Alejandro Sánchez Lopera
Investigador independiente
«Hay gentes que llegan pisando duro
que gritan y ordenan
que se sienten en este mundo como en su casa
Gentes que todo lo consideran suyo
que quiebran y arrancan
que ni siquiera agradecen el aire
Y no les duele un hueso no dudan
ni sienten un temor van erguidos
y hasta se tutean con la muerte
Yo no sé francamente cómo hacen
cómo no entienden»
José Manuel Arango
“Algo deberán”, “algo habrán hecho”, es la sentencia que ronda desde hace muchas, muchas décadas sobre las cabezas de los líderes sociales en Colombia. El enunciado de culpabilidad ha variado sutilmente con el tiempo en cuanto a su motivación: “guerrilleros vestidos de civil”, “líos de faldas”, “no estarían recogiendo café” y ahora, “terroristas vestidos de civil”. Son condenados de antemano a la espera de que arribe su victimario, ese policía del “por si acaso” de esta sinuosa guerra preventiva. Sigues tú: mientras lees esto están asesinando otro más, pues en Colombia cada cuatro días asesinan a un líder social.[1] Otro más que caerá a tiros bajos sospecha de un presunto crimen que, dicen, igual cometería en algún momento. Si es cierto que un hombre es todos los hombres, si yo soy todos ustedes, entonces cada vez que cae un líder caemos todos: cada uno de ellos es todos nosotros. Tal como lo retrató Fernando Botero en El desfile: es tan voluptuoso el horror en Colombia, que el río de cadáveres y ataúdes apenas si cabe en la calle.
De acuerdo con el informe ¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de líderes sociales en el post acuerdo, tan sólo entre 2016 y 2018 han sido asesinados 343 líderes sociales.[2] Esa atroz matanza corre paralela a por lo menos 80.000 desapariciones forzadas entre 1970 y 2018[3], y al genocidio del partido político Unión Patriótica, en el que según el informe de la Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1984 y 2002 fueron exterminados 6.201 dirigentes, militantes y simpatizantes.[4] “¿Cuáles son los patrones?” es una frase sintomática que indica, no sólo tendencias numéricas y verificables, sino que apunta hacia quiénes son esos patrones de la muerte que agencian la matanza. Más allá de los gatilleros, este proceso se cataliza en una amalgama de derechas más o menos extremas: derechas contrainsurgentes; reaccionarias; extremistas vociferando anticomunismo; empresariales y corporativistas; finqueras y señoriales; tecnocráticas, financieras y tecnoacadémicas, que van desde el anti-reformismo, el ultranacionalismo (NOSOTROS versus Venezuela), hasta la contra-revolución. Todas esas son fuerzas que resuenan y seducen a tanta gente del común.
De ahí que haya algo en todo esto que no es medible. No es sólo que la cantidad de cifras circulando no bastan: hay algo que no está en las cifras. El horror de la paranoica cacería de líderes en Colombia no es representable, es decir, no se trata simplemente de contarle al otro; de mostrarle (de volverle a mostrar) al ciudadano de a pie ese exterminio. La cuestión va más allá de cifras y evidencias –que se conocen de sobra, que circulan por doquier–, o de argumentos. La matanza de líderes sociales es efecto de una máquina sanguinaria aceitada no sólo con indiferencia, cinismo, y deseo por la guerra del aparato de justicia y la gente común. Tiene sobre todo que ver con prejuicios, con puntos de vista. No es sólo que en Colombia no veamos las cifras de muertos o no escuchemos los relatos sombríos de la guerra; es que no “queremos” ver o escuchar –no lo podemos hacer mientras no cambiemos de prejuicio.
Y uno de los temibles prejuicios que tenemos es el de ver en el abuso algo no sólo normal sino incluso bueno (pues, además, algo deberán las víctimas, ¿no?). Ver el abuso –lo han escrito una y otra vez, desde ópticas distintas, Mónica Zuleta y Vilma Franco– no sólo como algo cotidiano sino, sobre todo, admirable. No es simplemente acostumbrarse a la violencia. Esa hasta ahora es la condición para vivir en cualquier parte de Occidente y Oriente. No se trata tampoco de la cuestión del “mal” como algo banal, rutinario. El “bien”, los hombres de bien, pueden llegar a causar un daño innombrable. Y el “mal” puede llegar a abrir vías de libertad. Es más bien el aplauso a quien abusa, la admiración frente al hombrecito con los pantalones bien puestos, y la dicha frente a las gotas de catástrofe diaria que como dosis mínima nos ofrecen los sacerdotes del poder; es el prejuicio del “hombre de bien”. Ser capaces de espiritualizar la crueldad, ese parece ser nuestro gran prejuicio; nuestra “disciplina del gran sufrimiento”.
Lo que pasa es que desarmar un prejuicio es un combate que puede tardar la vida entera. Por eso es que desplazarse del punto de vista de la guerra, o del provecho, no es sólo un asunto de convencer al otro. Si bien ha habido algunos sectores de la población que se han sensibilizado frente a esta carnicería, el caso colombiano muestra que una infinidad de cifras indignantes no bastan para cambiar la valoración de la gente sobre algo. Por eso la dosis de anestesia, moralismo y fragmentación que circula por los medios tampoco son suficientes para explicar la situación.
Sigues, entonces, tú: si cada 4 días asesinan en Colombia a un líder social, imagina que cada mes, durante décadas, asesinan a 7 u 8 miembros de tu familia cercana. Como en un sueño repetido una y otra vez, mes a mes, sin cesar ni respiro, la asesinan mientras te hablan de democracia. En Colombia, dicen los estudiosos a los que les gusta comparar cosas, lo que hay es democracia, no dictadura. Persisten en decir que somos un ejemplo de país, tanto, que hasta podemos dar lecciones morales –y militares, claro– al vecino. Negar que haya habido guerra; llamar a 7.7 millones de desplazados “migrantes internos”; desmontar en meses un proceso de paz que se tardó décadas en construir no parece suficiente. Van por más: “Adelante, ¡adelante!”. Las élites políticas, económicas e intelectuales, los medios y tanta tanta gente del común nos dicen que mientras en Colombia asesinan 4 líderes sociales por mes, no sólo somos un país de libertades sino que ahora estamos llamados a ser los libertadores del continente oprimido. Qué hijos de puta podemos llegar a ser. Vaya si esto es una perversa transvaloración de los valores.
343 líderes sociales exterminados en dos años: sigues tú, es el murmullo de este fascismo en esta jubilosa necrópolis. La palabra exterminio, como proceso sistemático, generalmente se asocia con una única voluntad detrás de todos los hechos. Pero esta mirada presupone una idea de sistema cerrado, donde hay un único y gran responsable –aunque es tal lo aberrante de estos sucesos que, en la Colombia contemporánea, muchos de los hilos confluyen en un apellido familiar. Pero lo que hay aquí, grupos civiles y armados con diversos grados de autonomía, es un sistema abierto: un caos de la precisión. Un “desorden” que de tanto repetirse muestra sus patrones, sus tendencias. Por eso el perfil de las víctimas es inequívoco: líderes comunitarios, reclamantes y beneficiarios de la restitución de tierras, resistentes frente a los procesos de extracción económica y de saqueo del medioambiente. Así como minorías sexuales y étnicas, y reinsertados claro. En suma, quienes han desobedecido el mandato del capital, el orden señorial de las élites. La tendencia también se muestra en la forma del castigo: deben ser disciplinados, desaparecidos, torturados o ajusticiados.
Por
eso por más “entusiasmo” que le pongamos al asunto, Colombia no pasa de ser una
inmensa fosa común: un prolongado experimento fascista en esta máquina de
guerra mundial. Ahora, el ensañamiento carnicero que por décadas han vivido los
disidentes en Colombia, y en este caso los líderes sociales, exhibe no sólo la voluntad
ejemplarizante del escarmiento. Muestra también que las resistencias sí pueden
afectar la correlación de fuerzas, resquebrajar el tablero de una partida que
pretenden presentar como perdida de antemano –en otro plano, y a su manera, la
reciente contienda electoral por la presidencia entre Gustavo Petro y Duque-Uribe
lo mostró. Frente al fascismo que dicta la muerte repetida de los líderes
sociales y de todos aquellos que expresan formas comunes de vida, siempre hay
cuerpos, verdades, corajes que resisten, que persisten en enfrentar el saqueo
de las potencias. Para evitar seguir cayendo en cada bala que, al atravesar a
cada líder, afloja más el lazo que, sin apretar, nos une con todos los demás. Para
algún día evitar que sobre los líderes que quedan, cuales sobrevivientes, siga
rondando el macabro epitafio anticipado: Algo deberás, algo habrás hecho, algo
harás… sigues tú.
Notas
[1] https://www.elespectador.com/noticias/paz/en-colombia-asesinan-un-lider-social-cada-cuatro-dias-articulo-724736
[2] http://iepri.unal.edu.co/fileadmin/user_upload/iepri_content/boletin/patrones6.pdf
[3] http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/micrositios/balances-jep/desaparicion.html
[4] http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/informes/publicaciones-por-ano/2018/todo-paso-frente-a-nuestros-ojos-genocidio-de-la-union-patriotica-1984-2002 Se puede ver también, sobre el caso de la Unión Patriótica en el marco de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP): http://editor.colombia2020.elespectador.com/jep/exterminio-de-la-union-patriotica-el-caso-006-de-la-jep