Por Ana Luiza Fortes
Artista escénica. Doctorante en Artes. Universidad de Castilla La Mancha.
28 de octubre de 2018
Fin de la tarde. Manejo en silencio, una urgencia rara me acomete. El deseo de llegar a casa. Por una razón cualquiera, eso me parecía importante, decisivo. Atravesando la puerta, miro la pantalla de mi celular. Los primeros que veo son mensajes de amigos extranjeros, que me escriben como quien lamenta la muerte de un ser querido. “Lo siento, querida Ana. Estamos contigo”. En las redes sociales, gritos virtuales de indignación, ante la tragedia anunciada / confirmada. Me siento anestesiada y al mismo tiempo profundamente herida.
Por momentos, en su exceso, nada me afecta. Por momentos, en su exceso, todo me afecta.
Elijo no llorar. Quizás lo mejor, lo más sano, habría sido simplemente dejar salir el dolor. Pero tuve miedo de no poder parar (y que el llanto se transformara en parálisis). En la casa de mis padres estábamos silenciosos. Los fuegos artificiales de la vecina no duraron mucho. Tal vez cinco minutos. Después un silencio estruendoso.
Muchos pensamientos a la vez. La semana había sido exhausta. Intentos frustrados de diálogo con una de las pocas personas de mi familia que votó a Bolsonaro. Una tía querida. Cuando leía en Internet sobre “la-tía-querida-que-se-reveló-fascista” no creía que eso iba a suceder conmigo. No escapé al cliché. De repente, era mi tía querida quien relativizaba el discurso de odio (“Mirá, él habló de fusilar solamente a los bandidos”). No podía creer, no quería creer. Una mezcla de culpa, impotencia, negación. Por qué no hablé antes con ella, con más calma, antes.
Ahora todo me parece inútil.
29 de octubre de 2018
Me despierto físicamente destruida. El dolor de cabeza acompaña mi intento de tomar el desayuno, de seguir la vida. Es preciso continuar. De a poco, me convenzo que es justamente en el ahora, en el intenso ahora, que reside la posibilidad de (re)acción. De las pocas cosas que me alientan es pensar que, entre muchas personas con visiones políticas muy diferentes, surgió un común. Un común de respeto a la dignidad humana, a las diferencias, al estado democrático, al amor. Y que en ese común está la semilla de la resistencia.
Me siento privilegiada por ser capaz de ver esa posibilidad.
Mientras tanto, en Pernambuco, una escuela y un puesto de salud en una aldea fueron incendiados. Y en una aldea cercana a mi ciudad, los indígenas comenzaron una vigilia permanente. Ningún adulto duerme durante la noche.
Al menos tengo el privilegio de dormir. Pero haré todo para mantenerme despierta. Desde los espacios que me incumben. Entre ellos este, el de las palabras. Yo creo demasiado en la fuerza de las palabras. Y hay palabras de todo tipo. Otro privilegio mío es el de haber crecido rodeada de aquellas que abren mundos y no de las que los cierran. Y es en la construcción de esas palabras que empiezo mi lucha.