Uno mismo es el abismo

Marta María Lasso

Género: Exposición

Artista: Manuela Ribadeniera

Lugar: Centro de Arte Contemporáneo

Fecha: diciembre 2019-abril 2020

Curaduría: Rodolfo Kronfle

La exposición Objetos de Duda y de Certeza de Manuela Ribadeneira que está instalada desde diciembre en el CAC (Centro de Arte Contemporáneo) y estará ahí hasta el mes de abril de 2020, reúne una amplia colección compuesta de 40 piezas de arte conceptual que son el resultado de una investigación de alrededor de 20 años.

Predomina en el conjunto de la propuesta visual de los cuatro pabellones un sentido de ironía que surge del contraste del blanco, la perfección geométrica de ciertas obras y los objetos metálicos o transparentes que conforman un gran número de piezas. En contraposición a  las reflexiones y sensaciones que se generan a partir de ellos: el rojo desbordante que es consecuente con lo que se denuncia en medio de esta propuesta estética (impecablemente curada por Rodolfo Kronfle). El rojo es un tejido de hilo que habla de la fragilidad y complejidad de nuestros órganos, un rojo vivo sangrante que nos atraviesa a todos. La violencia, la guillotina, la imposición de una verdad, el lavado cerebral, los mecanismos ideológicos estatales, la lava volcánica, el recuerdo de los abuelos que no es posible contener en un baúl, la telaraña visceral de la memoria, todo, es parte de la misma investigación. Y otra vez una vitrina cristalina con objetos prístinos de vidrio, una fila de metrónomos con cuadrados perfectos blancos y negros, discordantes. El contraste produce una sensación encarnada de sarcasmo frente a las pasiones, las certezas y dudas que constituyen todo lo que somos como individuos y como sujetos políticos. 

En el primer pabellón del Antiguo Hospital Militar, la obra que más llama la atención es la gran pieza de piernas de cemento: Con un pie en un lado y con otro pie en el otro y que cada quien decida qué lados son esos III, que de algún modo plantea no solo la extrañeza, o incluso el temor, frente a las formas del cuerpo humano fragmentado y sobredimensionado (al igual que la distancia exagerada entre posturas políticas que, sin embargo, perpetúan la misma matriz); sino que también reflexiona la obsesión por lo binario y por lo geodésico, por los desgastados símbolos identitarios nacionales, por lo ridículo y a la vez grandilocuente de trazar una línea imaginaria entre el norte y el sur del planeta y enorgullecerse de un dato tan arbitrario, gratuito y poco exclusivo como ese. 

En el mismo pabellón, a pocos pasos, sobresale la pequeña maqueta con ruedas titulada: Tiwinza mon amour. ¡Sí! en francés, para que la cursilería con la que nos apropiamos de lo distante se nos revele diáfana. Se trata de una maqueta de un un tupido bosque de árboles plásticos sobre una base de madera que miramos desde una perspectiva amplia y elevada, que además nos permite ver su pequeñez en contraste con el inmenso y desproporcionado cuerpo humano. De esta forma, irremediablemente, Tiwinza y todo su peso simbólico adquieren una cualidad risible. La maqueta es una metáfora de ese pedazo cuadrado de tierra al que no se puede acceder sin helicóptero militar. Un kilómetro de territorio que podría ser un pedazo de bosque de cualquier rincón del mundo. Por esa porción de tierra los ecuatorianos nos hemos vanagloriado, al menos desde el discurso del poder, de una supuesta victoria frente al antiguo enemigo limítrofe al que instrumentalmente y sistemáticamente nos enseñaban a odiar décadas atrás.  

En el mismo cuarto hay un cuchillo clavado, es el objeto más cercano a la puerta de ingreso y de salida, y en él se han grabado las palabras: Hago mío este territorio, que gracias al juego de luces se reflejan sobre la pared. Está a una altura inaccesible, por tanto, sucede que de entrada experimentamos una contradicción entre la incomodidad y satisfacción que sentimos frente a la propiedad privada que siempre, en alguna medida, agrede. La obra nos invita a imaginar el alivio que se produciría si el cuchillo fuese extraído, si la pared dejase de tener un soberano. Pero la daga permanece incrustada en la pared como si este fuera el lugar en el que le correspondiera naturalmente estar. Este objeto común clavado, fundido con la pared, transmite poderosamente la noción de que cualquier gesto de posesión territorial exige altos grados de violencia. Quizás lo más preocupante es que esta ya no sorprenda, que sea parte de la pared, que esté fuera del horizonte de nuestra mirada, que sea parte del pacto democrático o “natural” entre un cuerpo y otro, entre un grupo de poder y otro, entre una nación y otra. 

En el segundo pabellón el conjunto de obras expuestas hacen que viajemos hacia el principio de la era moderna. En la pared del fondo se proyecta en loop El ensayo, un video que reflexiona sobre el reinado del terror durante la Revolución Francesa. Hay mucha poesía en la composición de las imágenes, los colores gastados, la pared en ruinas, la mirada serena y la actitud modesta de la joven mujer que ensaya su ejecución. El video dura el tiempo que la chica es capaz de sostener su cabeza paralela al suelo. El ensayo es un recordatorio de la necesidad de dignificar nuestra propia muerte, de no rendirnos a ella sin ser dueños al menos de nuestros gestos, nuestras palabras. La guillotina cumplirá con su propósito final, el poder siempre ejercerá su violencia contra nuestros cuerpos pero podemos desmitificar sus alcances al apropiarnos del momento final, al ensayar y dotar de belleza a nuestro tránsito y nuestra partida.

Cortes y recortes forma parte del mismo espacio, se trata de un espejo con instrucciones estériles sobre cómo utilizarlo. El espectador se refleja en el espejo y debe lograr que la línea roja pintada sobre el vidrio coincida con el lugar en el cuello por donde pasaría la afilada – en el mejor de los casos- cuchilla. Una vez más se nos plantea una reflexión acerca de  la banalización de la violencia desde el discurso demagógico del poder. El tono de las instrucciones pretende ser neutro, sin embargo, lo que propone es de una salvaje severidad. El espectador, el individuo moderno “amparado” desde hace siglos por los derechos ciudadanos practica otra vez su propia muerte. Domesticado y obediente sigue las instrucciones que las fuerzas estatales y del mercado han delineado para él. Hay en el acto de mirarse en un espejo, además, un gesto de vanidad propio del triunfo del individuo: de la reafirmación ilustrada del yo (antes de la Ilustración y su materialización política en la Revolución Francesa, el proyecto de felicidad individual como único horizonte posible no existía). Pero, en este gesto cotidiano, en apariencia inofensivo, se despliega toda la obscenidad de la violencia auto impartida. Podría decirse que al mirarnos en el espejo nos ofrecemos a nosotros mismos la muerte, a través de los juicios que nos profesamos como autómatas.   

En el tercer pabellón Ciudad desplegable ocupa un lugar protagónico. Es una inmensa pieza de aluminio articulado cuya estructura móvil propone que, a donde vayamos, llevamos con nosotros la ciudad natal, toda su luminosidad y su sombra. Al igual que en la obra del cuarto pabellón: Me la llevo puesta, la memoria familiar, así como el lugar donde nacimos con toda su inmensidad, vienen con nosotros al viajar, al exiliarnos involuntaria o voluntariamente. 

En el mismo espacio se expande sobre dos paredes: Temblores armónicos IV: a menudo una advertencia. La obra es una potente alegoría sobre los sonidos, y los largos silencios (que muchas veces se confunden con calma) que preceden a los desastres naturales, sociales y personales. Quizás esta sea una de las piezas más minuciosas y bien logradas. Para conseguir representar el registro fonético del grito del volcán antes de erupcionar la artista escarbó cuidadosamente las distintas capas de pintura de las paredes del museo. El resultado es hermoso y punzante. La pieza habla de la necesidad de hacer visible lo que permanece silenciado por capas de tierra, por años de represión, por discursos de auto engaño o lo que fuere. Las advertencias están siempre ahí, los síntomas se expresan mucho antes de alcanzar un estado agudo de crisis. Querer verlos es hurgar en la tierra, en las paredes o quizás también en nuestras certezas y convicciones. 

 Está claro que las preguntas que plantea la artista a través de la muestra son múltiples, aunque todas giran, de algún modo, en torno a la identidad, a lo que nos constituye: a lo que creemos conquistado y a lo que se nos escapa siempre. También son diversos los planos y texturas a los que se enfrenta el espectador al mirarla. En el cuarto pabellón, por ejemplo, hay en los distintos objetos y productos dispuestos, dimensiones muy contrastadas y perspectivas que van desde lo más pequeño, como la Partícula de dios: una pieza muy chica resultante de la fundición en bronce de una partícula de pan magnificada en microscopio, que habla de la manera en que lo pequeño afecta a lo grande. Concretamente acerca de un partícula de pan que saboteó el ambicioso proyecto científico bosón de Higgs, que por años intentó revelar el misterio de la partícula de dios para dar una explicación más certera al origen del universo. A lo más amplio, como el laberinto de espejos en el que uno se introduce persiguiendo la promesa de encontrar algo nuevo a cada esquina: Change Is Around the Corner. Lo que se manifiesta en cada reflejo es uno mismo, mirado desde diversos ángulos. Uno se transforma en el sujeto y objeto, uno mira sus gestos, su cuerpo y su cara, todo resulta familiar y absolutamente insólito a la vez. Uno mismo es el abismo. 

Al experimentar los Objetos de Duda y de Certeza de Ribadeneira, el espectador es inmediatamente interpelado por la potencia y el contraste de las obras expuestas. Desde la primera percepción, sin necesidad de leer los títulos y textos explicativos de cada pieza, surgen en quien las mira, preguntas sobre la condición humana, la arbitrariedad y la naturalidad, incluso sobre la asepsia, de las formas de violencia que dominan nuestra cultura. También inquietudes alrededor de las múltiples configuraciones de la posesión, la culpa, la extrañeza frente a las formas de un cuerpo segmentado, la singularidad de nuestros órganos y lo homogeneizante de nuestras ideologías. El poder formal expresivo de lo expuesto hace que todo se revele, al principio, como una suerte de intuición, y poco a poco al adentrarnos en los conceptos, elucubraciones y la literatura que la acompañan, las reflexiones se vuelven cada vez más intrincadas, más personales, más urgentes.

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