Lizbeth M. Zhingri
Para María
Escribo en medio de una pandemia global que a veces parece instaurarse con su pesadez muy adentro de la carne que habito. La necropolítica que ha hecho de la emergencia sanitaria su caballo de Troya, se abre paso en lo público y privado, luchando por desmovilizarnos con su frío paralizante. Cierro los ojos para rememorar cómo era todo antes de esto. ¿Diferente? Sí, pero no tanto; sin embargo, en el pasado hallaba tus manos compañera, sosteniendo junto con las mías las banderas verdes, moradas, anaranjadas del ocho de marzo, tensando cuerdas, contando capillos, cargando megafónos y tejiendo sentido. Hoy extraño tanto verte, atestiguar el fuego que es tu vida, organizar la rabia junto a ti; entonces te invoco para escribir con tu nombre en mi memoria, esta denuncia al régimen en el que re-existimos, cuya violencia no ha sido capaz de frenar un segundo nuestra desobediencia.
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Ser buena mujer, es un mandato del patriarcado blanco y capitalista que, en pleno S XXI tiene por objetivo dominarnos en cuerpo, mente y espíritu. La desbediencia hacia ese mandato se traduce, sin exagerar, en una sentencia de muerte o en el mejor de los casos, en una condena dolorosa. Cubiertos de una aparente naturalidad, el castigo y la tortura se han constituido como política de Estado, instaurando un régimen bajo el cual todas somos potenciales criminales, restringiendo cualquier camino para forjar nuestros destinos conforme el tamaño de nuestros sueños, expectativas y esperanzas.
La corrección, persecución y/o el castigo funcionan de formas tan certeras para evitar la realización de cualquier desobediencia o su repetición, que cuestionarlo es atacar todo el marco cultural patriarcal que imagina y hace posible la deshumanización de mujeres y diversidades sexo-genéricas. Uno de los más claros ejemplos se vivió en Ecuador en el marco del debate sobre el Código Orgánico de Salud (COS), proyecto de ley que después de ser aprobado por la Asamblea Nacional fue vetado en su totalidad por parte del Presidente de la República, Lenin Moreno.
Durante esos días, el discurso moralizante sobre la sexualidad humana y los valores judeocristianos a través de los cuales tenía que entenderse la vida, fueron dos constantes en la agenda de los medios de comunicación tradicionales. Las autoridades eclesiales aprovecharon para recordar los significados pecaminosos que, según la doctrina religiosa, nuestro cuerpo contiene ocultos desde los tiempos de Eva. Así, a través de púlpitos y micrófonos, propagaron un mensaje que fue bien recibido por los legisladores, quienes a su vez, haciendo eco de ésta retórica evangelizadora apelaban a la corrección y al castigo de la desobediencia en nombre de Dios Padre Patriarcal. Incluso la Vicepresidenta del país, María Alejandra Muñoz, amenazó con renunciar si el Ejecutivo no cedía al chantaje eclesial, fungiendo así como pieza útil para un poder caduco, a cambio de su propio descanso eterno.
Entre el conjunto de propuestas que incluía el documento se incluían: la obligatoriedad de atención médica durante emergencias obstétricas, la conceptualización de la violencia gineco-obstétrica, el acceso a educación sexual y reproductiva integral para adolescentes, la prohibición de operaciones de asignación de sexo y la prohibición de las mal llamadas “clínicas de deshomosexualización”. Derechos que de por sí están garantizados por el Estado Constitucional, pero que empezaron a debatirse en la opinión pública, posibilitando que después del veto su aparente restricción fuera la base para los festejos de grupos religiosos y antiderechos.
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Si pudiera contarles algo a todo este conjunto de políticos, líderes religiosos y fundamentalistas de la moral es que lejos de resguardar la vida, su doctrina se ha mantenido obligando a miles de niñas y mujeres a pagar la cuota de sangre que su cielo católico-apostólico-romano les exige como prueba de redención, que para nosotras el portarse bien, más que una guía, es una amenaza velada que cada año cumple su promesa cruel de torturar nuestros cuerpos, forzando maternidades, clandestinizando derechos.
Sin embargo, esto es algo que ellos saben y por ello, bajo el paradigma de lo bueno y correcto, las mujeres desobedientes que son fuego de vida están condenadas a morirse desangradas en las baldosas frías de algún hospital, o a caminar errantes en mercados clandestinos, buscando medicinas que el Estado niega dentro de su política de salud pública, pues interpreta como criminal el derecho a decidir. Tan radical es su deseo de control que autorizan, incluso en las niñas más pequeñas, la tortura por un embarazo cuyo peso su cuerpo no resiste.
Es de una crueldad absoluta constatar cómo, a pesar de todo esto, desde los medios y los púltpitos se reclama estos cuerpos para material de crónica roja o misa dominical, donde las palabras lanzadas desde el privilegio patriarcal, terminan de convertir esos cuerpos en guiñapos dolientes, llenándoles de crímenes inventados y pululándoles como moscas los pecados.
En nuestra desobediencia sabemos que ellas son mucho más que eso. Son niñas y contienen sueños, son jóvenes y emanan fuego, son mujeres y mueven el mundo, son disidencias que reclaman el pan y las rosas para su vida. La responsabilidad por sus muertes en dolor y clandestinidad recaerá siempre en todos los dedos inquisidores, en las iglesias, juzgados y gobiernos, en cada periodista miserable que en vez de libertades narra traumas, en cada fundamentalista que ojos-ciegos-oídos-sordos decide mirar hacia arriba implorando autorización para dictar condenas en nombre de un Padre y en nombre de un Cielo que, de existir, serán los primeros en rendir cuentas.
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Con tanta firmeza y fuerza lo sabemos, que cuando el Senado argentino aprobó la legalización del aborto en la nación, en toda Latinoamérica cantamos fuerte la alerta feminista. Con lágrimas en los ojos y los cantos que de pura alegría querían salir atropellándose unos a otros por nuestra garganta, atravesamos fronteras, saltando la cordillera, para abrazar a todas esas mujeres que lloraban de puro júbilo en plena plaza y jurarnos que en todos los lugares muy pronto será ley.
Será ley por todas las socorristas, comadres, amigas, vecinas o hermanas que acompañan la desobediencia, que gestionan esa medicina que el Estado no otorga, que atienden las emergencias que la conciencia patriarcal no quiere, que cuidan, están, organizan, arengan…
Será ley por todas porque nos queremos vivas y en dignidad, desobedientes, disidentes y desertoras hasta el fin, será ley porque la marea verde está viva e inunda con furia cada calle, plaza y casa para que la violencia y el terror no pasen nunca más.
Y será ley por vos, compañera.
Por todas las warmis peleando en los Andes
y por Las Comadres que nos acompañan
por todas las guambras cambiando la historia
por todas las guaguas robadas su infancia
cantamos sin miedo
¡pedimos justicia!
“Canción sin miedo”, versión Ecuador.
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