palabras, tal vez elegiría estas.
¿Cómo se conversa escribiendo?
¿Cómo se sostiene una conversación hoy, a finales de la sexta semana de aislamiento preventivo?
¿Qué sentido tiene escribir cuando ni siquiera sabemos cuántos han muerto víctimas del virus y la desidia del poder?
¿Qué lugar tiene la presencia, qué entidad tiene el cuerpo –la carne, el olor, la piel, el abrazo– en la posibilidad de la amistad? ¿Qué y cómo opera la distancia en la fragilidad esencial de toda comunidad verdadera?
No quiero referirme –ni para denostar ni para elogiar: ambas posturas, me parece, terminan por ser moralistas– a los medios digitales o virtuales que hoy son el único soporte que nos permite a algunos (quienes tenemos acceso a esos dispositivos) el contacto con los otros que quedaron lejos: zoom, whatsapp, redes sociales. Están ahí y muchas veces propician encuentros fundamentales y otras tantas contactos que hubiéramos preferido evitar. Lo que sí quiero preguntarme es hasta qué punto son capaces de simular el tacto, que es simular la vida, o por cuánto tiempo, o a qué riesgo.
La pregunta parece banal pero es mi intención vincularla más ampliamente con las posibilidades del encuentro que se cierran cuando nos es prohibido ocupar con nuestros cuerpos el espacio público, cuando los discursos médico, institucional, estatal operan sobre el tejido social y calan en él hasta modelar al otro como amenaza. Muy rápido pasamos entonces de una muy frágil solidaridad (“nos cuidamos entre todos”) a un régimen policial instalado en cada hogar devenido panóptico: delación, exposición, espionaje, vigilancia. Llamo frágil a esa solidaridad a la que en principio se apelaba porque no tardó mucho en mutar hacia su versión más turbia: quienes no se quedan en sus casas son indisciplinados, son miserables, son estúpidos, son inconscientes, deberían ser aislados, ser expulsados, ser dejados a su suerte. Ese fue explícitamente el discurso de la periodista Janet Hinostroza en su intervención pública sobre la situación del coronavirus en Guayaquil, por ejemplo.
Entonces, eso que quería hacerse pasar por altruismo colectivo, pronto derivó a su verdadera naturaleza: el discurso de la inmunidad. ¿Contra qué? Más que contra el virus, contra lo otro, contra la pobreza (la vida empobrecida), contra lo marginal (el cuerpo precarizado), contra lo que nunca hemos querido ver porque podría devolvernos un reflejo espeluznante: discurso inmunitario que se aprovecha hoy de la existencia invisible pero destructiva del virus. La immunitas, dice el pensador Roberto Esposito, se contrapone a la communitas y su falta primordial. La primera se niega a la expropiación de la subjetividad como una defensa inmunitaria del sujeto, cuya preconización constituye el paradigma moderno por excelencia. La segunda congrega un conjunto de carencias, de faltas y vulnerabilidades que hacen destellar el brillo ambiguo de lo común. Según el italiano, la immunitas se relaciona directamente con la exoneración de los miembros de una comunidad que, al ser inmunizados, desechan la obligación con respecto al otro, “pudiendo así conservar íntegra la propia sustancia del sujeto propietario de sí mismo”.
Y aquí el concepto de propiedad es clave. En su discurso (que es el discurso del sentido común, de los buenos modales, del bien-pensar y el bien-hacer), Hinostroza habla –se queja–, irritada, de que la gente se queja mucho. Confiesa haber visto un video de una persona enferma golpeando las puertas de un hospital que se niega a recibirla, y lo que le molesta de todo esto, es que el video sea replicado por muchos en el poco atractivo tono de la queja. ¡Basta de tanta queja, señores!, dice. Este es el momento de ser proactivos, aportar con soluciones y dejar de quejarnos, predica. Todo en un tono aleccionador (“Este es un llamado sensible pero enérgico”, empieza diciendo): la lógica patronal-feudalista-oligárquica de quien, sana y salva en el paisaje plácido de su privilegio, exige en tono severo a la masa ignorante que se atreve a salir a la calle en trance de morir, que haga el favor de dejar de estorbar con sus quejas. ¡O que los aíslen!, dice finalmente. Lógica inmunitaria del sujeto-ombligo-del-mundo que no comprende, no puede comprender, aunque lo vea en un video, aunque lo viera frente a sus propios ojos, que existe un sistema que decide quién vive y a quién deja morir según la más imperturbable mecánica necropolítica. El sujeto propietario de sí mismo es el que iguala el enturbiamiento de su tranquilidad por culpa de la queja con la muerte de esos que, poco antes de caer desplomados en la calle, estúpidamente, irresponsablemente, fastidiosamente, se quejaban. El sujeto propietario de sí mismo no tiene sentido de comunidad, o el que tiene se basa en una noción de comunidad fundada en la reunión de iguales, de quienes comparten deseos, historias, aspiraciones, posibilidades y urbanizaciones cerradas. Comunidades que son propiedad y patrimonio de quienes forman parte de ellas. Comunidades inmunizadas, pequeñas burbujas higienizadas: la ciudad se convirtió en ese espacio de circulación de sujetos con mascarillas y guantes que no se tocan, que no se miran, que no se rozan, y que, en ese no tocarse, no mirarse y no rozarse, terminaron por abrir con horrenda explicitez el paisaje atávico de sus ansias de inmunización contra los otros.
Para el filósofo francés Jean-Luc Nancy, la comunidad es un des-obramiento (désœuvrement), cuerpo heterogéneo, formada y formadora, a su vez, de cuerpos; no la entidad autosuficiente, cerrada, que se define como un bien a resguardar o a perseguir, ni una obra, ni un ser, ni una fusión de ambos: movimiento de desobramiento, es decir, en la obra, aquello que se resiste a la naturaleza de la obra, en el ser, su alteridad constitutiva que no puede concentrarse en ningún sujeto, en ninguna esencia, aquello que escamotea la individualidad. Para Nancy esta alteridad se da en el ser juntos, que no es precisamente una relación ni un vínculo (ya que esto seguiría implicando unidades delimitadas e individuales de sentido, es decir sujetos), sino un deslizamiento, un desvío-afuera, una diéresis, una apertura hacia la finitud: la comunidad como una experiencia de los propios límites, de lo otro como lo constitutivo de lo propio y su constatación de una falta.
La comunidad entonces no es algo que se suma al sujeto o lo completa, así como el sujeto no se suma a la comunidad, fortaleciéndola o dándole sentido. La comunidad es una falta, una deuda o una carencia, una vulnerabilidad, esa es su naturaleza y de ahí extrae su fuerza como un brillo oscuro. Si la comunidad inmune se ve a sí misma a la vez como un esfuerzo mancomunado y como una manifestación esencial de algo inmutable y propio, la comunidad desobrada se entiende como el movimiento de apertura o desvío del Ego hacia los otros que lo constituyen, en un ejercicio constante de desgarradura de los presupuestos subjetivistas, un vaciamiento de lo propio como cualidad metafísica.
Entonces: ¿seremos capaces de resistir ante el discurso de la inmunización, de sostener nuestras comunidades en lo que tienen de frágiles y vulnerables, de reinventar nuestros vínculos sin someterlos a una vacunación de los afectos? ¿Seremos capaces de obstinar la memoria para no olvidar la importancia del roce contaminante, polinizante de los cuerpos de los otros, cuando el peligro del virus haya menguado? ¿Quiénes seremos cuando nos permitan volver a caminar por las ciudades, recorrer sus calles, sentarnos en sus bares a tomar un whisky en la penumbra? ¿Qué reflejos –como tics– de este distanciamiento social marcarán nuestras interacciones cuando nos volvamos a encontrar? ¿Seremos capaces de volvernos a abrazar sin miedo? ¿La ciudad dejará de ser algún día el territorio en que deambulan, solitarios, esparcidos, recelosos, fantasmas enmascarados? ¿Y los muertos de Guayaquil? ¿Los cuerpos muertos en la calle, en las casas, los que ya no se quejan, los de los containers, los que desaparecieron, los que nunca tendrán lápida ni flores ni epitafios? ¿Seremos capaces de reinventar para ellos una memoria política y estética, de poner el cuerpo cuando el Estado pretenda, como hizo en octubre, como ha hecho tantas veces, negarles existencia? ¿Durará para siempre la locura instaurada por este sistema triturador de cuerpos, por esta maquinaria mortífera del neoliberalismo, que amasa en las mismas moliendas los cuerpos pobres, los cuerpos precarizados, los cuerpos no humanos, los cuerpos disidentes del capacitismo, el androcentrismo y el antropocentrismo? ¿Seremos capaces de imaginar una nueva forma de estar juntos?
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En octubre vivimos un paro nacional. En esos días también pudimos ver con claridad cómo opera el discurso inmunitario: una horda bárbara formada por las nacionalidades indígenas invadió la ciudad blanqueada de los ciudadanos de bien, que de pronto se vio sitiada, vandalizada por la invasión: ese fue el discurso de los medios de comunicación rápidamente adoptado por el sentido común de las clases medias y altas. Viendo profanados sus monumentos, ocupadas sus avenidas y sus veredas, los detentores del bien común pusieron el grito en el cielo: ¡nos han robado nuestra ciudad! Mientras tanto, en las calles, una articulación política potente ponía en funcionamiento una poderosa maquinaria de sostenimiento y reproducción de la vida que dejó una marca profunda en la vida ciudadana quiteña. Mientras los medios mentían descaradamente, las mujeres indígenas con sus wawas en las espaldas liderando las avanzadas, la primera línea de combate, los cuerpos múltiples que cuidaban, cocinaban, limpiaban, atendían, curaban, la trama sólida pero flexible de la multitud politizada poniendo en evidencia las abyecciones de un sistema que se legitima a sí mismo por medio de la invisibilización de sus miserias, todos los órganos de un gran cuerpo político, estético, material, imaginario, imaginante, se movía para detener la maquinaria de la muerte que buscaba avanzar su hegemonía cosificante sobre todas las formas de vida.
Fuimos quienes acompañamos y agradecimos el histórico levantamiento indígena quienes hicimos minga el lunes después del fin del paro para limpiar lo que la concentración de cuerpos en lucha había ensuciado, no como acto de contrición sino como alegre trabajo que tenía por fin lugar y sentido después de la cátedra de historia política, economía y sobre todo de entereza y dignidad dada la noche anterior, en vivo y en directo, por la dirigencia indígena al estupefacto y enmudecido gabinete estatal. Sin embargo, fue el discurso hegemónico, como es su costumbre, el que puso en el centro el tema de la higiene y el ornato como estrategia para desviar una discusión política hacia zonas banales y abyectas que secuestran con facilidad la atención de las clases despolitizadas a fuerza de adoctrinamiento. Lo mismo ocurrió tras las marchas del 8M, en Ecuador y en toda América Latina, cuando a los reclamos por la vida y la dignidad de los cuerpos de las mujeres y las niñas se le contraponían, con pasmosa sangre fría, los de las paredes limpias y el orden público.
El discurso inmunitario funciona así, el accionar despótico funciona así: blanquea la fachada aunque detrás de ella bullan la muerte, el odio, la tortura, la violación, el hambre, la incertidumbre, la precariedad, la prepotencia. Así funcionan los buenos modales, también: a un gran escritor ecuatoriano y a una crítica y estudiosa de intachable trayectoria los acusaron en medios masivos, a finales del año pasado y principios de este, de ser corruptos por no haber premiado en un concurso la novela que la crítica hegemónica consideraba merecedora de ese galardón. Uno tras otro, sin ninguna prueba, con actitud mafiosa, con marcada virulencia, fueron vertiendo públicamente sus sospechas, fundadas únicamente en su gusto, al que consideran universal e inobjetable –alguno usó como criterio de valoración y como prueba de verdad, y no es broma, la cantidad de páginas y el tamaño del sello editorial de los libros en cuestión–, dejando una cosa bien clara: para ellos el disenso, cuando es ejercido en relación con sus verdades, es corrupción, es amarre, es trampa. Cuando uno de esos jurados respondió –en su muro de facebook– en el estilo que caracteriza su prosa, es decir desde la ironía, es decir desenmascarando la bajeza del accionar de sus acusadores, cuando respondió usando “malas palabras” y exigiendo el respeto que su trayectoria intelectual merece, eleváronse los gritos al cielo: en este campo cultural pacato y santurrón, acusar de corrupción a alguien en diarios de circulación masiva sale más barato que responder diciendo chucha madre.
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Escribo desde la incertidumbre. A este debate lo hemos llamado Frente a todo déspota. Cuando escucho la palabra despotismo vienen a mi mente, entre otras cosas, las maniobras que describo en este texto: las que confunden –pero no hay absolutamente nada inocente en esa confusión, que es estratégica– disenso con corrupción o con “disonancia cognitiva”, otra desdichada y violenta fórmula utilizada por un crítico hegemónico para referirse a quienes leen sus objetos de modos que no le complacen; las de quienes reclaman paredes limpias cuando siguen violando y matando a mujeres y a niñas, las de quienes deciden empezar a amar los muros centenariamente orinados del centro histórico cuando los pueblos salen a luchar por su supervivencia y su dignidad. El déspota precariza la vida mientras predica sobre el bien común, aplasta derechos mientras recita moralinas sobre el trabajo, el esfuerzo y el mérito, manda a matar por medio de las fuerzas represivas mientras discurre sobre el amor a la Patria, propone aislamiento y abandono mientras exige una dudosa solidaridad colectiva que implica muerte para unos y paz de conciencia para otros.
Son tiempos turbios, despóticos. ¿Alguna vez no lo fueron?
Solo una obstinada política del cuidado podrá sostener la vida en los meses que vienen.
Solo la amistad como afecto de la distancia justa, de la justa cercanía, podrá alejarnos de la tentación del ostracismo.
Solo haciendo con nuestros cuerpos red podremos hacer frente al hambre programada, a la voluntad tiránica de arrancarle a la vida su apertura a la alegría.
Solo en profundo contacto, solo dándonos tercamente la piel los unos a los otros podremos hacer del futuro algo más hospitalario que una serie de cuerpos inmunizados contra la vida, contra el misterioso peligro que es la vida cuando vale la pena vivirla.
Textos citados:
-Epicuro de Samos, Máxima Capital 27.
-Esposito, Roberto. Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aire: Amorrortu, 2009.
-Nancy, Jean-Luc. La comunidad desobrada, Madrid: Arena 2001.