Lina Meruane
Escritora chilena
digamos que quieres crear una persona. Eso solía significar que necesitabas tener sexo, quedarte embarazada, sobrevivir el parto y criar un niño, ¿cierto? […] Ahora la tecnología está multiplicando las opciones […]. Si no logras embarazarte con facilidad, puedes tomar hormonas. O si eres soltera o gay, o tu pareja es infértil, puedes acudir a un banco de esperma. Si no puedes retener al embrión puedes contratar a una madre sustituta. […] Puedes comprar huevos, esperma, alquilar un vientre, contratar una nodriza y un ejército de niñeras.
Catherine Lacey / Las respuestas
I. Acá voy. Me lanzo otra vez sobre la temible controversia de la reproducción asistida. Voy decidida a abordar, desde otro ángulo, desde otros órganos, lo que ya señalé en mi ensayo Contra los hijos: que hoy retorna la retórica reproductiva ejerciendo una presión que experimentamos todas las mujeres (aun cuando no lo sepamos, aun cuando no queramos reconocerlo). Se trata de una presión multiplicada para que no solo aceptemos tener un hijo, dos hijas, una legión de hijes en nuestros propios cuerpos o en los cuerpos mal pagados de otras mujeres. Hijos en unos meses o en cientos de años, ahora que podemos aplazarlos en un congelador.[1]
Si vuelvo sobre mis palabras es precisamenteparapensar en la perniciosa proliferación de tecnologías que producen el alargue temporal del mandato materno a la vez que desactivan la complejidad del sujeto femenino y lo reducen a cuerpo y a menos que eso, lo vacían, lo vuelven puro órgano incubador, pura célula reproductiva. Más que una mujer o una madre vista desde sus múltiples ángulos el foco se cierne ahora sobre sus ovarios hinchados con hormonas, sus folículos enardecidos, sus óvulos a granel, extraídos, fertilizados, inseminados o puestos velozmente a congelar antes de que se echen a perder. Y no me olvido, por más que algunas mujeres quisieran olvidarlo, que todavía se requiere del esperma (producción espontánea o post-lectura-porno) donado o vendido por hombres anónimos[2] y sobre todo donantes blancos. Millones de espermatozoides y óvulos acopiados en laboratorios que serán emparejados sobre una placa de Petri, miles de embriones refrigerados a la espera de un vientre deseoso o disponible. Y todos esos laboratorios intentando y prometiendo hacer viable (lo quiera una mujer o no, lo quiera ahora, o nunca) la producción de hijos.
II. Ya sabemos que el cuerpo de una mujer nunca ha sido completamente suyo. Ha sido del padre y del marido, de la familia. Ha pertenecido a la sociedad y a la nación, y, como ha apuntado, siempre sagaz, la filósofa Judith Butler[3], “ha sido sobre todo el cuerpo preñado el que le pertenece al Estado”. Es el Estado el que se asegura, a través de sus presidentes, ministros, congresistas, policías, y las demás instituciones (la médica, la educativa) de ejercer su voluntad sobre los cuerpos portadores de hijos. Contrario a lo que podría pensarse en esta era signada por un sistema neoliberal que nos ofrece (que falsamente nos promete) la posibilidad de elegir nuestros destinos, y contrario a la emancipación feminista (o precisamente como respuesta a estos tiempos de empoderamiento femenino), se han intensificado los rituales de expropiación de los derechos de las mujeres dentro y fuera de sus casas, y se han acrecentado las perversas lógicas extractivistas sobre sus cuerpos.
No puedo detenerme cuanto quisiera en los diversos contextos y variantes locales de estas lógicas, de estos rituales que van impidiendo la abstención materna, pero puedo señalar sus síntomas. Apuntar hacia la inexistente o incompleta educación sexual en el ámbito público y privado y su efecto transversal: las altas tasas de embarazo adolescente. Agregar el dificultado acceso a la contracepción, a la limitación del aborto, aquí y allá, cuando no a su completa proscripción. Apuntar a la desprotección de infinitas niñas vulneradas y violadas a quienes no se les garantiza el humano derecho a no ser niñas-madre contra su voluntad. Y apuntar también que en los lugares donde la ley sí le otorga a una mujer o a una niña la facultad de decidir sobre su cuerpo surge el recurso de la “objeción de conciencia” enarbolado por médicos conservadores auspiciados por sus iglesias y auxiliados por agresivos manifestantes premunidos de pancartas ante clínicas que practican la terminación de embarazos no deseados.
Y pienso en Irlanda como una excepción inesperada y atemporal pero pienso que no tan lejos de esa isla europea, en la patria gringa de Rebecca Solnit, hay políticos que ven en un embarazo por violación “un regalo de Dios” que toda mujer debiera aceptar además de acatar, por ley. En algunos estados de ese mismo país desunido que celebra cualquier libertad menos la femenina, no solo quieren ilegalizar el aborto sino que además quieren otorgarle a padres accidentales y a violadores la facultad de demandar a la mujer que se niegue a tener un hijo suyo.[4] Y pienso igualmente estremecida en las muchachas-migrantes que “pagan” su peaje fronterizo con sexo (es sabido que muchas se preparan para esa violencia tomando pastillas, poniéndose una T de cobre), y pienso en las muchas mujeres en custodia a quienes el gobierno de los Estado Unidos les está controlando la regla para impedirles un aborto[5]; mientras ellas siguen detenidas, se utilizan sus vientres para surtir el gran negocio estadounidense de la adopción. Estas mujeres-incubadoras realizan, de manera gratuita, un trabajo gestacional para suplir a esa nación de niños pobres pero de alto valor (cada niño hispano o blanco le cuesta 40 mil dólares a sus padres adoptivos, los niños negros cuestan 8 mil dólares menos).
Disculpen este detallado desvío pero es necesario decir, sobre estas mujeres grandes y pequeñas, libres o detenidas, ciudadanas o migrantes, mujeres sin más recurso que sus cuerpos, que están y estamos presas de una perversa operación metonímica: mujeres vueltas ovarios, trompas, úteroscuya misión es llevar hijos a término. Como consta en el estremecedor expediente de una niña tucumana de 11 años, embarazada por un pedófilo y legalmente forzada a ser niña-madre, es decir tratada como “receptáculo” disponible para la reproducción: “Quiero que me saquen esto que me puso adentro el viejo”. Se trata de la conquista de una vieja ficción: no ya una mujer sino toda una sociedad gestando niños en vientres ajenos de todas las edades.
III. Fueron los inventores del siglo XIX quienes dieron a luz la entelequia del vientre artificial en la creación de un tanque de vapor destinado a servir de útero.[6] Pero si la realización fracasó, la idea de los úteros mecánicos se hizo popular en ficción especulativa de los años 30 del siglo pasado: se replicó tanto en novelas de folletín como en Un mundo feliz (1932), el clásico de Aldous Huxley al que retornaré enseguida. Esa ficción del automatismo reproductivo la retomaría el feminismo utópico de los años 70, expresado en el manifiesto igualitarista La dialéctica del sexo, donde la entonces jovencísima Shulamith Firestone proponía la externalización de la producción filial en vientres industriales como única posibilidad de liberar a las mujeres de la discriminación laboral y la anulación personal que significaba la maternidad. Firestone no proponía que esos úteros fueran humanos, su utopía era la máquina reproductiva.
No tardaría en aparecer la escena siniestra de los vientres de mujeres esclavizadas para esa función en el distópico Cuento de la criada. En esa novela de Margaret Atwood, las escasas mujeres que han retenido su fertilidad son reclutadas y recluidas como paridoras de los futuros hijos de los comandantes de la poluta y estéril teocracia de Gilead. Ellas, las paridoras, se abren de piernas en el pacto seudo-consensual de toda esclava; ellas aportan tanto sus óvulos como sus úteros y sus cuerpos (y renuncian a su deseo, reprimen su subjetividad) mientras se asumen, cito, como “recursos nacionales”, “recipientes sagrados”, “vientres sobre dos piernas”, es decir, como incubadoras de hijos que una vez nacidos les serán arrebatados. Porque como señala la narradora de la novela, “son solo los interiores de nuestros cuerpos los que importan”. Ellas solo intentan cumplir el designio de la divina multiplicación de los frutos para sobrevivir.[7]
III. Permítanme un breve excurso por la deriva interseccional: a lo largo de esta novela, Atwood recupera en la figura de las paridoras blancas de gorros blancos de Gilead (algunas expropiadas de sus propios hijos blancos), una realidad vivida con variaciones por las esclavas negras del sur norteamericano. El contrato materno de las plantaciones había establecido desde sus inicios que las mujeres esclavas no podían reclamar nada para sí, ni siquiera la propiedad de su obra procreativa. No eran reconocidas ni como humanas, ni como mujeres, ni como madres sino solo como garantes de una descendencia también esclava necesaria para la producción. Ese patriarcado racista desposeía, asimismo, cuando la ley lo veía conveniente, a las madres-nativas, a las madres-mestizas, a las madres-proletarias solteras o fuera de la ley. Y como señala Alys Eve Weinbaum, ese procedimiento de expropiación se volvería el modelo del biocapitalismo actual, uno que depende de la racialización y comodificación del cuerpo reproductivo, de sus procesos y productos.
Pero aunque la práctica expropiacionista continúa modelando todas las relaciones laborales femeninas, incluida la reproductiva, esta es siempre más cruel para las mujeres más vulnerables. Las sociedades postindustriales del capitalismo global siguen estando estructuradas por una división racial del trabajo: desde las niñeras a las nodrizas a las mujeres que alquilan sus vientres siguen siendo sobre todo mujeres “de color”. Ellas son pura techne, puro músculo, cordones y fluidos, puro calcio y vitaminas que a veces ni siquiera logran reponer para sus propios cuerpos. Y en esa desigualdad son sobre todo las mujeres blancas, educadas, adineradas (heterosexuales o disidentes) quienes acceden a los beneficios del trabajo materno ajeno, precariado, a tecnologías reproductivas racializadas.
Son ellas (y muchas de nosotras), las educadas, las profesionales, las privilegiadas, quienes se hacen parte del mecanismo y lo racializan priorizando la blancura en la elección genética de su progenie. El huevo o la gallina (o la madre), quien sabe, pero incluso los médicos insisten la entrega del oscuro objeto del deseo eugenésico: insisten en valorar el esperma, los óvulos, los embriones blancos (o “mediterráneos caucásicos”, como le sugirieron a una académica catalana[8]). La compra de ese material genético que vendría a blanquear la especia queda justificado en la racionalidad del “bien del hijo”, de la “inserción social”, del “parecido físico”, por más que es el fetichismo genético lo que naturaliza el racismo.
IV. Pero apartemos el impulso eugenésico para observar cómo el modelo expropiacionista –del retoño ajeno o del óvulo ajeno– ha cedido a lógicas de despojo extractivistas propias de la actual encarnación del capitalismo. Las biotecnologías no solo se centran hoy en la extracción y conservación de células reproductivas sino que también se empeñan en la “naturalización” de estos procesos. Yo quiero desnaturalizarlos aquí, y quiero separar esta crítica al procedimiento biocapitalista de la posible invectiva contra las mujeres que deciden hacer uso de estas tecnologías –esto no resulta sencillo, es siempre más fácil atacar la necesidad, el deseo, la decisión individual, que diagnosticar las estructuras hegemónicas de pensamiento que las sustentan–. Y es sobre todo arduo vislumbrar cómo el sistema se hace cargo del deseo, cómo produce deseo, cómo coopta los lemas de la emancipación y transforma la idea de libertad en efecto del consumo (la supuesta emancipación en el ejercicio mismo de elegir y conseguir lo que se desea). Cómo el sistema ha hecho de la fertilidad (conseguir reproducirse) un signo de la agencia femenina.[9]
A no dudarlo, el pretexto de estas biotecnologías maternas ha sidoauxiliar a las madres-potenciales (jóvenes sometidas a tratamientos que podrían dejarlas estériles, mujeres que quieren y no pueden por sus propios medios, solteras, casadas o disidentes) que imaginan un futuro con hijos propios.
Repito, insisto, voy a ser majadera: no deja de inquietar la apropiación de la retórica del feminismo y su manipulación en la idea de que empoderarse es recuperar el control de todos los procesos corpóreos. La promesa del control, la promesa de un poder que nos ha sido esquivo pareciera materializarse hoy en un poder tenerlo todo, poder conciliar roles, poder elegir el momento más propicio para engendrar, poder producir, producir, apropiarnos de nuestros medios productivos. Pero esa premisa requiere atención: ¿no será que queriendo controlarlo todo estamos cayendo en una trampa? ¿No es, acaso, la premisa del capital que no haya nunca un minuto desocupado, improductivo, infértil en el más amplio sentido de este término?
Levanto esta interrogantes porque sospecho que, premunido de la aceptación femenina, la ciencia ha empezado a “crear personas” excediendo por mucho el legítimo deseo materno y virando en una dirección que avizoro más siniestra. Y es en este punto que resulta provechoso regresar a Aldous Huxley: es momento de darle crédito por haber previsto, hace casi un siglo, una sociedad donde “el principio de la producción en masa” del capitalismo (un capitalismo todavía industrial mientras él escribe), donde “el principio de la producción en masa se aplica, por fin, a la biología” (12). Lo que Huxley escenifica en Un mundo feliz es una comunidad científica que busca suplir de brazos a la industria, suplirla en modo aceleracionista. Es muy lento, muy ineficiente, gestar individuos únicos, y es por eso que se diseñan métodos para multiplicar cada embrión fecundado en el laboratorio de la ficción. “Un óvulo, un embrión, un adulto: es lo normal. Pero en este caso un óvulo […] prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión perfectamente constituido y cada embrión se convertirá en un adulto completo. Una producción de noventa y seis seres humanos donde antes solo se conseguía uno. Esto es el progreso”. (11). Uno de los científicos, entusiasmado, celebra que pronto serán millones de (lo que hoy conocemos como) clones humanos.[10]
La novela anticipa el crecimiento de la industria biocapitalista auxiliada por las tecnologías de la fecundación artificial, asistida, o, por usar el modo hiperbólico de la neolengua, por la tecnología de la preservación o de la prolongación de la fertilidad que por estos días no solo se ha vuelto posible sino que comienza a estar en boga. Y no me refiero con esto a la fecundación in vitroinmediatamente posterior a la extracción de los óvulos que ha producido más de cinco millones de niños en cuatro décadas; el in vitro ha dejado de ser un método nuevo o novedoso.[11] Me refiero a la publicitada “criopreservación de ovocitos”, que, en simple castellano, es la congelación de óvulos, un procedimientoque consiste en estimular hormonalmente los ovarios de una mujer para hacerlos producir no uno sino quince, dieciocho, treinta y cuatro óvulos a la vez, o noventa y seis, como se dice con siniestro optimismo en la novela de Huxley, extraerlos todos laparoscópicamente, estudiarlos, seleccionarlos, diseñarlos genéticamente para asegurar no solo su salud sino su perfección, y almacenarlos para su uso futuro.
¿Como se explica la explosión en la demanda de criopreservación por razones que los expertos califican como “sociales” o “electivas” (en oposición a “razones médicas” como son la enfermedad o la esterilidad)? Son cada vez más las mujeres fértiles que eligen esta vía, por más que las estadísticas de fecundación natural son tanto más altas y tanto menos costosas. Una escritora española (una que prefirió el anonimato) me dio la señal de alerta: en 2015, año en que ella cumplió los 35, recibió una carta de un laboratorio privado a través de la Asistencia Sanitaria (la Mutua, un seguro privado contratado a través del seguro público) para informarle que tenía a su disposición, cito, “el servicio de congelación de óvulos en diversas clínicas, además de una serie de tratamientos de fertilidad y reproducción asistida”. Lo que recibió, decía la escritora, era una carta corporativa que infringía su privacidad al usar datos personales con fines comerciales –datos muy privados, como el hecho de no tener hijos, que estos seguros transan sin consentimiento–. Además, la carta hacía publicidad engañosa, porque ninguno de los servicios ofrecidos estaba cubierto por el seguro que mediaba en la correspondencia.
Congela tus óvulos mientras todavía estés a tiempo era la consigna de la carta que presuponía que toda mujer-sin-hijos quiere o querrá tenerlos pero no ha podido o no tiene con quién. O lo que es peor, la carta intentaba crearle una necesidad, venderle algo que ella nunca había deseado —pero, como ya se sabe, generar una necesidad es el propósito persuasivo y productivo de la publicidad. No hay nada como seguir esos mensajes imperiosos para encontrar que en el fondo de ellos se encuentra siempre el interés económico. Y sucede que la “oferta” de una descendencia posfrigorífica opera de manera implacable en la imaginación de una madre-en-potencia: en sucesivos testimonios muchas mujeres declaran que la existencia misma de esos óvulos congelados significa para ellas, cito, “una última oportunidad”, una manera de “detener el tiempo” o de “apretar pausa”. Esos hijos-potenciales son una manera de mantener las “opciones abiertas”, son una “garantía de fertilidad futura”, un “seguro de vida”. (Bearne)[12] Una promesa de seguridad, piensan, aun cuando un parto-posfrigorífico esté lejos de estar garantizado. Las cifras son más bien alarmantes: promediando distintas fuentes, los alumbramientos de óvulos y embriones congelados no superan el 12% y a medida que pasan los años ese promedio se desploma.[13] A esto se suma que la promesa de congelación tiene un límite exacto: a menos que haya “razones médicas” de por medio, el almacenaje de óvulos dura solo una década.
Conociendo o no estos números, disponibles tanto en papel como en línea, demasiadas mujeres parecen poseídas por el encantamiento publicitario. Sus historias son curiosamente similares: ellas son matoritariamente citadinas, profesionales, solteras que piden préstamos elevados para costear un primer ciclo al que siguen otros ciclos por los que ellas invierten (el lenguaje es propio de la economía) aún más cantidades sustanciales, una y otra vez, y otra vez.[14] Porque una y otra vez vuelven a empeñarse (cada ronda cuesta unas 8 mil libras en el Reino Unido, unos 15 mil dólares en USA, y su traducción a las demás monedas del mundo). Una y otra vez regresan al laboratorio, porque, como asegura una de estas madres-potenciales, después de haber invertido tanta energía física y emocional, tanto tiempo, tanto dinero, resulta difícil abstenerse de seguirlo intentando. Siempre parece haber una nueva táctica, un nuevo procedimiento experimental: la promesa de que el próximo intento rendirá al hijo tan deseado.[15] “Llegada a ese punto”, escribe Julia Lee en su memoria Avalancha, “se vuelve difícil abandonarlo”; su contemporánea, Belle Boggs agrega en El arte de esperar: “En vez de disminuir, el deseo se potencia en proporción a lo que se ha invertido”. El esfuerzo monetario se despliega en el plano de los afectos y las obsesiones: puesta en esa circunstancia una mujer acaba convencida de que tener el hijo depende de ella, de su atención al cronometraje de las inyecciones, de su bio-perfeccionismo, de su inmersión y de su inversión en la progenie. Si lo hace bien. Si lo hace mejor. Si se empeña como nadie en llegar hasta el final. Las mujeres del testimonio se vuelven incapaces de dejar al hijo-potencial en el frízer, como mucho interrumpen el proceso para reponerse –física, mental, económicamente– y poder continuar después, continuar de manera voluntaria a la vez que forzada, para siempre.
Textos citados
-Atwood, Margaret. The Handmaid´s Tale. USA: Anchor Books, 1998.[Trad. esp.: El cuento de la criada, España, Salamandra, 2017].
-Bearne, Suzanne. “Single Women Are Paying Thousands to Freeze their Eggs –but at What Cost?”, Reino Unido, The Guardian, 23/03/2019. Disponible en línea: <https://www.theguardian.com/science/2019/mar/23/single-women-are-paying-thousands-to-freeze-their-eggs-but-at-what-cost> Fecha de consulta: 08/11/2019.
-Boggs, Belle. The Art of Waiting: On Fertility, Medicine and Motherhood. USA: Graywolf Press. 2016.
-Cusk, Rachel. “Two Books About Assisted Reproduction”. Suplemento Book Review, The New York Times, 02/09/2016. Disponible en línea: <https://www.nytimes.com/2016/09/04/books/review/rachel-cusk-reviews-two-books-about-assisted-reproduction.html> Fecha de consulta:04/03/2019.
-Emre, Merve. “On Reproduction” en Once and Future Feminist. USA, Boston: Review/Boston Critic Inc., 2018, pp 7-32.
-Firestone, Shulamith. The Dialectic of Sex: the Case for Feminist Revolution. USA: Farrar, Straus and Giroux, 2003. [Trad. esp.: La dialéctica del sexo: En defensa de la revolución feminista, España,Kairos, 1976].
-Garnham, Juan Pablo. “Aliro Franco Garrido: Los 20 años del primer chileno de probeta”. Suplemento El Sábado, El Mercurio, Chile, 24/09/2005. Disponible en línea (solo suscriptores). Fecha de consulta: 24/02/2016.
-Goñi, Uki. “Girl, 11, gives Birth to Rapist Child after Argentina refuses Abortion” The Guardian, 01/03/2019. Disponible en línea: <https://www.theguardian.com/global-development/2019/feb/28/girl-11-gives-birth-to-rapists-child-after-argentina-refuses-abortion?utm_term=RWRpdG9yaWFsX0d1YXJkaWFuVG9kYXlVUy0xOTAzMDE%3D&utm_source=esp&utm_medium=Email&utm_campaign=GuardianTodayUS&CMP=GTUS_email> Fecha de consulta:04/03/2019.
-Huxley, Aldous. Un mundo feliz. 3ra edición. México: Grupo Editorial Tauro, 1978.
-Kaku, Michio. The Future of Humanity. Terraforming Mars, Interstellar Travel, Immortality and our Destiny Beyond Earth. UK: Penguin Books, 2018 [Trad. esp.: El futuro de la humanidad, España, Alfaguara, 2019].
-Lacey, Catherine. The Answers. US: Farrar, Straus and Giroux, 2017. [Trad. esp.: Las respuestas, España, Alfaguara, 2017].
-Leigh, Julia. Avalanche: A Love Story. W.W. Norton & Company, 2016.
-Meruane, Lina. Contra los hijos, 2nda edición. Chile: Penguin Random House, 2018.
-Otte, Jedidajah. “Mars Colonisation Possible through Sperm Bank in Space, Study Suggests”. The Guardian. 23/06/2019. Disponible en línea: <https://www.theguardian.com/science/2019/jun/23/all-female-mars-colony-possible-using-frozen-sperm-says-study> Fecha de consulta: 23/06/2019.
-Schweblin, Samanta. “Conserva”. Pájaros en la boca. España: Lumen, 2010. pp 183-195.
-Solnit, Rebecca. “The Longest War”, Men Explain Things to Me. USA: Haymarket Books, 2015. [Trad. esp.: Los hombres me explican cosas, España, Capitán Swing, 2018].
-Weinbaum, Alys Eve: “Missing from Emre is a Sustained Examination of Race”. USA: Boston Review, Agosto 14, 2018. Disponible en línea: <https://bostonreview.net/forum/all-reproduction-assisted/alys-eve-weinbaum-weinbaum-emre> Fecha de consulta: 23/06/2019.
-Wright, Jennifer. “The U.S. is Tracking Migrant Girls’ Periods to Stop Them from Getting Abortions”. USA, Harpers Bazaar, 02/04/2019. Disponible en línea: <https://www.harpersbazaar.com/culture/politics/a26985261/trump-administration-abortion-period-tracking-migrant-women/> Fecha de consulta: 23/06/2019.
Notas al pie
[1] No se trata de una exageración: la ingeniería reproductiva está aliada con la del espacio para hacer posible la llegada de seres humanos a los exoplanetas habitables pero demasiado lejanos. Es por eso que se está probando si los espermios humanos son capaces de resistir el viaje o mejor, si los embriones criopreservados podrán resistir un periplo de años-luz, para luego ser descongelados y madurados en incubadoras y criados, tal vez, por robots. Esos niños-luz se volverían, si la tecnología perite y el deseo se cumple, los colonizadores de los nuevos planetas. Y para que no crean que me lo estoy inventando, los invito a mirar los artículos del periodista de The Guardian, Jedidajah Otte y del extravaganta y despreciado científico Michio Kaku (189 y 223).
[2] Es preferible usar espermios liberados de su dueño simplemente porque, como asegura la pareja lesbiana en un ensayo de Merve Emre, K y N, “las complicaciones legales de contar con un donante conocido son aterradoras: reclamos de paternidad, derechos de visita, niños arrastrados a los tribunales de familiar”.
[3] La filósofa Judith Butler se refirió brevemente a este asunto tras un conversatorio con las representantes de Ni Una Menos en la Universidad Tres de Febrero, UNTREF, en Buenos Aires, Argentina, 09/04/2019.
[4] Es estremecedor, y costaría creer si no lo contara la respetable Rebecca Solnit en “La guerra más larga”, incluido en su célebre libro Men Explain Things to Me.
[5] Jennifer Wright explica que una agencia anti-aborto es la que lleva este programa, y así, mientras en la actualidad sigue habiendo unos 1500 niños “perdidos” (se sospecha que han sido dados en adopción), hay muchas jóvenes forzadas a parir aun cuando hayan sido violadas, que es lo que con frecuencia les ocurre en el paso fronterizo. No se sabe qué sucederá con esos bebés, pero las mujeres son amenazadas que si no se portan bien se les quitará al hijo y se lo dará en adopción. Ver: “The U.S. Is Tracking Migrant Girls’ Periods to Stop Them From Getting Abortions”. Harpers Bazaar, Abril 2, 2019.
[6] La fantasía maquinista de fines del siglo XIX, relatada por Merve Emre, no se condice, por supuesto, con la realidad biológica de la procreación. Pero eso no significa que los bioingenieros del presente hayan dejado de soñar con deshacerse del cuerpo femenino, la subjetividad femenina, la posibilidad de su negación, y sigan intentando crear una incubadora artificial.
[7] No son servidoras sexuales ni son mujeres violadas, argumenta la narradora del Cuento de la criada de manera poco convincente, puesto que ellas han accedido a esta labor. Han consentido, sí, pero a cambio de no ser enviadas a un campo de concentración en el que no podrán sobrevivir.
[8] No puedo evitar rememorar su relato: durante el procedimiento in vitroal que se sometió su compañera, el médico quiso saber a quién debía parecerse la descendencia. La compañera apuntó hacia ella y el especialista procedió a definirla como mediterránea antes de elegir al donante; ella quiso saber qué implicaba racialmente ser mediterránea y el médico respondió “mediterránea caucásica, no se preocupe, su hijo no tendrá sangre de moro”.
[9] Tomo esta línea de la novelista canadiense Rachel Cusk. En una reseña sobre libros sobre maternidad, Cusk define la infertilidad como una angustiosa ausencia, una “nada”, un “no-evento”, una “indecibilidad” que se “ve reparada por la tecnología in vitro que le confiere a la infertilidad el rango de evento, de evento remediable además”.
[10] Apunto acá el breve racista que aparece en la discusión sobre la fertilidad de “la raza negra”, cuando el científico de nombre alusivo a la creación, Mr. Foster (to foster en inglés es fomentar), compara la reproducción de los ovarios en incubadoras: “¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un ovario de hembra negra a la glándula pituitaria! Es algo asombroso para quienes no están acostumbrados a trabajar con material europeo”. (13, énfasis mío).
[11] Han pasado 4 décadas desde el nacimiento, en 1978, del primer in vitro: Louis Brown, una niña británica que precedió por veinte años a la clonación de la oveja Dolly. A Louis le siguieron dos niños de probeta nacidos en Estados Unidos y uno más en Australia. Poco después, los doctores del Hospital Militar de Chile consiguieron dar vida al primer niño de probeta latinoamericano, un chileno llamado Aliro. Según la crónica de ese evento ocurrido en 1985, bajo dictadura, “su abuelo escuchó la noticia por onda corta en Radio Moscú, en la que decían que (Augusto) Pinochet estaba haciendo clones humanos”. El miedo a la intervención tecnológica en la procreación no ha dejado de ser una preocupación ética que trasciende los círculos científicos. El último escándalo ha sido la edición genética de dos mellizas recién nacidas en China.
[12] Lo más cercano a esta idea la escribió ya la autora contemporánea del fantástico argentino, Samanta Schweblin, en un breve relato menos angustioso y tal vez más alentador llamado “Conserva” (Pájaros en la boca), en el que una mujer, embarazada antes del tiempo de su deseo materno, recurre a una terapia que le permite ir reduciendo el feto a un embrión y luego a una suerte de almendra que podrá escupir por la boca y almacenar en el refrigerador hasta que llegue el momento adecuado, “más adelante” (193). Un regreso literal a la semilla, mediado por una misteriosa tecnología fármaco-respiratoria, en el que “poco a poco” (no se dice si el tiempo o el bebé), “comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora” (191). La niña que ya tiene nombre en el relato regresa a su estado seminal y queda reducida a una vida potencial destinada al futuro.
[13] Bearne apunta (yo traduzco). “A pesar de su alto costo, la investigación del Imperial College de Londres y del hospital Chelsea and Westminster, revela que las posibilidades de concebir a partir de huevos congelados son relativamente pequeñas. Sus estadísticas muestran que la proporción de óvulos congelados que conduce a un nacimiento vivo entre las mujeres menores de 36 años es del 8,2%, cayendo al 3,3% para las mujeres de 36 a 39 años”. Según la Agencia de Fertilización y Embriología Humana (HFEA en sus sigla británica), “la tasa de natalidad actual para las mujeres que intentan concebir a partir de su los propios huevos congelados son 18%”.
[14] Apunto acá más cifras inglesas de la investigación hecha por Bearne: según la misma HFEA, “en 2016, el 46% de las mujeres que congelaron sus óvulos lo hicieron sin una pareja […]. Mientras tanto, más de las tres cuartas partes (77%) de las mujeres que congelaron sus óvulos […] entre 2012 y 2016 eran solteras”
[15] Me pregunto si habrá algún relato donde ese hijo-potencial se queje de frío y exija ser rescatado del hielo, clamando: “mamá, sácame de aquí, tengo frío”. Y la madre-en-potencia, angustiada por esa petición imaginaria o seducida por la posibilidad misma de salvarlo, haga todo lo que tenga a su alcance por rescatarlo, por resucitarlo.