Ana María Amar Sánchez
“Tiempos sombríos en que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir”. La frase se encuentra en la contratapa de la primera edición de Respiración artificial de Ricardo Piglia, editada en 1980 por Pomaire. La novela no sólo es un clásico de la literatura argentina, sino que abre la “narrativa de la dictadura” de ese período y se publica en medio de ella sin nombrarla jamás, cuando el espanto recorría un país plagado de desaparecidos y de sangre. La frase, claro, se asocia fácilmente con aquella época, pero –lamentablemente– resulta vigente en muchas otras; en nuestro presente, por ejemplo. El mundo actual está signado por la violencia política –en verdad, toda violencia es política, en tanto surge en una sociedad y una cultura nunca depende del individuo aislado–; nuestra experiencia queda entonces marcada por un sentimiento permanente de precariedad y falta de certezas. Este sentimiento ha llegado al máximo en este horrible año 2020 en el que vivimos una situación inédita e impensable. La pandemia no solo ha dejado al descubierto nuestra fragilidad, sino que expuso los delgados límites entre lo privado y lo público [1].
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Walter Benjamin afirma que al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia, ha sido despojado de ella; si bien esta carencia surge para el filósofo de la catástrofe de la guerra y la destrucción, ha terminado por ser para Giorgio Agamben un signo de la vida cotidiana del presente: “la toximanía de masas” (13) ha impuesto una experiencia manipulada y la humanidad es “guiada como en un laberinto para ratas” (12). El mundo se ha vuelto entonces un espacio precario y somos seres marcados por la impotencia para cambiar este estado de cosas. La violencia política es el origen de esta precariedad, de esta destrucción y de la incapacidad para salir de ete laberinto. También Judith Butler liga violencia, política y vulnerabilidad, en su libro Vida precaria, pensado a partir de los acontecimientos de septiembre de 2001, como “un intento de aproximación a la cuestión de una ética de la no violencia, basada en la comprensión de cuán fácil es eliminar la vida humana” (20). Sin duda, este vínculo es aplicable a casi todo el mundo contemporáneo, pero adquiere un matiz trágico en América del Sur donde los ejemplos abundan: los nuevos golpes de Estado[2] o casos como el de Argentina, donde la fragilidad del sistema democrático quedó a la vista durante los cuatro años del gobierno de Macri (2015-2019). Luego de sufrir una de las más horrorosas dictaduras que se recuerden, pudo recuperarse la democracia e incluso hacer justicia, durante el período 2003-2015, encarcelando a muchos de los asesinos responsables del terrorismo de Estado. Sin embargo, el gobierno de Macri logró destruir gran parte de los progresos logrados en la década anterior, llevando al país a una terrible crisis económica y social[3].
Precariedad sí, e impotencia, para aquellos que pensaron y dijeron “no creí que volvería a ver esto”. La doble acepción del término precariedad –carencia o falta de recursos necesarios para algo y carencia o falta de estabilidad o seguridad– están presentes en la actual experiencia sureña: carecemos de estabilidad, percibimos la fragilidad de nuestros derechos y de nuestras democracias, pero también sufrimos formas de impotencia que minan en parte la capacidad de acción y se respaldan en la memoria de un doloroso pasado. Por eso, a la tradicional consigna de los organismos de derechos humanos, “Verdad, justicia y memoria”, deberíamos añadir otras que contribuyan a superar las dificultades para lograr estos objetivos. Me gustaría mencionar dos más, acuñadas por una Madre de Plaza de Mayo, Vera Vigevani Jarach. En la presentación de su libro testimonial Tantas voces, una historia, dijo con voz clara y fuerte –a pesar de sus 92 años– que ella tenía dos lemas más para agregar: “nunca más el odio” y “nunca más el silencio”[4].
Pienso que la primera consigna, nunca más el odio, escapa a nuestras posibilidades. En estos tiempos, vemos cómo nos rodean y cómo ganan terreno “los discursos del odio” objeto ya de numerosos trabajos de la crítica. Las formas que adquieren en estos días la violencia y la represión en casi todas partes han actualizado de modo aterrador la presencia de ese odio y del miedo; han actualizado, en fin, la precariedad de nuestras vidas. Vaclav Havel,en laConferencia internacional sobre “Anatomía del odio” realizada en Oslo 1990, señaló que el odio colectivo –infinitamente más peligroso que el individual– tiene una enorme atracción y varias ventajas, porque libera a los hombres de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio, y así, evidentemente, les ayuda hacer frente a su fracaso y al menosprecio de los demás. Sin duda, es fácil odiar al que se teme, al diferente, al que se percibe como amenaza y alimentar ese odio hasta volverlo el motor de la propia vida; aun los que lo combaten pueden caer en él, como la experiencia cotidiana lo demuestra.
Se multiplican por esa razón los discursos que tratan de explicar los resultados del vínculo entre violencia y política con toda la secuela de inestabilidad y miedo que conlleva; ensayos, artículos y debates funcionan como “alertadores del incendio”[5]. Incendio que no parece más que la continuidad de uno anterior, de aquel desatado por el nazismo en Europa y “perfeccionado” por las dictaduras de los ’70 en América Latina. Este incendio ha seguido fluyendo, subterráneo, sin que nos diéramos cuenta hasta el presente.
La violencia política ha provocado reparos éticos y estéticos –en particular por las razones ideológicas, económicas y culturales que han «justificado» sus formas extremas, especialmente estatales– que atraviesan los debates bajo las más variadas formas discursivas. Entre estas formas, posiblemente ninguna se ha hecho tanto cargo como la literatura, de diferentes modos y en las más diversas coyunturas, de reflexionar y anunciar un futuro precario y sin esperanza.
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Podemos retomar ahora la segunda consigna de Vera, Madre de Plaza de Mayo: nunca más el silencio. No es fácil erradicar el odio, pero podemos acabar con el silencio que ha sido cómplice –pero también resultado– de los crímenes cometidos y del miedo imperante. Y es la literatura la que mejor ha hecho visible los modos en que funciona el silencio: la mención del texto de Piglia con la que comienza este ensayo cobra todo su sentido en tanto la novela es ejemplar de cómo la literatura ha representado el silencio y ha buscado formas de vencerlo. Respiración artificial, escrita en un tiempo de opresivo silencio, es considerada el primer y paradigmático relato sobre la última dictadura argentina, acerca de la cual nada parece decir… aunque, sin dudas, lo dice todo.
La literatura ha seguido muy diferentes vías para contar la violencia, las dictaduras, los numerosos horrores vividos; entre esas vías la exploración de los modos en que se pude narrar el silencio –y con el silencio– me interesan particularmente. Abundan las ficciones en que domina lo explícito, pero otros relatos proponen una estética que rechaza la representación directa de los hechos; son relatos sesgados que recurren a diferentes estrategias: omisiones, desvíos, alusiones. Esta narrativa apela a nuestra imaginación, decide que la violencia debe ser expresada en una forma distinta que a través de un “lenguaje violento”, que es mejor decir menos de lo que se sabe y dar a entender más de lo que se dice. Reprimir, desviar, evitar, pero también destacar con más fuerza al no mencionar y, por lo tanto, resistir. En política, como en literatura, las reticencias y omisiones son signos tan cargados como las palabras.
Un considerable corpus del Cono Sur se incluye en esta tradición: desde Borges, claro, el maestro de lo elusivo, a través de Julio Cortázar y Rodolfo Walsh –más allá de las diferentes estrategias que cada uno de ellos utiliza– hasta Piglia cuya novela, como ya se dijo, trabaja la omisión, la alusión, el distanciamiento. De hecho, es eje de Respiración artificial la conocida frase –reiterada en el texto– de Wittgenstein en el final de su Tractatus logico-philosophicus, según la cual “hay que callar sobre aquello de lo que no se puede hablar” (439). Sin embargo, esta narrativa no calla, cuenta por otros medios; en ella la ausencia se hace presencia y elige el trazo oblicuo y el desvío para contar, como diría Rancière, nuestra “catástrofe infinita”.
Estos relatos optan por una estética sesgada para pensar la política y para construir una política de la estética: las diferencias en el modo de contar y en la elección de qué se ha elegido contar son las que definen la postura de estas narrativas. Pertenecen a una tradición que practica la escritura elusiva y deja al lector imaginar, sabedora de que cuanto más se persigue decirlo todo, más se fuga lo perseguido. Como señala Philippe Mesnard a propósito del testimonio, éste “incluye blancos y silencios […] pretender hacerle decir todo, reducirlo al contenido, es alterarlo definitivamente”.
El relato sesgado que desecha lo explícito, recurre a la ambigüedad y trata de evadir o retacear información, tiene su forma más extrema de representar el «no decir» en el silencio. Solemos pensar la violencia unida a la agresión o al grito; sin embargo, el silencio puede ser una de las vías de ejercerla y uno de los mecanismos más efectivos para imponerla: obtura el discurso, la posibilidad de comunicación y atenta contra la memoria, procurando el olvido. Lo contradictorio de su naturaleza en la literatura consiste, en primer lugar, en que opera en el discurso mismo; es decir, se liga fuertemente con la escritura: uno parece necesitar de la otra para construirse. Asimismo, se abre a muchas posibles significaciones; en verdad, tiene tantas alternativas como la palabra misma, puede ser el resultado de la opresión y también una forma de resistencia o de indiferencia. El silencio, impuesto desde el poder, es siempre violencia soterrada que neutraliza el otro discurso; es un procedimiento de anulación eficaz de los hechos y de la memoria. Es el “no se puede nombrar”, que se lee en muchos relatos del período dictatorial y pos-dictatorial. ¿Cómo se “encarna”, cómo se representa en los textos esa violencia que ejerce el silencio sobre la memoria?
Dos son las estrategias privilegiadas en su representación: lo silenciado puede ser una situación propia de la trama, de lo argumental[6]; es un procedimiento dominante en los textos españoles y sudamericanos escritos durante las dictaduras o en los años inmediatamente posteriores. El silencio aquí manifiesta la violencia vivida por los protagonistas (el miedo, la prohibición, la censura, la resistencia) que la existencia misma del texto parece contribuir a mitigar[7]. A su vez, en la narrativa de los años más recientes el entramado de silencio y violencia no solo se representa en la historia contada, sino que atraviesa la enunciación, y forma parte del proceso de escritura a través de mecanismos y técnicas que vuelven al texto reticente, evasivo. El relato gira en torno a cuestiones siempre oscuras, a secretos sin resolución e historias que parecen no cerrarse. Ambas estrategias están relacionadas entre sí y pueden darse en simultáneo: en la primera, el silencio forma parte de la tragedia que viven los personajes; en la segunda, pertenece a la retórica textual. Violencia y silencio están así unidos tanto en la práctica de la escritura como en la representación que cuenta la trama. Este doble vínculo se vuelve esencial en la mayoría de los relatos pertenecientes a la llamada generación de «HIJOS» del Cono Sur, sean o no descendientes de las víctimas de las dictaduras. Es clave en la colección de cuentos 76 (2014) de Féliz Bruzzone y en novelas como Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela y Una muchacha muy bella (2013) de Julián López, en las que se reitera, en el nivel de la enunciación, la pregunta –tácita o no– en torno a si es posible o no decir, y si no decir es simplemente callarse[8].
Hay que recordar la conocida frase de Borges en el cuento “El jardín de senderos que se bifurcan”: “Omitir siempre una palabra […] es quizá el modo más enfático de indicarla” (479). Sin duda, en literatura, lo “no dicho” no es necesariamente silencio. Es que la escritura puede hablar a través de pausas, de tropos, de brechas informativas; de toda una retórica que hace elocuente una escritura reticente. Lo dicho y lo silenciado entonces participan de la misma condición discursiva: el silencio “dice”, se manifiesta en el lenguaje, a la vez que expone toda su violencia. En suma, el lenguaje no es ajeno a ella, puede constituir uno de sus canales privilegiados, puede callar y puede decir por medio de múltiples tácticas. Pluralidad de formas de violencia, pluralidad de perspectivas, representaciones y usos de los discursos –ya sea que se inscriban silenciosamente o se expongan hasta la provocación– abren un vasto campo de alternativas. Narrar la violencia política entonces implica una búsqueda que vincula íntimamente la ética a la estética; con muy diversas estrategias –argumentales o textuales– los relatos construyen lo que he llamado una ética de la escritura que puede entenderse como una perspectiva del relato que va más allá de la historia misma y que implica una posición ideológica del texto.
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En todos los casos, en el amplio corpus narrativo constituido a lo largo de las últimas décadas, no parece haber mucho espacio para una elaboración que suponga una “resiliencia” y una afirmación de la apertura a una nueva vida. Sin duda, la literatura de este período –ya sean los relatos de las recientes generaciones en el Cono Sur como los del resto de América Latina– parece cuestionar la búsqueda de opciones para dejar atrás el trauma, superar la violencia y encontrar alguna forma de futuro. La resiliencia –término tan de moda en la reflexión actual sobre las posibilidades de “superación” del trauma– propone un camino que, a través de un duelo, lleva a sobreponerse de modo positivo a ese pasado terrible y seguir adelante. Sin embargo, el concepto tiene una buena dosis de ambigüedad y se vuelve un tanto sospechoso: de alguna manera sostener la memoria y la resistencia, persistir, no encaja con esta propuesta. En la mayor parte de la narrativa, esta resiliencia está ausente, se hace imposible y, por lo tanto, no resulta una alternativa válida. Antes bien, supone un camino hacia el olvido y, sobre todo, hacia la adaptación que podríamos pensar como otra forma solapada de violencia. Es decir, la ficción contemporánea subraya la imposibilidad de esa supuesta vía “superadora” del pasado en busca de algún futuro venturoso. En un mundo precario, el pasado está presente y el futuro conlleva el imposible olvido del horror vivido; la narrativa enfatiza de este modo la ausencia de soluciones posibles por medio de historias y personajes sin esperanzas, marcados por la violencia vivida y por la incertidumbre del porvenir.
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Si los textos ficcionales parecen señalar la dificultad de enfrentar el futuro desde este frágil presente lleno de violencia, la práctica de los intelectuales no hace más que subrayar esta impotencia. Es evidente que los discursos exponen hasta el cansancio la terrible realidad, pero no tienen ninguna incidencia efectiva ni alternativas concretas de acción. Índice de esta situación es la búsqueda que plantean múltiples ensayos como el de Butler, mencionado al comienzo, u otros más recientes como los de Adriana Cavarero y de Rob Riemen. Cavarero acuña el término horrorismo puesto que, si «la violencia invade y adquiere formas inauditas, la lengua contemporánea tiene una dificultad para darle nombres plausibles» (16). La autora propone que la atención se dirija a la condición de vulnerabilidad absoluta del quien sufre la violencia, no al acto de quien la ejerce, es decir, propone adoptar el punto de vista de la víctima inerme. De este modo, el horrorismo describe “una violencia que, no contentándose con matar, porque sería demasiado poco, busca destruir la unicidad del cuerpo […] como si la violencia extrema, vuelta a nulificar a los seres humanos antes aún que a matarlos, debiese confiar más en el horror que en el terror” (26). Este regreso del foco de atención a la víctima inocente, cuya muerte puede ser provocada «casualmente y unilateralmente» (11), nos remite a las matanzas, a las masacres, tan presentes en las ficciones latinoamericanas; violencias que se vuelven historias de nuestro presente –o de la continuidad entre nuestro pasado y nuestro presente.
A su vez, Riemen, como un nuevo “alertador del incendio”, nos recuerda que el fascismo siempre estuvo ahí y “debemos reconocer que se ha vuelto activo nuevamente en nuestro cuerpo social” (25). En este estado de cosas, “somos confrontados con el refinado arte de la mentira y el torcimiento del significado de las palabras” (20). Si bien ambos ensayistas pertenecen al ámbito europeo, su pensamiento posee una inquietante validez para nosotros en el actual estado de cosas en América del Sur. También estamos inmersos en el regreso del fascismo, la violencia extrema, la ausencia de seguridad y legalidad, la mentira presentada como “una narrativa novedosa”. La “pos-verdad”, en fin, que invade nuestra vida y frente a la cual parecemos impotentes, pero a la que debemos resistir ocupando el lugar que Chomsky le asigna al intelectual: el de exponer las mentiras y responsabilizarse de decir la propia verdad.
Por eso, los últimos trabajos mencionados, lejos de hablar solamente de la historia de horrores en la que se fue gestando nuestra modernidad, apuntan a lo más terrible, a nuestra condición de seres inermes en el mundo actual, sujetos siempre al terror, a lo impredecible, a la incertidumbre sin remedio. Formas extremas de la violencia que se han ido desarrollando y amenazan con llegar en un futuro próximo a su momento culminante… quizá a sus formas “más perfectas”.
Textos citados:
Amar Sánchez, Ana María. «El trazo oblicuo. Representaciones sesgadas del horror en la narrativa del Cono Sur», pp. 49-60. En Vivanco Roca Rey, Lucero de. (ed.). Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina, Chile y Perú. Santiago de Chile: Ed. Universidad Alberto Hurtado, 2013.
Agamben, Giorgio. Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001.
Borges, Jorge Luis. Obras completas. Tomo I. Buenos Aires: EMECE, 1974.
Butler, Judith. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós, 2006.
Cavarero, Adriana. Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea. Barcelona: Anthropos, 2009.
Chomsky, Noam. La responsabilidad de los intelectuales. Buenos Aires: Galerna, 1969.
Halfon, Eduardo. Mañana nunca lo hablamos. Valencia: Pre-textos, 2011.
Hilb, Claudia. Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta. Buenos Aires: Siglo XXI, 2013.
Riemen, Rob. Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo. Buenos Aires: Taurus, 2017.
Traverso, Enzo. La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales. Barcelona: Herder, 2001.
Wittgenstein, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Tecnos, 2007.
Notas de pie
[1] La larga cuarentena, las dificultades de la vida con problemas económicos, el miedo al contagio, el constante bombardeo de noticias y de opiniones –en muchos casos expresadas sin mucha reflexión– llevaron a una rápida politización de la enfermedad y se convirtieron en campos de batalla; de este modo, los grupos de derecha, neonazis, fascistas, antivacuna, anticuarentena, etc., hicieron su entrada en la escena política con toda su virulencia.
[2] Piénsese en el golpe de Estado en Bolivia de 2019 y la terrible represión a las protestas en Chile, también en 2019 –y hasta la pandemia–por parte de un gobierno heredero de la metodología, y de la Constitución, pinochetistas.
[3] En la actualidad, y con otro gobierno democrático, el macrismo funciona como una enfurecida oposición con un plan desestabilizador permanente; es decir, una variante de lo que se ha dado en llamar “la nueva derecha” en el resto del mundo: intolerancia, odio, negación de la pandemia, etc.
[4] El libro, que recoge numerosos testimonios, fue escrito en colaboración con Eleonora María Smolensky. Tantas voces, una historia. Italianos judíos en la Argentina 1938-1948 se publicó en Italia en 1998 y en Argentina en 1999. La reedición de 2018 corresponde a la editorial Eduvim de Villa María, Córdoba. La presentación de esta nueva edición se realizó en el marco del Coloquio El imaginario testimonial en el Cono Sur, organizado por Teresa Basile y Miriam Chiani en la Universidad de La Plata (4 y 5 de noviembre de 2019).
[5] La expresión corresponde a Walter Benjamin y sirve de título al primer capítulo de La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales de Enzo Traverso, donde se refiere a aquellos intelectuales que dan la alarma, reconocen la catástrofe con anticipación, la nombran y la analizan.
[6] Una extensa tradición de ficción política narra en el orden de la trama el silencio como una de las formas más terribles de la violencia. Esto es evidente en la narrativa española de las últimas décadas, quizá por la necesidad de dar cuenta y asimilar los cuarenta años de silencio opresivo sufridos, como se ve en Un largo silencio (2000) de Ángeles Caso. Aquí sobrevivir, para generaciones de mujeres que han perdido la guerra, implica un repliegue en el silencio interior. El relato da cuenta de las diversas alternativas para llevar adelante la necesidad de resistir la imposición de las nuevas “verdades” y creencias obligatorias.
[7] Textos como El ojo del alma (2001) del chileno Díaz Eterovic, Ni muerto has perdido tu nombre (2002) del argentino Luis Gusman, Nunca segundas muertes (1995) del uruguayo Omar Prego Gadea, insisten en la vigencia soterrada del miedo en la vida cotidiana de la democracia. Los secretos y el silencio en que están inmersos algunos personajes no impiden un desenlace en que la palabra se impone y alguna clase de verdad, incluso de justicia, sale a la luz.
[8] Si bien me enfoco en la narrativa del Cono Sur, específicamente la argentina, para este ensayo, el trabajo con el “no decir”, con el silencio y lo sesgado atraviesa muchos textos contemporáneos de la narrativa latinoamericana. Piénsese, a modo de ejemplo, en un relato como Mañana nunca lo hablamos (2011) del guatemalteco Eduardo Halfon.