Gabriela Ponce
Universidad San Francisco de Quito USFQ
y Bertha Díaz
Universidad de Cuenca
No tenemos muy claro cuándo comenzamos esta correspondencia. Estos apuntes que ahora compartimos se suscitan de un corte arbitrario que hemos generado en nuestro ejercicio de confabulación extendido en el tiempo. Lo que fue en principio una especie de resonancia secreta y a distancia puso, con el tiempo y la duración, en manifiesto nuestra inquietación en común por el teatro (o tal vez fue a la inversa), que ha provocado la construcción de un puente para estar juntas, para que se haga visible una red de afecto-acción-pensamiento que nos interpela, alimenta y rehace… un escenario para escribir y reescribirnos, para tocar el espacio, el tiempo: la vida, de modos que solo se despiertan mientras atravesamos y construimos un puñado de instantes sensibles.
Gabriela:
1.
¿Cuál es el tiempo de una escritura? ¿Su duración, su forma de actuar en nosotros y, el modo en el que va haciéndose lenguaje? ¿Cuándo empezó a escribirse este texto? ¿Cuál es la comunidad que lo atraviesa y le da cuerpo? ¿Cómo se escribe entre dos? ¿Cuáles son las escenas de una amistad que renuevan una complicidad común, una pasión compartida?
Bertha lanza una primera enunciación que me invita a intervenir. Escribe sobre dislocación y entonces viene a mí un primer interés por rastrear esa inquietud nuestra por eso que pierde su lugar y se sitúa en el estado de recomposición; de aquello que se mueve de “su” lugar. Dice Rancière: “la emancipación no implica un cambio en términos de conocimiento sino en términos de posición de los cuerpos” (2011, p. 259). Me pregunto entonces si esta escritura empezó cuando nos planteamos, hace años, la creación de una malla pedagógica pensando juntas las posibilidades de una redistribución de los cuerpos dentro de las jerarquías impuestas por cierta tradición teatral. Si entonces, ya rondaba en nosotras una sospecha sobre el modo en el que el saber hacer (teatro) -en nuestro medio- se sostenía en una idea de “escena” demasiado restringida; en una relación menguada con los propios medios de representación teatral. Por un lado, pensábamos que sobrevivía -y sobrevive aún- una lógica que a ambas nos incomodaba y que me devuelve a Rancière, ¿Quién tiene derecho a pensar al interior de ese entramado de subordinaciones que organiza el lugar de los cuerpos en el escenario? Pero, además, porque la misma idea de “escena” se valida en función de una concepción estacionada de teatro, cuyas políticas de visibilidad no han sido para nada revisadas.
Detrás de la idea de dislocación, en la que se verifica una pérdida, aparece también el afán de reemprender el camino: desde el desvío, la suspensión o incluso el extravío, expandir las posibilidades de esa locación. Creo que desde esa primera escritura conjunta se dispuso una complicidad para ensayar otros espaciamientos posibles que ahora asoman como escenarios o paisajes o extensiones de la amistad. La experiencia de esta escritura, que acontece entre esos escenarios, busca trazarse a partir de los desvíos que se producen al interior de la experiencia teatral: ¿Qué fue sino el encuentro con Rubén Ortiz y La Comuna? ¿Qué trama discreta se abrió entre quienes compartimos esa experiencia renovadora de teatralidad y de afecto?
En un primer momento, que duró varios días, escuchamos a Rubén activar una serie de reflexiones relativas también a la distribución de los cuerpos en el espacio, atendiendo a una constatación histórica amortiguada en el tiempo por la autoridad del discurso. El espacio teatro, sus instrumentos de direccionamiento de la mirada, las (in)visibilizaciones que han sostenido sus sistemas de ordenamiento disciplinar, nos exigen pensar en unas políticas de la escena para desmontar juntos, de unas prácticas en común que deriven hacia una desorganización de cierta matriz ideo-espacial: caminamos juntos mientras recogemos basura para armar un poema nuestro, inmenso, del que cuelga la palabra hecha entre los pasos y las manos y el atardecer y las voces de una comunidad efímera de la que somos parte y que nos emociona precisamente por cuánto nos desvía de la sala de teatro. Por el modo en el que habilita la teatralidad de un paisaje y sus transeúntes, de la basura y su potencial poético, del encuentro con el desconocido para crear con él. Se reformulan a partir de esa experiencia preguntas que ya estaban rondándonos: ¿Cuáles son los escenarios en los que nos interesa actuar? ¿Cómo se reconfiguran las formas de relación cuando ciertas dislocaciones teatrales promueven un espacio creativo/afectivo colectivo? ¿Cómo se renueva también la mirada sobre un mundo repleto de potencia escénica?
2.
Hacer teatro implica siempre la práctica de poner en común y ocurre entonces en el marco de una estructura que nos impulsa al desacuerdo y nos demanda además un sentido particular de la hospitalidad. Entonces quisiera permitirme una digresión para referirme de modo brevísimo a otra escena compartida (que extiende la red de la amistad) y que se abre con la visita de Shaday Larios y Jomi Oligor a Casa Mitómana, quienes de modo profundamente delicado expanden con nosotros el horizonte de la política (y de la hospitalidad) también a la relación con los objetos y con la materialidad de la escena, con la disposición de las escenografías de la intimidad, de una proximidad con lo más pequeño. Lo común en palabras de Marina Garcés se entiende como un proceso de continuidades: “¿y si los cuerpos no están ni juntos ni separados, sino que nos sitúan en otra lógica relacional que no hemos sabido pensar? Más allá de la dualidad unión/separación, los cuerpos se continúan. No sólo porque se reproducen, sino porque son finitos. Donde no llega mi mano, llega la de otro. Lo que no sabe mi cerebro, lo sabe el de otro. Lo que no veo a mi espalda alguien lo percibe desde otro ángulo” (2013, p. 68). Entonces, (re)imaginar ese mundo común que implica el teatro nos convoca a pensar en establecer políticas de relación contiguas y no subyugadas con la materialidad de los cuerpos y del espacio, pero también con la memoria del objeto y lo inagotable de sus significados; que exponga el pensamiento como un ejercicio múltiple, fisurado, siempre abierto y ajeno para nosotras mismas y que devele la extrañeza de lo que se hace visible (el objeto): “lo que se escapa de mis ojos no es un algo visto ni un alguien que ve, sino precisamente, el acontecimiento del llegar a ser visible. Algo me llega y me salta a los ojos. Lo que ahí se retira es mi propia mirada (…) no alcanzamos a los otros en tanto otros sino que partimos de ellos” (Waldenfells, p.71). Más que un cuerpo adiestrado se advierte la necesidad de una corporalidad fragilizada, dispuesta para la alteridad; más que un público formado se ensaya el goce como una experiencia de salir de sí (Nancy) al lado de otros con igual inteligencia sensible para activar la poesía de las cosas.
Pero, ¿Qué derivas tiene todo esto para la técnica? ¿Para la dramaturgia? ¿Para la actuación? ¿Qué otros desajustes producen el pensar el teatro desde la matriz de lo común o las desjerarquización de sus recursos de representación? Sospecho que debería por lo menos significar revisar los modos en que las políticas narrativas son correlato de las formas de producción; y en esta medida también se vinculan con la posibilidad o no, con la decisión o no, de subvertir marcos conocidos de ejecución. Y, que nos debe exigir, pensar en las implicaciones que tiene hoy en día un teatro que sigue disponiéndose como un artefacto para contar una historia (clausurando las posibilidades de la teatralidad como ya lo advirtió Gertrud Stein hacia principios del siglo pasado), o que busca en esas posibilidades de la narración su horizonte de despliegue técnico, su afinidad con una domesticación arrogante o una tradición estacionada. Al fin y al cabo, ciertos mecanismos narrativos son consecuentes con una noción de entrenamiento que subyuga al pensamiento, que neutraliza al cuerpo y que pocas veces favorece la imaginación (en su sentido emancipatorio). La pedagogía teatral tendría que procurarle más bien a ese cuerpo el contacto con toda su inteligencia creadora, su potencia crítica para el desplazamiento de todo el dispositivo teatral hacia otros escenarios de interacción, de relación y de creación posibles. Resulta reaccionario seguir pensando en el teatro desde cualquier eje articulador sea este la destreza técnica del actor o la mirada omnisciente del director o la articulación de un texto para la claridad de su mensaje. Todo lo que además resulta en un sistema con implicaciones políticas y estéticas harto cuestionables.
No pienso la novedad como condición de la experiencia estética, pero sí creo que esta experiencia está plenamente comprometida con un proceso de reflexión permanente sobre sus recursos de representación, sus motivaciones políticas y su configuración histórica. La actualización de una técnica (un modo de hacer), su pertinencia depende de sus posibilidades continuas de subjetivación, siempre imprevistas, siempre renovadoras, siempre subversivas. Precisamente, la experiencia creativa es política en la medida en la que aloja dentro de sí esa sospecha que no cesa frente a sus propias funciones y a los protocolos de su técnica, frente a la articulación y los medios de representación con los que estas articulan sus ficciones.
3.
Vuelvo sobre el tiempo de esta escritura para capturar una ficción que presiento sigue actuando en nosotras, cuya duración tiene efectos en el teatro que pensamos y que hacemos, hablo de Los incontados: un tríptico de Mapa Teatro. ¿Cómo se actualizan esas imágenes en nosotras? ¿Cómo se reconstruye esa obra que cada una vio en un momento distinto, pero sobre la que hemos conversado tanto?
Siguiendo el trayecto de una amistad que se hace por aquello que nos emociona a la vez, de modo siempre distinto, incluso a destiempo (pienso en aquellos momentos en las que la presencia de la otra, de la amiga, aparece como un deseo, que nos invita a imaginárnosla a nuestro lado, volviendo a Marina Garcés: miraría lo que yo no alcanzo a mirar mientras intento transmitirle lo que es intransferible de esto que me conmueve tanto, y percibir en ella, lo que me es absolutamente desconocido de su emoción (a propósito dice Blanchot: “debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une”), ensayo una aproximación a la potencia de esa obra. Había algo en la fragmentación del relato que no solamente quebraba una secuencia narrativa sino que ponía en marcha varios deslizamientos y disparaba duraciones que no se agotan. Cómo me acompaña, siempre, esa última escena de la obra, en la que un actor manipula un títere, las voces del poeta Maiakovski abren de modos multiplicadores la idea íntima de revolución, disparando emociones que expanden los significados de lo que les precedió y de todo lo que seguimos imaginando a partir de ella, de esa obra que se deshace (que se desobra) cuando entra en contacto con la materia de nuestra emoción para afectar todo lo que vamos a pensar y a crear. En ese sentido, la obra actúa como un acumulado de imágenes cuya sucesión va desplegando otras, renovadas, posibilidades de lectura e interpretación. Esta experiencia hace que el concepto de montaje adquiera un sentido pleno mientras se teje una dramaturgia heterogénea: combinatoria delirante entre palabra e imagen, simultaneidad de espacios incompatibles, emergencia de tiempos y duraciones que se dilatan, cuya potencia sigue presente en el cuerpo con el pasar del tiempo; con una escenografía tan cuidada como atrevida cuya escritura se instala, se renueva y se vuelve materia disponible para nuestra imaginación por venir. Ese mismo sentido de montaje que se despliega para que el cuerpo del espectador esté inmerso en un proceso creativo singular, sintiéndose siempre invitado para tejer el relato personal (y para que su cara reflejada en una superficie que se visibiliza solamente al final de la obra, se vuelva verificación de ese gesto de hospitalidad en el que nos experimentamos a nosotros mismos inmersos en el dispositivo escénico y también, comprometidos con lo que acabamos de ver: otro relato de la violencia y sus modos complejos de operar).
El trabajo de Mapa Teatro vivifica una tradición plenamente teatral mientras la fractura, se sienten en ella el paso del performance, de la instalación, del teatro físico, de las narrativas posdramáticas y también claro, del extrañamiento brechtiano y del teatro más político: aquel que habilita la emancipación de los significados y de los lugares asignados (testigos que son actores, textos residuales que se sustraen a la narración; espacios que componen escrituras intermediales). Vivifica una tradición precisamente porque la fractura. O porque la pone en crisis. O porque actualiza la crisis dotándola de pertinencia histórica: la formación de comunidades artísticas con testigos de la violencia colombiana, la apuesta por esa emancipación poética que cuestiona la idea de que solo ciertos cuerpos pueden estar en el presente de la escena y conmovernos. Pero que también y necesariamente nos refiere a una reinvención que en ellos no cesa, no se acomoda, no se establece con el pasar del tiempo, ni como escuela ni como lenguaje, sino como una voluntad de investigación que ocupa espacios siempre diversos para ampliar las condiciones de posibilidad del teatro.
4.
Pienso ahora en una escena particularmente ilustrativa: en abril del año pasado, convocamos desde el departamento de Artes Escénicas de la Universidad San Francisco de Quito a las Primeras Jornadas de Pensamiento-Acción, a las que titulamos “Desplazamientos y (re)articulaciones en las artes escénicas”. Nuestro interés fundamental fue el de habilitar un encuentro que nos aproxime a prácticas actuales que activan los modos de hacer y de pensar lo escénico. En esas jornadas se pusieron en marcha laboratorios y talleres cuyos mismos formatos querían probar las posibilidades plásticas de nuestras disciplinas. En ese contexto contamos con la visita de Teatro Ojo, que además de ofrecer una conferencia performática, planteó un taller con el objetivo revisar el trayecto de su investigación, para lo cual convocamos a un grupo de estudiantes y profesionales del teatro quiteño. La escena que se desató al escuchar la experiencia del grupo puso de manifiesto para mí, la rigidez de unas prácticas escénicas (y pedagógicas) que en alguna medida retrata la imposibilidad de nuestro teatro de vivificarse en el movimiento que habilita el pensamiento crítico y autocrítico (pensar con y contra la(s) tradición(es). Jóvenes estudiantes de teatro que reclaman con molestia “eso no es teatro” y olvidan que la condición viva de su quehacer, como de cualquier disciplina artística, es la posibilidad infinita de su medio y quizá, en esa medida, es su oportunidad para considerar sus escenarios de acción y sus certezas: ¿Cuál es el medio del teatro? ¿Cómo pueden contextualizarse y actualizarse las tradiciones, las técnicas y los formatos? ¿Quién puede ocupar el escenario (qué cuerpos)? A esta última pregunta Teatro Ojo insiste en la misma respuesta: cualquiera (otra vez Ranciére). Y ahí se desata la defensa iracunda de quienes inmediatamente desestiman la libertad propia de la condición artística y su plasticidad, o que quizá quieren proteger la jerarquía que legitima su práctica y que a la vez bloquea su potencial creador, mientras les asegura un porvenir servil. Otra vez: ese teatro disciplinario y disciplinado, que arroga autorías, que establece jerarquías y que determina cómo ha de estar un cuerpo en el escenario, ese ojo que gestiona la mirada del público, direccionándolo por las regiones cómodas y acomodaticias de las narrativas que ha domesticado, mientras lo inhabilita para su imaginación es el teatro de ‘el maestro’ (y de toda la racionalidad patriarcal actuando a través de él), es un teatro y señalar sus lógicas históricas de operación implica un compromiso con el presente del escenario.
Teatro Ojo genera dispositivos que tensionan eso que comprendemos como el área de competencia del teatro: la escena. En los escenarios que nos propone la agrupación mexicana ocurre una suerte de desplazamiento de la mirada, que se desvía hacia unas teatralidades invisibilizadas, aplazadas o impensadas y que atienden a la urgencia que reclama la realidad de la violencia mexicana (una urgencia que exige también aproximaciones por fuera de lo previsible). Juliane Rebentisch en su texto Estética de la Instalación, entre otros temas, analiza la cuestión de la intermedialidad para observar de modo crítico como se constituye la experiencia estética en relación al medio de cada lenguaje, y dice “el medio es ahora el horizonte potencialmente infinito y abierto de las posibles formaciones de interrelación, dadas individualmente con cada obra de arte misma.” (p. 109). Me parece pertinente la cita, aunque la extraigo de un contexto de reflexión mucho más amplio, porque creo que se ajusta bastante bien al modo en que cada obra de Teatro Ojo propone una experiencia singular, en la medida en que aventura interrelaciones que acentúan las infinitas posibilidades del lenguaje escénico, mientras nos conduce a una pregunta que lo renueva: ¿dónde puede alojarse la experiencia del teatro? ¿En la piel del otro? ¿En una comunidad de palomas? ¿En una cruz parlante que aún espera activar los ecos del pasado proyectándose al porvenir? ¿En un call center, ubicado en el edificio teatro, en el que el tiempo de encuentro con el otro adquiere por fin la cualidad emancipadora de lo inútil, de lo extraordinario de todo encuentro? Teatro Ojo desorganiza la mímesis y eso me hace pensar en que esa es la subversión de nuestro tiempo, y que en su caso invita (por suerte) junto a ese desorden, a la experiencia de otra rigurosidad también posible. En su trabajo esta se encuentra precisamente en una comprensión amplia, sólida, arriesgada de la investigación (de otra cualidad del entrenamiento).
Son esas experiencias dislocadas y esas escenas memorables, esos espacios para subvertir lo heredado y esos acontecimientos imaginados juntas, lo que permea nuestra inquietud y son, también, los contenedores de nuestra reflexión conjunta: la red en medio de la cual nuestro movimiento va haciéndose comunidad, va compartiendo las formas del extravío y las rutas a las que nos arrojan las preguntas que nos siguen inquietando.
***
Bertha:
1.
Nuestro pensador ecuatoriano Bolívar Echeverría tiene una imagen preciosa que me vuelve a emocionar cada vez que percibo cómo resuena en los cuerpos de mis estudiantes (nos ha acompañado en varias clases) y desde ahí nuevamente en mi propio cuerpo. En Juego, arte y fiesta (2002), dicho autor dice lo siguiente:
El ser humano entiende su propia existencia como una transcurrir que se encuentra, tensado como la cuerda de un arco, entre lo que sería el tiempo cotidiano y lo que sería el tiempo de los momentos extraordinarios(…). Si no hubiera esta polaridad, contraposición y tensión, no existiría la temporalidad humana. El tiempo extraordinario (…) es el tiempo en el que la identidad o la existencia misma de una comunidad entra absolutamente en cuestión; es el tiempo de la posibilidad efectiva del aniquilamiento, de la destrucción de la identidad del grupo o es también el tiempo de la plenitud. (p.3).
Regreso a esta frase mientras leo las preguntas que lanza Gabriela al inicio de esta correspondencia-ensayo: “¿Cuál es el tiempo de una escritura? ¿Su duración, su forma de actuar en nosotros y el modo en el que va haciéndose lenguaje?”. La imagen del arco de Echeverría se me revela justa para seguir con ella. Siento en tal imagen una posibilidad para hurgar en los modos diversos en los que la escritura se forma, adquiere forma y, por ende, tiene lugar, nos da lugar, le hacemos lugar. Y se me antoja pensar –a propósito de dicha imagen- de manera muy arbitraria que es la escritura la que hace emerger al tiempo (sus cualidades y posibles) más allá de detenerme a reflexionar sobre el tiempo de ella. La escritura es el arco que usamos para tensar ese tiempo que habitamos (arco-escritura que permite al tiempo jugarse a sí mismo y a nosotras en él). Elucubro también que la cuerda está conformada por nuestros cuerpos imbricados a los cuales la escritura les permite moverse entre el sentir el mundo y el operar en él (fisurarlo, agrietarlo), mientras son operados (en tal lógica de la perforación) por él. Pero también son nuestros cuerpos-cuerdas los que abren la función amplia del arco-escritura, sin los cuales no sería posible la pervivencia de tal objeto, su expresión mutante. En ese movimiento que propician el arco-escritura y los cuerpos-cuerdas, el lenguaje surge, se abre siempre nuevo y toca de otro modo el mundo, nos toca a nosotras mismas, nuestra relación. El lenguaje, entonces es el resultado de la operación entre los dispositivos-escritura y las formas de poner el cuerpo en ellos o que los disponen.
Didi-Huberman (2014, p. 53) dice –lo traduzco y parafraseo burdamente- que si el lenguaje nos está dado (a lo que puedo atreverme a añadir que puede estar dado, pero no es posible su vivificación sino es por la operación antes mencionada), el ‘decir’ nos está constantemente retirado. En esa lucha constante, entonces, es que una vez abierto al lenguaje, ensayamos el decir (el nuestro) del teatro, que no es otra cosa que el habla de la vida, o de un laboratorio en donde ensayamos la vida, nuestras políticas relacionales, nuestros modos de amar: un lenguaje sobre el que nos paramos y saltamos para abrirnos al decir de la otra, de nosotras, del entre nosotras.
Nuestras escrituras, que han tenido las formas más diversas: en papel, audios, en el presente de la oralidad, en curadurías, paisajes, relaciones, objetos, procesos académicos, todas desprendidas desde el teatro –escritura que nos convoca y se escribe (nos escribe) desde esas otras- y/o lanzadas hacia él (nosotras, luthiers de arcos –¡qué serían nuestras escrituras sino instrumentos para tocar la vida, para tocar el sentido!-), son las que nos han invitado también (aunque de manera precaria y siempre huidiza, pero contundentemente) a descubrir diversas potencias del tiempo. Malearlas desde su condición material propicia justamente las posibilidades expresivas del tiempo: sentimos a través de ellas el vértigo del aumento del ritmo o una desaceleración del mismo; es decir, son ellas las que nos permiten experimentar la fuerza de un tiempo que delira, que se sale de los lindes a los que está sujeta en lo ordinario.
Repasando las notas de Gabriela veo la palabra dislocación, que yo misma le lancé, pre-texto de este diálogo. No pensé en el estiramiento de tal palabra tan radicalmente hasta ahora que la atravesamos. Eso es lo que siempre me asombra de la escritura (en cualquiera de sus variantes): nada con ella es esperado, su sentido acontece en el instante en que es performada (cuando el decir se expresa); es ahí donde su pensamiento se nos revela. Antes no es idea. Es idea en tanto toma lugar tras pasar por el cuerpo y desplegarse en su propia corporalidad.
Estoy examinando todos los ejemplos dados por Gabriela en donde nos hemos encontrado y nos seguimos asombrando, desde los cuales nos abocamos a discurrir desde esa provocación que nos vibra, que nos pulsa. Transito por todas esas escrituras-teatro que ella menciona en sus líneas y que nos han increpado, que nos hacen volver a creer en este oficio que compartimos y nos han llevado a generar una escritura que opere en el afuera de la escritura-teatro dominante en nuestro contexto. Probablemente, ahora montada sobre la imagen de Echeverría, me arriesgo a decir que es porque esos arcos no nos han permitido una relación de doble vía (de la afectación del cuerpo-cuerda al arco-escritura y a la inversa), sino solo de imposición del arco hacia los cuerpos. Ahí están los mecanismos harto conocidos de la representación (muy perversamente malentendida) siendo arcos de acero en los que los cuerpos deben formarse (literalmente, diseñados para que ellos adquieran su forma). Esto, a su vez, es lo que ha garantizado la representatividad para quienes los cultivan y engrasan.
Me enciende pensar con Gabriela cuando trae a Rancière a propósito de la emancipación, que no implica un cambio en términos de conocimiento sino en términos de posición de los cuerpos. Y medito en cómo ciertas escrituras permiten a los cuerpos experimentar posiciones diversas que estallan sus roles y las categorías, que les permitan la habilitación de zonas de sí mismo previamente no exploradas y zonas hacia el exterior donde poner esos hallazgos. Ingresamos y/o activamos tales escrituras para que nuestros cuerpos experimenten su reconocimiento, desde un intento de permanente ensayo, de entrenamiento: que no es repetición técnica para hallar el virtuosismo, sino exploración de (y en) la técnica que conduce a la aparición del camino hacia el misterio, un camino que nos vuelve vulnerables a otros cuerpos (en el diverso sentido del término) y a sus sentires.
2.
Aquel ejercicio de concepción de malla curricular que Gabi menciona fue también una escritura-arco. Y fue cultivada con emoción suprema: un acto donde la potencia de nuestra amistad se reveló estruendosamente alegre. La formación que nosotras recibimos sumada con la que no recibimos, la que nos llegó tarde, los huecos que nos dejaron las nuestras, las imaginadas, las que vimos de lejos ansiosamente, las deseadas, fueron las escupidas con todo aquello que nos interrogaba en nuestros oficios en dicho momento. La configuramos en una temporalidad súper constreñida pero intensificada, lo que la activó en tanto campo-escritura a la que calladamente le depositamos una promesa de peculiar comunidad por venir. La comunidad que hemos querido para el teatro, para nuestra idea de teatro (para nuestra vida, nuestra idea de vida), precisaba de un lugar para poder crecer y fue así que imaginamos tal programa, como hemos imaginado tantas otras cosas, algunas de las cuales aún no se hacen materia. Tejimos eso y seguimos haciéndolo en otras instancias para que los cuerpos que la habitasen en el futuro (que ahora es pasado) pudiesen experimentar órdenes no circunscritos al Orden imperante y pudiesen crear sus modos de sostener y remodelar el cuerpo de esa escritura.
Cuando dejamos ambas dicha Carrera, tiempo después alguien que ha sido parte de quienes continúan poniéndola en funcionamiento (ya desde otras particularidades) se comunicó con Gabriela para invitarnos a discutir, a propósito de sus contenidos, sobre lo que tal persona llamó: “el actor que queremos”. Nunca entendí qué quería decir tal persona, qué buscaba, qué pre-configuraciones estético-políticas pulsaban detrás de esa necesidad de encuentro. El marco que tramamos daba pistas para una morfología deseada de actor/actriz… Pero, sin duda, el lío es que era una muy amorfa: Un actor que en la repartición de lo sensible no fuese más el peón que pone su cuerpo, su ser, al servicio de las ideas de sus gobernantes (de su director) y de la tradición a la que se debe tal, sino uno que cuente con las herramientas técnico-filosóficas que le permitan devenir un operador que accione el marco hasta subvertirlo y reinstaurarlo una y otra vez, y a partir de ahí pueda empezar a configurar su decir.
Se trataba -en ese intento de programa, como se trata en cada una de las experiencias que nos convocan- que desde la praxis pudiese reobrarse lo que el término actor/actriz involucra, pero también términos como performer, bailarín/a, director/a, teórica/o, curador/a, coreógrafa/o, dramaturga/o, investigador/a. O dar espacio para que surjan nomenclaturas que aún no se inscriben en el léxico regular, pero que existe en el presente efímero del quehacer. Las artes escénicas, también llamadas artes del movimiento, de la presencia, del presente, de la representación, del presentar, están agitadas -casi podría decir condenadas- por sus propias formas de ser enunciadas: ya ahí hay unas pistas feroces para encontrarse con el hacer. Si saco dos de sus nominaciones habituales: artes movimiento o del presente, se trasluce de ellas su naturaleza inestable; por ende, cualquier pre-supuesto sobre ellas está en permanente re (y des) configuración de su eje.
Los cuerpos y su encuentro con el marco, que es la escritura, son los que abren el lenguaje, dije ya en párrafos anteriores. Las palabras, agitadas desde el atravesamiento por la fisicalidad, permiten la aparición de lo nuevo: ellas mismas se revientan, reinventan sus bordes. ¿No es eso el teatro: ese ejercicio que surge inquietado por la realidad, que trabaja con los mismos materiales que ella, pero que se encarga de desajustarlos, de sacarlos de sus sitios-usos-moldes habituales; es decir, ese ejercicio que les proporciona formas insólitas de estar y de agenciarse entre sí para que otros sentidos (fugaces) se despierten? ¿No es, entonces, el teatro un permanente juego en donde los cuerpos reconocen su ductilidad, sus resistencias, sus límites, al tiempo que se identifican a sí mismos como vectores entregados al flujo de fuerzas y se debaten con la imposibilidad de escapatoria de sí mismos… y que, además, se reconocen en esa indagación como archivos portadores y generadores de memoria, así como dispositivos de registro, como dinamitadores de una supuesta identidad, de lo identificable? ¿No es el lugar donde se pueden accionar mecanismos vivos y móviles que soplan vitalidad a la vida? (Recuerdo aquí a Rolf Abderhalden (2014), co-director de Mapa Teatro, quien al hablar de artes vivas [otro campo desde el cual el teatro encontró y reconoció su naturaleza in(ter)disciplinar] refiere: “Acaso existen ‘artes muertas’ se podrán preguntar ustedes, si no con disgusto, probablemente sí con escepticismo o desconcierto. Abundan, como los muertos en vida, respondemos con certeza”).
Por eso es que estas escrituras que hacemos surgen para abrir decires desde y sobre el teatro que deseamos; y el teatro, en sí, es la escritura que armamos para hacer carne un modo de vida que nos está pidiendo paso. Quiero detenerme un poco para referir que para nosotras -me atrevo a hablar en plural- no ha sido posible que se obren sin un correlato en la pedagogía, que es también un modo de escritura. Una pedagogía que nada tiene que ver con la academia ni ningún tipo de escolaridad (que de hecho, entran en conflicto al ingresar a esos marcos que son también arcos de acero). Una que no intenta enseñar nada sino crear espacios en donde se pueda ensayar todo esto, donde podamos detenernos y experimentar, probar (errar, divagar, huir, retornar) y busque tácticas para el advenimiento del pensamiento. Todo, a través de un ejercicio de activación del saber del cuerpo, dominado en otros espacios por unas matrices de carácter antropo-falo-ego-logocéntrico (en expresión de nuestra amada Suely Rolnik) en las que se subsume la subjetividad, en vez de permitirle ser inquirida en su amplitud y su potencia.
3.
Me vuelvo a detener en qué tienen en común los grupos-artistas escénicos que mencionó Gabriela en sus líneas: Teatro Ojo, La Comuna, Microscopía Teatro, Mapa Teatro… Recorro algunas cuestiones que ella enuncia: la no subordinación, una dramaturgia heterogénea y desplazada, unos visos posdramáticos, la desorganización de la mímesis. Y a esto podría añadirle: unas lógicas expandidas, arquitecturas no convencionales, una mezcla con límites desdibujados entre cuerpos “formados” para la escena y cuerpos que no. Las reflexiones hechas por Gabriela son vastas y precisas, pero en la insistencia y/o en la necesidad de meter las manos en las vísceras del trabajo de nuestra tribu y así continuar pensando, me permito a esa lista de artistas de México-España-Colombia, añadirles también a algunos ecuatorianos (sin duda solo nombres al azar, sin afán alguno de hacer una lista completa, pero que pertenecen a mi espacio de quehacer afectivo). Ellos son: Manuel Larrea, Fabián Barba, Esteban Donoso, Synnove Urgilez, Thamé Teatro de Artesanos, Teatro Arawa, Andrés Santos, el mismo colectivo Mitómana… ¿Qué es lo común a ellos, si al revisar sus trabajos es posible notar que los sitios desde donde se despiertan sus inquietaciones, modos de producción, usos de técnicas y de puesta en escena parecen diametralmente opuestos?
¿Qué líneas puedo hallar entre los ejercicios de composición coreográfica en tiempo real de Synnove, indagado incansablemente en variantes diversas en sus obras, y el trabajo de Manuel Larrea con Culebra Cascabel: su horadar en el sonido hasta que desde ahí brote el teatro en la generación de una comunidad gestual-aural que se funda mientras se acciona?
¿Qué puedo conectar entre el trabajo de insistir en el entrenamiento corporal hasta hallar la pulcritud del gesto, de Andrés, para luego de encontrarlo, decrearlo: algo como armar el gesto para romper el cuerpo y se vea el artificio de las lombrices que se mueven en su interior y empujan hasta desgranarlo, llevarlo a perder la forma humana, mero mecanismo que conduce al flujo de potencias; y el trabajo de Thamé, en donde su vínculo con el bios, el indagar en el saber de los cerros vivos, las prácticas corporales ancestrales de diversas tradiciones otorgan aliento y dan un impulso a sus apuestas performáticas para configurar zonas temporales que escapan al cotidiano?
¿Qué vínculos puedo rastrear entre las audioguías de Esteban, que permiten que varios espectadores se vuelvan operadores de unos recorridos que atraviesan tutelados por voces previamente registradas que se escurren por auriculares mientras activan la vitalidad de la arquitectura que recorren y configuran una coreografía insólita, sin que quienes la generan reparen en realidad de ello, con el trabajo de Arawa, que insiste en mecanismos de la representación para estallar la memoria social de Guayaquil y al eclosionarla, a su vez, agitar esa pregunta que nos planteó hace algún tiempo José Antonio Sánchez, que siempre me resuena intensamente, cuando abrimos debates similares a los que aquí intentamos: ¿quién tiene miedo a la representación?, en una preciosa charla ofrecida en unas jornadas articuladas en Lima por Yuyachkani?
¿Cómo puedo entroncar el trabajo de Fabián Barba, en donde presta el cuerpo para activar archivos de la memoria de la danza, los devora, no quedan invictos a su propia memoria que se despierta al hacer ese ejercicio de canibalia y desde ahí configura un trazo que actualiza, problematiza, amplía la noción de una danza ‘nuestra’ y ‘contemporánea’, y el trabajo de Mitómana que crea monumentos efímeros en donde se cruzan la memoria macropolítica y la extrañeza tremenda de nuestros afectos puestos al límite, en los cuales ficción-documento-corporalidad-textos tributan a generar puestas en tensión de una memoria singular que a la vez toca a la colectiva?
Pues parecería que nada los liga, que de ninguna manera se tocan. Y a la vez todo los enmaraña, de todas las maneras. Todo lo apuntado antes, sobre la expansión de la escena y la dislocación, cabe, sí. Pero no es una cuestión de formas lo que permite ponerlos en la misma constelación, sino de una relación-fricción entre formas y fuerzas (otra vez en guiño a la querida Suely R.). De unas fuerzas que buscan formas diversas para hallar una nueva posibilidad de tocar lo indómito de la existencia y permitir, y aquí regreso de nuevo a Echeverría, generar una tensión de nuestros cuerpos-cuerdas en el arco-escritura para el aparecimiento del tiempo extra-ordinario: “el tiempo en el que la identidad o la existencia misma de una comunidad entra absolutamente en cuestión; es el tiempo de la posibilidad efectiva del aniquilamiento, de la destrucción de la identidad del grupo o es también el tiempo de la plenitud”. Obviamente esa comunidad interrogada es la escénica. Ahí, entonces, el teatro aparece y cumple su función, cuando –como dice el argentino Emilio García Whebi (2012, p. 24)- “es diabólico a enfrentar lo simbólico. (En griego, symbolos significa reunir, unificar, y diábolos, separar, desgarrar)”. ¿Para qué el teatro, sino para volver visible esa brutalidad que gruñe al estar juntos (aunque esto sea a distancia, pero pulsando en la presencia y el presente), para interrumpir toda ilusión falaz de calma cotidiana, explotar el Cronos y empujarnos a reconocer la belleza en la extrañeza total de volverse vulnerables a otros cuerpos, mientras emerge un bloque de tiempo-sensación nuevo (siempre fugaz) para re-encontrarnos?…
Textos citados
-Abderhalden, Rolf. ¿Artes vivas? Bogotá: Revista El Heraldo. Recuperado de: https://revistas.elheraldo.co/latitud/artes-vivas-132326
-Didi Huberman, Georges. Essayer voir. París: Les éditions de minuit, 2014.
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