Sebastián Oña Álava
Género: Narrativa
Creador: Esteban Mayorga
Título de la obra: Soplen vientos y a romper mejillas
Editorial: Festina Lente
Año: 2020
Lugar: Quito
¿Expectante ante el universo de Mayorga? Un nuevo despliegue de humor y melancolía, el paso del venoso al mangrullo, el desvelamiento de una educación sentimental sin paradas innecesarias para un motor desbocado. ¿Cómo decirlo todo cuando nada se acerca al deseo, al miedo, a los compromisos y al lodo que lo cubre todo cuando el tiempo encharca las ruedas de la máquina que ha cumplido ya con sus tiempos ahora muertos, con las promesas que llegaron al final a nada, al pasado que se estira en el presente de este narrador que en un tiempo muerto ahora también, así registró sin más? ¿Qué dimensión darle a la experiencia que tatúa en el libro, este oriundo de Patate? ¿Qué pedazo de carne, qué pliegue es capaz de soportar la potencia, las ansias de este animal que quiere enderezar los entuertos de lo que se supone es su vida a punta de verga? ¿Cómo abrazar a este narrador, que por falta de mayor perspicacia voy a nombrar Mayorga nomás para no complicarme, cada vez que rompe en llanto o se corroe por las miserias que uno acepta como propias, carne de mi carne? Es que la vida nos puede, Mayorga.
En este libro propone nuevos embates para tratar de atrapar eso que es la vida; de lo que se supone es la vida que se escribe y termina en el punto final en el mismo lugar donde se la abordó, el silencio. Ese antagonismo brutal entre lo singular y el lenguaje. Acá se potencian nuevos fiordos, nuevos karaokes, nuevas miradas al gimnasio y al trote excesivo y así eso que Blanchot llamó la obra va adquiriendo nuevos vericuetos que son otros y los mismos. La celebración de los cuarenta años va juntando nuevos derroteros, y la mujer que los cumplía gélidamente en Faribole es de pronto el quiteño que vuelve a sus pagos con dos hijos a cuestas y un nuevo matrimonio, tras dos divorcios. Y la mirada propia que se quiere desnuda, la vida mediada ante la selva espesa de lo real (que es Saer, pero que es Gogol, Lowry y tantos otros desde Dante) es intempestiva, es bruta, no se guarda nada, porque de qué otra forma se podría contar la vida del sexo, del amor, de la impotencia y la desventura también, si no es apostando a una escritura que no le hace ascos ni a la pulsión ni al raciocinio, que apuesta sin ingenuidad sus palabras al otro y a su escrutadora mirada. Ahí también hay una nueva apuesta del cuerpo mediado, de sus alcances, de lo que ya no será, de lo que la escritura puede dar en los nuevos tiempos, otra vez atrapado en los Andes, recorriendo a la inversa los pasajes norteamericanos que ahora están del otro lado. Reconfigurarse en lo mismo dando vuelta a los años pasados, en los vivos y los muertos de los que fugó y que pesan como deudas no pagas, ese largo adiós, el viaje que nunca acaba, los cuarenta que pesan y median la balanza de pagos, ¿a cuántas libras de carne de judío equivalen (ya que nos ha traído a Shakespeare a la mesa)?
Esta vuelta de tuerca autobiográfica ha llegado como el viento que el título sugiere. La capacidad de darse (ese gesto tan impersonal de la escritura íntima) urde pequeñas estrategias de escritura que se cuestionan, de cuento a cuento, de capítulo a capítulo (como quiera leérselo) esta falsa seguridad de lo que pasó, de lo que dijo, de lo que se supone hizo Mayorga: el abandono de la ex depresiva crónica pero sobre todo el abandono del gato Jofre Torbay, por ejemplo. Entretelones de una máquina aceitada: ¿qué más se le puede pedir a un autor que explica el funcionamiento de la estructura narrativa mentando a Hume y Kant? Sí, a Hume. Estas entradas a la filosofía que uno va leyendo en sus novelas, en mi caso con mayor rigor intelectual en Faribole, cagado de risa en Moscow, Idaho, encuentran en este libro un nuevo giro cuando son las reflexiones de eso que llamo vida la que se ve apoyada en estos pilotes que, mangrullos también al fin y al cabo, apuntalan este desmoronamiento del yo.
Y este no es un rasgo propio o único de la escritura de Mayorga. Quien haya tenido el gusto de sentarse a conversar con el autor y compartirle un poco de vida conoce de su capacidad para el diálogo socrático; ante las revelaciones más profundas guía con tesis y antítesis; un péndulo por cabeza que sorprende gratamente y a veces también exaspera en su extrañeza.
Su escritura, a pesar de lo que pareciera sugerir algo de lo antes dicho, evita el exceso. Y por eso, deja una luz justa para que uno no se extravíe y se de contra estas castrantes montañas. Esa luz no ciega, ni calienta de más; es parca y no cubre las mejillas del viento; tiene la densidad necesaria del poncho que cobija en la noche a los que nacimos en estas alturas. Escribe Mayorga: “La noche en un pueblo andino es eso, bloque visto, cinco perros por esquina y atardeceres llenos de arupos y gente sonriente viendo el vóley”. El que devele dónde se encuentra el secreto de cómo llega a escribir esto, podrá mirar expectante cómo sigue escribiéndonos —inscribiéndonos tal vez sería más justo decir— año a año, libro tras libro, sin ningún tipo de pudor y sin pedir nada a cambio.
*Este texto fue leído en la presentación de Soplen vientos y a romper mejillas