Lilia Parisí o el poema sin ojos

María Auxiliadora Balladares
Universidad San Francisco de Quito USFQ

Conozco la poesía de Lilia Parisí (San Juan, Argentina, 1978) desde hace aproximadamente dos años. Si bien en la era de las redes resulta mucho más sencillo acceder a la obra de escritores inéditos, no fue por esa vía que llegué a ella, sino gracias a la mano amable de una de mis amigas más queridas, que en aquel entonces me la presentó anticipando que me enfrentaría a una poesía colmada de mundo. En otro momento, un amigo se refirió a ella como la nueva Marosa. En nuestro primer y breve intercambio epistolar, en abril del 17, Lilia me envió doce textos suyos y, al leerlos, constaté que me encontraba frente a una escritura que recreaba un mundo que me era desconocido y paradójicamente no me resultaba del todo extraño. La alusión a Marosa, como toda comparación podría parecer injustificada porque el de Lilia es un registro particular y original; sin embargo, ciertas resonancias las hermanan. En esos primeros textos resulta evidente que algo la une a la poeta uruguaya, pero es algo más que la disposición de la palabra poética o el discurso. Fui comprendiendo que lo que las une es una existencia que transcurre en mundos parecidos, en la cercanía con los animales y las plantas y en la normalización de lo extraño y su movimiento opuesto, el extrañamiento de lo conocido. Los suyos son tempos cuya lentitud de pronto se interrumpe por lo inesperado que se revela como en estampida, por la angustia y la muerte. Desde entonces, soy lectora habitual de su escritura, sigo su carrera de poeta y espero ansiosa la publicación de su primer libro (que es una serie que no incluye esos primeros textos que leí hace dos años). Para esta Vitrina, he preparado una selección (http://proyectosycorax.com/poemas/) de ese, su primer poemario, Alicia y las bestias, inédito aún.

Este libro, durante un tiempo largo, no tuvo título. Esa ausencia, aunque temporal y no intencional, es muy elocuente respecto de lo que significa la experiencia lectora con Lilia: la yo poética nos introduce con absoluta naturalidad en su universo familiar, en los recovecos de su pueblo, en los espacios naturales en los que ha crecido, sin una introducción que medie entre la lectora y ese paisaje, como si a priori existiese un pacto según el cual lo propio de esa yo poética fuese lo propio de la lectora. Si el título es una forma de mediación, un paratexto que permite a quien lee tomar una posición anticipada ante el poema que se despliega de inmediato; su ausencia propicia una dislocación de esa experiencia lectora y una inmersión sin intermediarios. Como un cuerpo cansado que cae sin luchar en el sueño, o incluso como la lluvia que cae en el transcurso de un día soleado (fenómeno este muy típico en ciudades como Quito).

Las dos figuras centrales en estos textos son el padre y la madre, y, a partir de ellos —que son referentes primarios de una yo poética que parece siempre iniciarse en su relación con el mundo, en su estar en el mundo—, se orquestan los movimientos en el poema. Del padre ha heredado una forma de acariciar que él a su vez ha recibido de su madre ciega: “Quizás porque mi padre / fue engendrado por una mujer sin ojos / sólo percibo el amor / si puedo olerlo y lamerlo / Quizás fue por eso / que nos nombrábamos a cada rato / como recién vueltos de una guerra / Nos tocábamos los rostros / Contábamos cada dedo de la mano”. El lugar del cuerpo es el del gesto amoroso, pero su aprendizaje exige amar desprendiéndose de la visión y por tanto activando la potencia de los demás sentidos. Amar oliendo y lamiendo, distinguiendo las formas del cuerpo y del rostro con las manos. Nombrar insistentemente al amado. Se ha activado un saber del cuerpo que despliega la potencia de todos los demás sentidos. La ausencia de la visión los vuelve activos, atentos, porosos. Esta activación, por otro lado, contradice la llamada por Georg Simmel “actitud blasé”; es decir, la percepción indiferente del urbanita moderno. El habitar una ciudad pequeña, desprovista de los estímulos de las cosmópolis, se suma al hecho de ser la descendencia de una mujer sin ojos. Esto propicia para la yo poética una forma de la atención profunda y, en última instancia, la activación no solo de los sentidos externos (que sí posee la abuela paterna —olfato, gusto, oído y tacto—), sino también los que desde la sociología de los sentidos se han llamado los sentidos internos —la sed, el hambre, el dolor— que informan sobre la interioridad del cuerpo: “Fue porque quise / precaverme de la muerte que agarré el martillo y el corazón pequeño se inflamó tanto que pude hacer de mi pecho una cavidad más grande”. Esos sentidos abren el camino a formas de relación particulares, un intercambio y una acción recíproca entre individuos que tienen un ritmo y una intensidad emocional determinada gracias al hecho de que sus cuerpos coinciden en un espacio y un tiempo.[1] El ritmo y la intensidad del encuentro amoroso en el poema de Lilia exigen tanta más cercanía porque la yo poética, aunque tenga ojos que ven, ha aprendido a amar como si no viera. De todos los sentidos, la vista provee mejor que ningún otro la posibilidad de percibir desde la distancia; así, en el poema, la descendencia de la abuela ciega ha de acortar toda distancia respecto del objeto amado.

De la madre, señala con insistencia una tendencia a la inacción o a la inercia que la hace casi un elemento inorgánico o apenas viviente del paisaje, con una temporalidad otra, siempre a un paso de la muerte: “Su cuerpo / huele / al pescado de las calles / que nada tiene que ver con las mareas / Del mío sobresalen los ardores de la luz / y las costillas / Y no sé para cuál de las dos / es / hoy / la muerte”. Evoca, como en un reclamo que no llega a enunciarse pero que horada el poema, la relación con la madre y revela un deseo siempre pendiente y nunca resuelto de la yo poética. Quizás reclama una forma de la ausencia, una presencia-ausencia que establece que la hija es siempre la exterioridad de la madre, reclama la chôra que no acontece: “Ninguno de tus hijos / cargará  tu cajón / Lo hará el joven / que recibiste ese verano”. En el poema “Doscientos años”, la aparición de la madre ocurre casi fantasmagóricamente. Está sin estar y todo a su alrededor se desgasta: “Media parte de mi vida / Mi madre / Se mantuvo recostada / La casa a media asta / Los animales / flacos / La naturaleza muerta / muerta / De mí / ni yo me acuerdo”. Ella, cuyo padre es el hijo de la mujer sin ojos, es también hija de la mujer melancólica, y su vida es como el encuentro imposible de ambos, el encuentro que ocurre solo cada dos siglos.

A partir de estos dos personajes que parecen cincelar a la hija, en el poemario se va erigiendo una yo poética que ama, que descubre la potencia de su propio accionar, la atracción con los otros cuerpos, la maternidad más apegada a la naturaleza que a la cultura. Una persona que le presta atención al mundo, que no discrimina, sino que otorga a cada movimiento, a cada cosa, a cada cual, una forma justa, en un afuera que, a diferencia del que establece la madre respecto de ella, no propicia la desconexión, sino el espacio que necesita toda vida para acontecer.


Notas

[1] Las reflexiones en torno a Simmel y la sociología de los sentidos han sido tomadas de Olga Sabido Ramos. (2017), “Georg Simmel y los sentidos: una sociología relacional de la percepción”. Revista mexicana de sociología, 79(2), 373-400. Recuperado el 30 de abril de 2019, de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-25032017000200373&lng=es&tlng=es.

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