Reflexión personal sobre el impacto de las estrategias afectivas y sororales de las defensoras de los territorios y el agua sobre quien firma estas líneas
Rocío Silva Santisteban
Poeta y activista
Botas de hule
Milton Sánchez insistía en que yo debía comprar unas botas de hule para subir a Tragadero Grande. Le dije que tenía unos zapatos que habían resistido muchas caminatas pero él me contestó que no aguantarían. Vaticinios a los que hice caso: en Celendín fuimos al mercado, y en una especie de ferretería donde vendían ponchos de plástico, clavos, ollas, glifosato y otros objetos, compré unas azules con el borde que se apretaba con un lazo. Las botas de goma son baratas y en el campo la gente las usa llueva o no. Esa noche yo estaba obstinada en subir a Tragadero Grande y con el apoyo de un compañero que tenía una camioneta subimos a eso de las 6 pm. Para evitar la tranquera de la empresa dimos un tremendo rodeo, pero no pudimos evitar la tranquera de las rondas campesinas. Al alumbrar la cara del copiloto, los ronderos de inmediato nos dejaron pasar y hasta nos ofrecieron unas hojas de coca. Milton estudió en la universidad la carrera de contabilidad y ha sido funcionario del municipio pero desde que entendió lo que implicaba el Proyecto Minero Conga y difundió sus alcances y perjuicios, asumió el liderazgo de la resistencia y perdió todos sus trabajos. Siempre tuvo vínculos con los campesinos pero se convirtió en uno más: chacchando coca, velando las lagunas en la madrugada, rondando, conversando, tomando yonque. Por eso, solo su presencia era garantía de peajes abiertos entre los comuneros de Sorochuco y peajes cerrados entre los guardias de seguridad del Proyecto Minero Conga.
Ese 31 de diciembre llegamos al final del camino afirmado a eso de las diez de la noche. Sobre la casita de tapial de la familia Chaupe alumbraba un potente reflector desde el otro lado de la colina, donde se ubica el campamento de la empresa minera. Recordé las torturas que sufrió el poeta norteamericano Ezra Pound: días de días en una jaula con reflectores permanentes para que no pudiera dormir. Días y días con la luz incandescente sobre el rostro, sobre el cuerpo, como una forma de tortura. Eso se percibía allá arriba: la casa totalmente iluminada en una quietud total. Yo pensé que llegaríamos en medio de los fuegos artificiales, los juegos de los niños, los abrazos, el yonque, la chicha. Nada de eso: todos dormían. Para la familia Chaupe el 31 de diciembre no tenía nada especial. Ni siquiera evitar la potente luz auscultando su intimidad.
Me sentí totalmente incómoda e inoportuna. ¿Por qué había imaginado que sería importante llegar esa misma noche de año nuevo a la casa de Máxima Acuña de Chaupe? Bajamos de la camioneta y nos hundimos en el humedal: las botas de hule cumpliendo plenamente su función. Pensé que lo único que estábamos logrando era despertarlos en mitad del sueño; sin embargo, nos estaban esperando. Milton los había llamado por teléfono: en esa quietud total de la jalca por encontrarnos cerca del campamento minero todas las líneas de teléfonos celulares entran y se escucha mejor que en la ciudad. El poder del dinero compra hasta la conectividad y los pobres campesinos que viven alrededor pueden usufructuar de ese milagro del dinero y la tecnología.
Máxima nos saludó con alegría y también Jaime, su esposo. Llevábamos provisiones y con unos cuantos chocolates shilicos[1] nos prepararon una taza rala para calentarnos porque, a 4200 msnm el frío arrecia y atraviesa piel, músculos, huesos. Sellamos esa noche con el chocolate alzado contra la impenitente luz sobre nuestras cabezas y ambas calzadas con botas de hule, un pacto de amistad y compañerismo que me ha dado muchísimo más de lo que yo he podido dar.
Máxima Acuña de Chaupe, Premio Goldman
¿Qué de especial tiene esta mujer campesina que se ha convertido en un ícono de la resistencia al extractivismo en el Perú y América Latina? Máxima tiene cuatro hijos, tres nietos, unas cuantas vacas, ovejas, dos perros y un territorio de 23 hectáreas que atraviesa el corazón del Proyecto Minero Conga. Ese es el origen de todo el sufrimiento. La empresa, cuyos tres accionistas son Newmont Mining Corporation, Minera Buenaventura y el Banco Mundial, nunca le ofrecieron comprar el terreno o conversar o negociar. Simplemente entraron en noviembre del 2011 e intentaron expulsarlos con una orden de un fiscal y más de cien policías: siempre arrogantes supusieron que ellos eran los dueños de todo. Jhilda Chaupe, de 16 años a la fecha, se lanzó frente a la retroexcavadora para evitar que siguieran demoliendo la casa, pero estaban terminando de hacerlo. No quedó adobe sobre adobe. Un policía se acercó y le dio en la cabeza con la cacha de una AKM y ella quedó tendida sobre el campo. Todos, familiares y policías, creyeron que Jhilda había muerto. Incluso su madre, Máxima, que también recibió muchos golpes intentando proteger a su familia. Llorando sobre el cuerpo de Jhilda, su hermana mayor, Ysidora, sacó un celular antiguo, un “chanchito”, Nokia pero con grabadora de video, y grabó a la policía, a los fiscales, a los funcionarios de la empresa, a los ómnibus que habían subido al personal, grabó mientras gritaba: “señores apóyennos, apóyennos señores que solo somos una familia campesina; qué les hemos hecho, solo queremos vivir en paz; por qué vienen a sacarnos de acá; nosotros no hemos hecho nada”.
Ese video, con imágenes que casi no se ven, con ruidos del viento cruzando la jalca, con los gritos angustiados de esa muchacha campesina increpando (increpándonos) no hacer nada por su hermana, fue subido a internet y el mundo pudo conocer esta historia de atropellos, de golpes, de humillaciones contra una familia pobre que solo tenía un valor: esas 23 hectáreas. Por cierto, un terreno de 23 hectáreas en una zona de jalca, donde no crecen ni lentejas ni maíz, solo papas y ocas, no vale lo mismo que un terreno en el centro de la ciudad o en una ladera a 2500 msnm. A Máxima y a Jaime ese terreno les costó dos carneros, una frazada bien tejida a telar y cien soles.
Pero, ¿por qué Máxima y no Ysidora o Jhilda? Porque ella asumió desde un principio la voz por toda la familia y la defensa de sus hijas. Porque Máxima, con su metro cuarenta de estatura y su fuerza tenaz, se ha enfrentado a decenas de policías de las fuerzas especiales, DINOES, para defender lo que cree justo. Porque Máxima, en medio de las hostilidades, las campañas de estigmatización en radios locales y a nivel nacional con financiamiento de miles de dólares, ella con sus manos peladas y su indignación, ha podido sostener una resistencia que parecía imposible. A la fecha que firmo estas líneas, Máxima Acuña Atalaya ha logrado que la empresa minera y que sus socios, sobre todo Newmont, den un paso atrás en su hostigamiento y acaten las resoluciones de la Corte Suprema en que reconocen que los Chaupe no son ni usurpadores agravados ni usurpadores a secas. Por lo tanto, son poseedores de ese terreno y sus derechos de posesión deben respetarse. El desgaste ante esa resistencia le ha pasado la factura a Máxima, quien sufre de permanentes migrañas y problemas de salud, obviamente una somatización de la situación dolorosa que ha debido de enfrentar, permanentemente y en su propia casa.
Máxima Acuña de Chaupe, a quien yo misma vi defender sus predios en Conga y a mí misma, solo con la voz y el carácter frente a decenas de DINOES armados, es la representación de una mujer que no ha podido dejarse vencer ante la superioridad de poder y de dinero de la empresa minera. Algo sumamente importante de aclarar es que Máxima NO defiende solo una propiedad: es mucho más que eso. La defensa del territorio que hacen las mujeres es la defensa de la vida misma. Como sostiene la antropóloga peruana Marisol de la Cadena en un artículo que saldrá publicado muy pronto: “el rechazo a salir puede expresar una relación diferente [con el territorio]: una relación en la que mujer-tierra-laguna (o ¡¡plantas-rocas-suelos-animales-lagunas-humanos-arroyos-canales!!!) emergen inherentemente juntos, es decir, se intra-hacen en una composición en la que las entidades son unas con otras de modo tal que, separarlas en entidades individuales, las transformaría en algo que no son”.[2]
Al principio de este vínculo con las mujeres defensoras me molestaba el hecho de tener que defender una propiedad. Me he criado como socialista y casi anarquista; he leído desde joven a Proudhon –y también la terrible crítica de Marx “Miseria de la filosofía”– y el concepto “la propiedad es un robo” es una máxima que llevo estampada en la frente: precisamente por eso he evitado tener propiedades e incluso soy una detractora del sueño capitalista de la casa propia. Por eso mismo, de-construir ese concepto, y entender lo que implica el territorio para las mujeres defensoras del agua y del medio ambiente ha sido un des-aprendizaje importante en mi vida. Porque no, no es solo una propiedad, es algo completamente diferente: un territorio es todo lo que hay encima, dentro, sobre y a través de esas tierras. Las relaciones de pertenencia, pero también, los lazos culturales que te permiten vivir en-con el agua, los sembríos, el cielo, las montañas, la cosecha, los lagos, las lagunas y todo lo que respira vida.
Precisamente como me lo han comentado muchas defensoras de los territorios y del agua, para ellas la tierra no es un objeto de propiedad, como una tenencia, sino como algo vivo que las acoge y protege. La metáfora que utilizan es la de “la casa”: el territorio es un hogar, un espacio donde se es tal cual, que recorrieron desde que gateaban aprendiendo de los insectos y las pequeñas plantas, y como me lo confesó la dirigente quechua Tarcila Rivera, es hacia la tierra, la MamaPacha, donde regresa la placenta de los hijos que hemos parido, porque es el espacio de donde emergemos como lo que somos: seres.
Máxima sigue luchando contra Goliat: será débil, será pobre, no tendrá armaduras ni ejércitos, pero le ha lanzado una dolorosísima pedrada en la frente al proyecto minero Conga. Sus hermanos y compañeros, los Guardianes de las Lagunas, seguirán vigilando a las cochas Azul, El Perol, Challhuagón y Chica para que ellas y sus sistemas hídricos no sean afectados en esta búsqueda insaciable de oro. Sin embargo, los seis años de resistencia han pasado factura: hay desaliento y la organización, antaño apoyada por el Gobierno Regional, hoy está sola. Es cierto que muchos ronderos y campesinos han aprendido en estos años, sobre todo, a respetar a las mujeres que luchan junto con ellos codo a codo, pero también es cierto que muchos han cambiado de bando, o han desertado, o se han alejado por diversos motivos. El desgaste en la resistencia es la mejor arma del extractivismo porque logra lo que no pueden las balas: perder la fe. Sin embargo, son las mujeres quienes mantienen esa fuerza para reivindicar lo que es justo y para sentirse cerca del agua, de los ríos, de las cochas, de los manantes, de los humedales. Con sus botitas de hule caminan sobre el lodo y dejan, poco a poco, un sendero de esperanza y fe en sí mismas.
Tía María: de campesinas a agricultoras
Cuando llegué al Puerto de Mollendo, en la provincia de Arequipa, buscando a Mary Luzmila Marroquín –o Maryluz, como le dicen– me indicaron que tenía un puesto en el mercado. Finalmente la encontré sentada entre ajos, cebollas, choclos y camotes, con el típico mandil de vichy celeste con amplias faltriqueras, entregando vuelto mientras hablaba por el teléfono celular. Era un puesto grande, con fondo donde se encontraba el almacén, repleto de productos de panllevar y fruta. Dos veces antes había conversado con ella: en Arequipa, la primera vez, junto con el alcalde de Cocachacra y un ingeniero; la segunda vez en la canchita de fútbol de la misma Cocachacra, Valle de Tambo, recibiendo los testimonios de las personas violentadas en sus derechos por la empresa minera Southern Peru Cooper Corporation, que intenta contra viento y marea sacar el proyecto minero Tía María. La primera vez que le estreché la mano Maryluz me explicó, de manera totalmente pedagógica, los puntos del Estudio de Impacto Ambiental de Tía María que no contemplaban ni remediación, ni preservación del agua de la zona, así como la ampliación cuasi ilegal del mismo, en una zona que se llama La Tapada y queda a doscientos metros del río Tambo, que obviamente podría contaminarse.
— ¿Es Ud. ingeniera? –le pregunté.
— No, no, no –y esbozó una tímida sonrisa de satisfacción.
Hija de padres de la sierra de Puno y Abancay, Maryluz Marroquín, hoy agricultora del Valle de Tambo, estudió educación durante la década del 80 en la Universidad Nacional San Agustín de Arequipa pero se ha dedicado desde siempre a la chacra: “Exportamos ajo a Panamá, Colombia, Ecuador… y también cebolla, entre otros productos”. El hermoso valle de Tambo corta como una cuchilla verde al desierto de La Joya, en Arequipa, subiendo desde las playas de Dean Valvidia y Punta Bombón, hasta la misma falda del cerro La Tapada. “La frontera agrícola se amplió desde hace más de cien años: nuestros padres, tambeños de corazón, forjaron esta riqueza”. Y precisamente esa riqueza es la que quieren preservar frente a la amenaza que implica una mina de cobre y su uso del suelo y de las fuentes hídricas. En 2011 murieron 4 personas defendiendo el valle; en el año 2015 ante otra escalada del conflicto murieron cinco campesinos y un policía. Este año 2019 la empresa minera tiene solo hasta julio para sacar el proyecto: la situación arde como las arenas de ese impenitente desierto cedido a la mano del agricultor que lo domó. El Estado peruano, con sus contratos secretos entre la seguridad de la minera y la policía, ha tomado partido desde hace muchos años.
Pallapando la pallapa
En mi camino y estancia en esa zona de calor abrumador aprendí la diferencia entre una campesina y una agricultora. A pesar de que Maryluz no ostenta su posición económica como otros agricultores del valle –que se pasean en sus camionetas 4×4 por los caminos afirmados– tiene ingresos que han podido sostener, en varios momentos, la olla común que permitió un paro agrícola de un mes durante marzo del 2015. Es una mujer de mediana edad, sin hijos, sin esposo, sin alguien a quien tener que “pedirle permiso” y con una inteligencia brillante que esconde bajo su timidez y parquedad. Maryluz ha sido protagonista de comics, de raps, de historias a la luz de las velas y de un parte de la fiscalía denunciándola por el delito de lavado de activos. A la fecha, archivado. Es lo que en el mundo de los derechos humanos denominamos “criminalización de la protesta” aunque a veces se criminaliza solo el pensar de manera diferente y preferir la agricultura a la minería.
Maryluz ha sido la presidente de la Junta de Regantes de Mejía-La Ensenada, un puesto al que pocas mujeres llegan. Para ella como mujer, como hija de migrantes, la tierra es lo que vincula a la mujer con el mundo: “La madre tierra y la mujer representan a la madre, las que pueden procrear, de alguna forma ambas producen vida y se sienten atraídas por ella. La mujer, por ejemplo, aparte que va con sus criaturas a la chacra a veces también pallapan,[3] yo no sabía que habían mujeres que todo el año pallapaban y yo las miraba que siempre se iban al campo y eran viejitas. Cuando hemos estado en la lucha me he dado el tiempo para estar pendiente de ellas, porque siempre estaban colaborando con los chicos. Yo les alcanzaba agüita, les llevaba algún refresquito y las miraba con su quipe en la espalda. Nosotros a veces no las valoramos pero ahí está la relación de la mujer, la naturaleza y la madre tierra; por eso les decía las ‘mamachas’ porque se cargaban todo en la espalda, pallapando la pallapa…”. Maryluz admira a esas mujeres: sabe que, junto con ella, son fundamentales para las luchas de resistencia contra el proyecto minero. Ella las respeta y ellas la respetan.
Perros
La luz que cae en Plaza de Armas de Cajamarca a las siete de la mañana un día soleado es intensa y deslumbrante. Rotunda atravesando el aire y dejando sombras alargadas sobre la tierra. Eso es lo que deben haber visto y vivido los españoles cuando llegaron a detener al Inca Atahualpa el 16 de noviembre de 1532. Eso y el olor a tierra mojada de la noche anterior bailando en el aire como una huella sutil de la vida. Eso debe haber respirado Vicente de Valverde, sacerdote dominico, cariacontecido, al ofrecerle la biblia al Inca diciéndole “es palabra de Dios”. El cura desprecia la soberbia de Atahualpa y se traga el proceso de requerimiento. El Inca sobre sus andas de oro –según cuentan varios cronistas– apenas vislumbra a través de la mascaipacha y ordena a uno de sus subalternos recibir el libro, que finalmente él agarra para llevárselo a la oreja y así escuchar la palabra de Dios. Tensiones y brechas entre la cultura oral y la cultura escrita. Pero el libro se mantiene en silencio y el Inca lo arroja “con mucha ira y el rostro encarnizado”, motivo por el cual Valverde monta en cólera y llama a Pizarro diciéndole: “No veis lo que pasa, ¡para qué estás en comedimientos y requerimientos con este perro lleno de soberbia! ¡Salid a él que yo os absuelvo!” (según lo recogido por el cronista Miguel de Estete). El Inca como perro al inicio de captura, su castigo y su muerte. Quinientos años después, la misma palabra, se repetirá en el aire húmedo de una mañana soleada de julio, para establecer que la otredad peruana surge desde la basurización del otro/de la otra como grupo social.
Minutos después de la brutal detención del ex sacerdote Marco Arana en la misma Plaza de Armas de Cajamarca el 4 de julio del 2012, una joven mujer indignada, se acerca a uno de los policías del Grupo de Intervenciones Especiales-GIE y le pregunta, casi llorando, “¿por qué nos tratan así?, ¿por qué nos tratan así? El policía caminando y casi sin hacerle caso, voltea para escupir la siguiente frase: “porque son perros conchatumadre” (hay un video de apenas 17 segundos que recoge el hecho).[4] Este insulto lanzado contra una mujer que solo implora por justicia a los que deben defender la justicia y la democracia es un insulto simbólico contra la alteridad radical de la nación. En mi país, el Perú, esa alteridad radical –otrora los quechuas y nativos, Atahualpa– hoy está constituida por aquellos que se oponen (nos oponemos) a mirar el crecimiento con el optimismo ególatra de los beneficiados por el neoliberalismo y el extractivismo, y que planteamos otras formas de desarrollo basadas en un país megadiverso. Somos mujeres, mestizos, indígenas, comuneras, activistas: una gran variedad que aún persiste en hincar una bandera de resistencia.
“Porque son perros conchatumadre” es brutal: es el peor insulto para un peruano o peruana. Es regresar a la nada que eras antes de nacer por la “concha de la madre”. Es la forma de plantear una brecha profunda e insondable: no hay posibilidad de entender que existen, en la misma nación, posiciones políticas totalmente opuestas y que deben convivir para poder llegar al “bien común”. ¿Pero qué diablos es el “bien común”? Es un concepto abstracto que aparentemente generaliza la necesidad de que los ciudadanos de una nación busquemos un mismo horizonte. Pero en el Perú, así como en Ecuador o Colombia o Chile, el bien común se impone por quienes llevan la batuta de lo que llaman “desarrollo”: por eso no funcionan las mesas de diálogo, porque son percibidas por los subalternos como estrategias para desconflictivizar. El diálogo entre el Estado y los subalternos es una imposición pues desde la subalternidad –como lo señala Gayatri Spivak– esa voz no se escucha, no se toma en cuenta, no “representa”, es inaudible. Así como fue inaudible la voz de Dios para Atahualpa.
Ese insulto del policía, lanzado de esa manera como si se tratara de una bala explosiva, me hace recordar los años del conflicto armado, en que policías y militares no entendían ni querían entender a los hombres y mujeres que se resistían tanto a Sendero Luminoso como a la represión indiscriminada de las fuerzas del orden. Para poder entender estas lógicas, hay que pensar en las que utilizaron soldados, policías y terroristas para ningunear a los afectados por el conflicto armado de esos años 80. Me refiero a formas de basurización simbólica –es un término que trabajé en mi libro El Factor Asco– para atribuírselas a la alteridad, es decir, lógicas que consideran al sujeto de la otredad radical como un desecho, alguien que debe de estar fuera del sistema para que el sistema funcione.
El policía, probablemente costeño, en una sierra que detesta, aburrido y harto de su situación, separado de su familia, hastiado de gastar de su bolsillo para rancho, viendo que sus compañeros de la policía son subsidiados por la empresa minera a través de convenios secretos con pertrechos, comida y dinero en efectivo, no puede contener el odio visceral y profundo, el desprecio por aquel a quien debe de servir, y lo dice con todas sus palabras: pe-rros-con-cha-tu-ma-dre.
Terrorista antiminero
Igual al cura Valverde, quinientos años atrás, el otro ser humano es trastrocado en un animal. Podría ser un piojo como denominaban los alemanes de la SS a los judíos de Auschwitz; la relación entre perros y piojos es de matiz: el desprecio por el piojo al que se le mata con las uñas es menos aguerrido y violento que el desprecio por el perro al que se debe de controlar, dominar y amaestrar. Pero un perro del modo como el policía lo menciona no es solo un perro: es lo más bajo en el escalafón de los seres vivientes, es el que debe de regresar por la boca que vino al mundo, por esa concha de la madre.
En esa expresión no solo hay desprecio, hay asco y temor. En ese sentido, la policía, las fuerzas armadas y los líderes del país no han aprendido de los veinte años de guerra interna: de la creación de una otredad radical y basurizada (el terruco) hemos pasado al desprecio del campesino, del líder de las protestas, de la mujer que protesta, del otro que difiere de nuestra manera de entender el mundo: al terrorista antiminero. En las redes sociales, sobre todo en Twitter, es común que sectores de personas que consideran que la locomotora del desarrollo es la minería, nos insulten con calificativos vulgares, pero sobre todo, que nos digan “terrucas antimineras”.
En una ocasión cuando estaba dando declaraciones a los medios de prensa en una movilización en la plaza San Martín frente a decenas de cámaras de televisión, un hombre de unos 35 años, se me acercó a insultarme y me escupió delante de todos. Un video en YouTube sobre esa acción ha sido titulado como “escupen, humillan y desenmascaran a falsa defensora de derechos humanos y proterruca”. ¿Pueden creer eso? En lugar de defenderme, justifican la acción de ese individuo, porque siendo yo una proterruca entonces es posible no solo escupirme sino golpearme y hasta matarme.
Es lo mismo que decenas de periodistas pagados por las empresas mineras arguyen contra mujeres como Máxima Acuña o Maryluz Marroquín. La capacidad de descalificar al otro sigue siendo la manera de debatir. Centenas de mujeres que defienden el agua en el Valle de Tambo o en Las Bambas, zona del corredor minero de Abancay, son agredidas por la policía o por los guardias de seguridad de la empresa minera y este accionar lo justifican esos discursos que se divulgan por allá y por acá. El 11 de diciembre de 2018 en la zona del corredor minero de Las Bambas, Abancay, un grupo de comuneros de Yavi Yavi bloquean la carretera y, en esa tensión, una señora se acerca a reclamarle a la policía, uno de ellos empuja a la comunera que tenía a una niña de la mano, y ambas caen al suelo. El 29 de diciembre de 2018 cuarenta trabajadores de seguridad de la minera Antapaccay ingresaron a la fuerza a terrenos que los comuneros de Alto Huarca en Espinar, Cusco, reclaman como suyos, y en esa situación, jalonearon a seis mujeres, una de ellas se encontraba con su niña colgada de un quipe a su espalda y la lanzaron al suelo con su niña. En febrero de 2019 las comuneras y defensoras Francisca Umasi y Vidal Coaquira denunciaron por golpes y violencia a los trabajadores de la empresa Liederman contratada por Glencore en Espinar, ¿conseguirán justicia o seguirán siendo ignoradas?
En Perú, México, Ecuador o Colombia, la policía nacional o la seguridad de la empresa golpea, hiere, insulta y denuncia a las mujeres que defienden sus territorios. Y las mata, también. Uno de los casos más conocidos es la muerte de Berta Cáceres: empleados de la empresa Agua Zarca, Honduras, han sido sentenciados por ese asesinato de la defensora de la comunidad lenca. En Puno el año 2011 durante una movilización en contra de la minera San Ana, la señora Petronila Coa es asesinada de un balazo luego de que un suboficial gritara: “mátala, mata a esa chola de la waraqa”.[5]
Esta situación que pasa en el Perú, pero que también ha sucedido en el Ecuador muchas veces, frente a la defensa del Yasuní o contra la penetración de la Texaco, ha vulnerado la capacidad de mujeres defensoras como Esperanza Martínez de Acción Ecológica que fue calificada por Rafael Correa como “ecologista infantil” o “la mentirosa del año”, o de Lina Solano, del Frente de Defensoras de las Pachamama, denunciada, detenida y golpeada durante una protesta pacífica el 2016 en contra del proyecto Río Blanco. Campesinas, defensoras o abogadas de la ciudad somos violentadas en diferentes circunstancias, sobre todo, por ser tercas en defender derechos.
Entronques patriarcales
En estos años acompañando a Máxima Acuña de Celendín, Maryluz Marroquín del Valle de Tambo, Rosa Sara Huamán de Cañaris, Mirtha Vásquez y Nélida Ayay de Cajamarca, Elsa Merma de Espinar, y a tantas compañeras defensoras, no he podido dejar de pensar en ese término que las feministas bolivianas han acuñado y es tan preciso para hablar de los diversos patriarcados que se ponen en funcionamiento en el contexto de conflicto ecoterritoriales: el entronque patriarcal. Para las feministas comunitarias aymaras, el entronque patriarcal es esa relación de estrategias de dominación que se da entre el patriarcado andino, original, quechua o aymara o de los pueblos nativos, y el patriarcado colonial que se asienta con el conquistador.
Sin duda el capitalismo por despojo tiene a este socio que lo ayuda muchísimo: el patriarcado, o mejor dicho, los diversos tipos de patriarcado que entran en funcionamiento en estas zonas “del no ser” –como dice Raúl Zibechi– que son los espacios del extractivismo. Usualmente los acuerdos entre funcionarios de las empresas, ingenieros o miembros del patriarcado central, con miembros del patriarcado dependiente como tenientes gobernadores o ronderos o presidentes de comunidades o campesinos, se consolidan porque son “acuerdos entre hombres”. Esta es una tradición antigua no solo en relación con la dominación masculina hacia las mujeres, sino también en la forma como las mujeres han sido excluidas sistemáticamente de los espacios mineros cuando se trataba de minas de socavón, bajo el pretexto de que si una mujer entraba al socavón, la mina se ponía “celosa”. Hoy en día las cosas han cambiado y en el documental de Tito Cabellos sobre la resistencia de Máxima y de Nélida Ayay Chilón, “La hija de la laguna”, se puede observar a mujeres trabajando en los socavones de las minas de Bolivia. Pero la idea de que las relaciones laborales y de negociación se dan “entre hombres” es una tradición minera.
Los vínculos entre patriarcado dependiente (local, rural, marrón) y patriarcado central (exterior, blanco, urbano) son totalmente asimétricos y muchas veces, los varones del patriarcado dependiente actúan para ganarse el prestigio y el reconocimiento de los varones del patriarcado central que tienen el poder. En esas interacciones quienes están completamente afuera son las mujeres. Por eso, como me dijo Máxima Acuña: “Pongamos que sus trabajadores de la empresa necesitan entrar a esa tierra, rapidito agarran, lo encuentran al hombre por ahí, le dan la mano, le dicen “hola cómo estás amigo, nos puedes permitir, vamos por ahí a una pollería, a una gaseosa, aunque sea un pollito…”. Ese es su trabajo de la empresa que hacen mayormente con los varones. Después que le dan, entonces le dicen, “esto es lo que vamos a hacer”. Pero como ya se dejó convencer… se va a la casa y su familia no sabe, su esposa no sabe, sus hijos no saben. Cuando ya empieza la cosa seria empiezan los problemas, a ver recién ahí hablan y recién le dicen a la esposa, les dice a los hijos”.
Los entronques patriarcales en esas zonas son un ejemplo de la toma de decisiones de espaldas a las mujeres y de los problemas que se producen posteriormente porque, por supuesto, las señoras que se ven perjudicadas reclaman ante los esposos, pero la suerte ya está echada. Por cierto que muchas veces, este patriarcado local y subalterno, nos acusa a nosotras las mujeres de la ciudad de venir a soliviantar a sus esposas, compañeras e hijas y de “imponer formas occidentales ajenas a nuestra cultura como el feminismo” cuando lo que pretenden es seguir dominando. El feminismo occidental y blanco no es, para nosotras, un modelo desde hace mucho tiempo y creo que desde los diversos rincones del Abya Yala los feminismos diversos, comunitarios o no, como lo ha recogido Francesca Gargallo en su libro, han podido concretar estrategias de liberación de la mujer respetando sus principios, su estructura comunitaria y su identidad. Las mujeres indígenas, comuneras y campesinas no se dejan intimidar ni persuadir con el falso dilema cultura vs igualdad.
“No te involucres”: liderazgos masculinos y femeninos
Otro asunto es que, dentro de ese patriarcado dependiente, también hay estrategias para discriminar o sutilmente no reconocer a las mujeres a pesar de la invalorable labor que realizan en las movilizaciones y en los frentes de lucha: me refiero a la forma cómo los dirigentes varones logran que pocas o ninguna mujer participe de las mesas de diálogo, o de la forma cómo el Estado ni siquiera se percata que las mesas de diálogo deben de tener un importante componente de género para promover una mayor participación de las mujeres. Esta visión además califica las acciones que deben o no deben formar parte de los liderazgos y descalifican muchas actuaciones de liderazgos-otros, más empáticos, que son los de las mujeres.
Por ejemplo, cuando yo comencé a trabajar en la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos el año 2011, un compañero muy cercano me dijo que no me “comprometa emocionalmente” con las víctimas porque eso no me iba a permitir actuar de manera más efectiva. ¡¿Qué?! Sí, ese fue su consejo que felizmente no escuché y menos puse en práctica. Para mí es totalmente imposible no comprometerme emocionalmente con las víctimas de violaciones de derechos humanos, porque creo que ese es el primer punto para poder llevar adelante una buena defensa.
Yo me siento totalmente vinculada, de forma amical y hasta familiar, con muchas de las mujeres con las que trabajo. He llorado con Máxima Acuña, me he sentido protegida por las mamás ayacuchanas de ANFASEP[6] cuando me han maltratado y estigmatizado, me he molestado personalmente con mis colegas abogadas cuando han exagerado lo jurídico sobre lo humano, me ha dado pánico cuando las compañeras trans me llamaban en la madrugada para decirme que las perseguía la policía.
No creo que los liderazgos masculinos sean ejemplares: muchos nos están demostrando que son insuficientes. Tampoco digo que los liderazgos femeninos sean un paradigma, pero me siento mucho más compenetrada con la posibilidad de poner el cuerpo, en toda su dimensión racional, pero también emotiva y biológica, en la defensa de las defensoras. Además, siempre con el temor a no dar la talla, a fallar, a tener miedo, a ser cobarde, a dejarse arrastrar por la inercia, a no saber contestar al poder. Este temor, reconocerlo, es lo que me hace más humana.
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Notas
[1] Shilico se le dice al oriundo de Celendín, Cajamarca.
[2] Marisol de la Cadena. “Políticas desde lo incomún”. Varios autores, Mujeres indígenas y cambio climático. Lima: IWGIA, 2019.
[3] Escarbar entre la tierra, después de la cosecha, lo que queda para uso propio.
[4] Porque son perros. Disponible en: https://youtu.be/n9BV0lW-ZXI
[5] Waraqa o huaraca es una honda de largo alcance. El video está disponible en: https://youtu.be/1PSs73X70aY.
[6] Asociación Nacional de Familiares de Detenidos y Desaparecidos del Perú.