David Chávez
La noción de crisis en el sistema de educación superior en el país podría parecer reciente, pero es en realidad una preocupación que tiene décadas. Desde fines de los setenta este problema empieza a plantearse con insistencia y más o menos en los mismos términos. Algunos de las aspectos del diagnóstico son el deterioro en la calidad académica, precariedad en la labor docente, escasa inversión gubernamental, dificultades de acceso y falta de democratización, etc. Hacia los años ochenta y noventa esas condiciones se agudizaron notablemente de la mano de la aplicación de políticas de ajuste estructural. Esto dio lugar a dos interpretaciones del “problema de la universidad”, la de los neoliberales que veían en la burocracia y el “control político” las causas fundamentales de la grave crisis universitaria, y la de la izquierda tradicional que las encontraba precisamente en aquellas políticas de ajuste. El cuadro de las interpretaciones se completa con una muy curiosa, influida por las teorías posmodernas, cierto esencialismo étnico y la retórica decolonial, que hablaba del agotamiento de la universidad como forma cultural, baluarte de todos los “horrores” de la modernidad (racionalidad, universalidad, cientificidad) no solo era una institución cuestionable, sino que debía ser rechazada y sustituida por una “pluriversidad”.
La euforia “decolonial” de esta última interpretación se acercaba notablemente a las más rabiosas visiones posmodernas sobre la universidad en la sociedad contemporánea. Era precisamente uno de los gurúes de esa filosofía, afortunadamente olvidado ya, Jean-François Lyotard, quien planteaba el surgimiento de formas de saber ajenas a la tradición rígida y monolítica de la modernidad, saberes fluidos, saberes “otros”, saberes descentrados, etc. Claro, Lyotard pensaba más en los centros de investigación privados que en las prácticas ancestrales de pueblos no occidentales. Pero, la coincidencia en el cuestionamiento al universalismo moderno en nombre de un particularismo post o no moderno es muy llamativa. Ese cuestionamiento tiene sus raíces en la enredada trama ideológico-práctica que legitima al capitalismo contemporáneo.
Se ha dicho ya que este comportamiento del saber, su fluidez y su desfiguración universalista, se corresponden con el carácter que asume el capitalismo en las últimas décadas del siglo XX. El geógrafo David Harvey lo define como “acumulación flexible”, el proceso global que marca el fin del “fordismo-keynesianismo”. No resulta demasiado sorprendente que el pensamiento sobre la sociedad se torne volátil cuando el capital abandona sus viejos anclajes espaciales, forma social al fin, es el fundamento de organización de las relaciones sociales en su conjunto, su sustrato elemental, una profunda alteración de ese sustrato indudablemente tendrá resonancia en otros ámbitos. Un capitalismo, que algunos creen “nuevo”, que expande con mucho mayor aceleración el consumo de objetos desechables y tecnología destinada a la obsolescencia inmediata hasta el Big Data y la ontología personalizada y efímera de las redes sociales. Producción física y virtual, objetiva y subjetiva se diría en un lenguaje más clásico, de todos los excesos particularistas frente a la excluyente universalidad del capital.
Pero esa relación entre saber y capital no es solamente un metafórico paralelismo. Recuerda una premonición hecha por Marx en la que afirmaba que en cierto momento del desarrollo del capitalismo la ciencia y la técnica se volverían “fuerzas productivas directas”, es decir, factores de producción que no son producidos, que están disponibles de un modo semejante a los bienes directos de la naturaleza tal como la fertilidad del suelo, por ejemplo. Es lo que denominaba como “intelecto general”. Y esto sería efecto de una prodigiosa realidad histórica de las contradicciones capitalistas, llegadas a ese momento la ciencia y la técnica son –como nunca antes- expresión directa del trabajo colectivo, atributos automáticos de la expresión máxima de la cooperación universal, que terminan convirtiéndose en atributos del capital y propiedad de los capitalistas.
En estas condiciones, la apropiación privada del saber colectivo y universal es una ley de hierro en el capitalismo contemporáneo. Todas las actividades requieren del soporte informático y entonces la renta tecnológica se convierte en uno de los ámbitos en los que tiene lugar una de las más colosales concentraciones de ganancia capitalista. Una complicada alianza de enormes capitales corporativos, financieros y tecnológicos constituye la deslumbrante infraestructura sobre la cual un puñado de nerds, que abandonaron sus estudios en las más prestigiosas universidades estadounidenses, ascendieron vertiginosamente a la cúspide del obsceno grupo de los diez multimillonarios que poseen una fortuna equivalente al total de lo que precariamente poseen las 3600 millones de personas más pobres del mundo. En ese contexto, las universidades privadas de élite, articuladas a los capitales corporativos desde mucho antes, salieron ganando frente a las públicas.
En uno de sus balances sobre la crisis del marxismo, el historiador Eric Hobsbawm llamaba la atención sobre esta novedad en las instituciones universitarias y científicas de los países hegemónicos, había surgido un modelo enteramente nuevo, una nueva promesa, la del científico o el académico millonario. Los inconformes estudiantes de los sesenta y setenta que se miraban como intelectuales y militantes revolucionarios habían sido sustituidos por otros que anhelaban inventar un dispositivo en el garaje de las casas de sus padres para dar “el gran salto hacia delante” que los llevaría a algún enorme penthouse en un rascacielos de Nueva York. América Latina y el Ecuador siguieron, siempre con sus particularidades, la misma senda. Los estudiantes universitarios que antes soñaban con ser guerrilleros habían dado el paso a los que deseaban también convertirse en empresarios o –cuando menos- “emprendedores”, construyendo su particular versión del científico millonario por relatos lejanos en televisión, primero, y por muy vividos y cercanos relatos en redes sociales, después. Del referente del Che al de Gates, Zuckerberg o Bezos. La crisis institucional de nuestras universidades corresponde a estas dinámicas globales, difícilmente la entenderíamos en toda su profundidad si dejamos de verlas.
¿Universidad neoliberal o neodesarrollista?
En la universidad pública ese nuevo régimen de saber capitalista tuvo, cuando menos, tres características. En primer lugar, se sobrevino un tortuoso proceso de descomposición que terminó por desconectarla completamente del resto de la sociedad, tanto en relación con los limitados circuitos científicos nacionales –cuando existían- como con los actores sociales con los que históricamente había mantenido vínculos importantes. En segundo lugar, el asenso de las universidades y centros de investigación privados que progresivamente capturaron buena parte de las condiciones anteriormente creadas en las universidades públicas, estos espacios se destinaron principalmente a los sectores medios y las élites. En tercer lugar, la proliferación de universidades privadas de pésima calidad, las llamadas “universidades de garaje”, dirigidas a los sectores populares. El “libre” mercado capitalista funcionando a toda máquina en relación con los flujos de conocimiento de un subdesarrollado país periférico: desregulación total del mercado universitario, ausencia total de cualquier tipo de control efectivo e inexistencia de políticas públicas.
Para las universidades públicas los resultados fueron desastrosos: universidades sin dirección, algunas de ellas convertidas en empresas (una operaba un campo petrolero), facultades subordinadas al financiamiento de empresas privadas en nombre de la “autogestión” (empresas petroleras privadas financiando facultades de ingeniería en petróleos, farmacéuticas las de medicina y así por el estilo), búsqueda desesperada de consultorías diminutas por parte de facultades y carreras, docentes precarizados, matrícula diferenciada (que significaba una restricción de la gratuidad). Y todo esto sucedía bajo el mando de los marxistas-leninistas-maoístas en buena parte de las universidades públicas. Están por hacerse estudios de cómo la crisis y la “neoliberalización” de las universidades fue aún más dramática en las instituciones controladas por aquel grupo político. Ciertamente algunas instituciones de educación superior, las politécnicas especialmente, lograron sobrellevar el vendaval neoliberal neoliberalizándose en mayor o menor medida; pero el efecto general sobre el sistema nacional fue lamentable.
El gobierno enfrentó la situación dejando de lado la política de “laissez faire, laissez passer” dominante hasta ese momento. Evaluar la calidad de las universidades y cerrar las que no cumplían con estándares mínimos fue el primer paso. Luego vino la reforma de todo el sistema de educación superior iniciada con la Ley Orgánica de Educación Superior (LOES). Los sectores de oposición criticaron con mucha dureza el proceso, se llegó a hablar de una “reforma autoritaria” que estaba imponiendo un “modelo neoliberal” de universidad, no faltó quien hable de privatización de la educación y beneficio para las universidades privadas.
Se podrían exhibir indicadores, informes técnicos e investigaciones serias para sustentar el argumento de que la reforma fue mucho más positiva que negativa, pero quizá es mejor evidenciarlo por contraste. El “llamado al orden (neoliberal)” que supuso el gobierno de Moreno derrumbó cierta mitología anticorreísta respecto de las universidades públicas. Claramente en estos últimos años se vivió un severo retroceso en relación con los avances logrados en años anteriores.
En relación con las universidades públicas, el gobierno de Moreno hizo su primer ensayo de recorte con el presupuesto de 2019, se tomó la decisión de recortar el 10% del presupuesto, una poderosa movilización estudiantil y una conciencia colectiva aún no tan infectada de neofascismo impidieron el recorte, aunque fueron las autoridades universitarias que habían reaccionado con tibieza tardía quienes se atribuyeron el logro de las y los estudiantes. De todos modos, habían propinado ya el primer golpe, el presupuesto no tuvo el incremento anual que correspondía de acuerdo a la ley, se decidió mantener el mismo presupuesto del año anterior. Pero lo peor llegó con el presupuesto de 2020, la proforma presentada a fines del año 2019 incluía una reducción de alrededor de 36 millones de dólares, esta se hizo mediante uno de los recursos preferidos del actual gobierno: mentiras y piruetas leguleyas. Como es sabido, Moreno, sus ministros y las élites aprovecharon el desastre provocado a causa de su canallesca ineptitud para profundizar decididamente el más violento programa de ajuste estructural del que el Ecuador tenga memoria, la pandemia se convirtió en el momento ideal para realizar plenamente su venganza de clase. El pretexto sirvió para quitarles a las universidades casi 100 millones de dólares. Podría sorprender, pero no tanto si se tiene en cuenta que también los recursos de la salud pública fueron recortados, ¡en medio de la pandemia! Las consecuencias para la educación superior pública fueron los despidos de profesores, la parálisis de las actividades de investigación, la precarización de la actividad docente por aumento de carga horaria y número de estudiantes, etc.
Sin embargo, un aspecto sustancial había variado, la movilización no fue tan significativa por las obvias restricciones de la pandemia, pero también debido a otro factor, la legitimidad del neoliberalismo en la sociedad había crecido. Así por ejemplo, los medios de comunicación de derechas –aliados incondicionales del gobierno y los sectores dominantes- se empeñaron en una ruin campaña de desprestigio en contra de las universidades públicas. Las autoridades universitarias se hallaban empeñadas en proyectar una imagen de “buenos amigos” del gobierno que provocaba escasas y tibias reacciones, algunos profesores asumían con arrebato la precarización del trabajo docente ofreciéndose como voluntarios para asumir el trabajo que dejaban los colegas despedidos (‘desvinculados’ en la tramposa fraseología del neoliberalismo), y claro nunca faltaron los “superpolitizados” que acusaban al anterior gobierno de la situación provocada por el actual al que le habían dado su entusiasta apoyo hasta hacía poco. ¿Consenso u obediencia frente al autoritarismo neoliberal? Ambas cosas, lo insólito es que ocurría pocos meses después de la insurrección de Octubre.
En el capitalismo no existe el “sacrificio colectivo”, el “todos perdemos”, su “creatividad destructiva” distribuye los costos en términos políticos, es decir, de poder, seamos más precisos: de poder de clase. Es común entonces que las crisis las paguen las inmensas mayorías trabajadoras (en un sentido muy amplio), mientras las minúsculas en el peor de los casos ven recortadas sus ganancias o ven caer a uno que otro de los suyos en desgracia, nada que lleve al pánico. Los recortes pandémicos a la educación, la salud, los salarios, el empleo sirvieron para prepagar deuda externa y no cobrar impuestos a los ricos. Ciertos sectores como el farmacéutico, el de comercialización masiva de alimentos y la banca, por su parte, tuvieron ingentes ganancias gracias a la pandemia.
En el caso de la educación superior, el contraste de las experiencias de política pública vividas en los últimos casi catorce años puede servir para no desorientarse a la hora de evaluar qué políticas favorecen una tendencia de mejoramiento y democratización de la educación superior, desplazando el falso dilema de que o es mejoramiento o es democratización. Por supuesto, también para señalar límites y equívocos. Tampoco se trata de caer en el delirio, las políticas de todo orden impulsadas por los gobiernos progresistas no son revolucionarias, no hay mucha novedad en decir eso, pueden entenderse como estrategias de contención al avance neoliberal, estrategias que operan en el marco del capitalismo y que asumiendo esas reglas abren posibilidades democráticas en el sentido fuerte. Una disputa casi táctica por los bienes comunes y el valor de lo público en tiempos de capitalismo total. En tiempos en los que impera la renta tecnológica que sostiene a gigantescas corporaciones es poco realista creer que se puede crear ese tipo de renta de la nada, pero también es fantasioso suponer que nada se puede hacer en contextos como el nuestro, de manera muy parecida a la necesidad de tener en cuenta las diferencias sustanciales que aparecen cuando la renta de los recursos naturales es controlada por el estado o las empresas privadas. El ejercicio de la menoscabada soberanía nacional en el estrecho margen que deja el capitalismo mundial ayuda –cuando menos- a contener la devastación que el neoliberalismo trae consigo.
La pandemia nos ha mostrado como nunca la economía política de la ciencia y la tecnología. La competencia capitalista por las vacunas constituye una colosal vergüenza para la humanidad, pero la aceptación del autoritarismo capitalista en el mundo es tan profunda que las críticas son marginales. La pandemia debería servirnos para poner en el centro de la discusión qué significa ejercer soberanía sobre la ciencia y la técnica vueltas fuerzas productivas directas y cuál es el lugar que las universidades públicas tienen en esa disputa.