Por María Auxiliadora Balladares
Universidad San Francisco de Quito USFQ
Hace unos días escuché a una fotógrafa referir que los temas, la armonía y la delicadeza de su obra son una respuesta y quizás una búsqueda ante las formas de la violencia intrafamiliar de la que fue víctima su madre y que ella presenció durante los años de la vida en la casa de sus padres. Sus palabras quedaron resonando en mi cabeza, porque su historia familiar es la de tantxs y por la paradoja que, para muchxs, resulta amar al verdugo de sus madres. Podría hacer algunas reflexiones en torno a la institución familia, en torno a su funcionamiento como el adalid de la Iglesia, del Estado patriarcal y del capitalismo. Todas serían muy pertinentes porque no se puede entender esa violencia si no es a la luz del funcionamiento de aquellas instituciones panópticas. Aquí, sin embargo, quisiera plantear otra reflexión, que no pasa exclusivamente por la comprensión del fenómeno en un plano sociológico, sino de lo que implica esa especie de desgarradura, esa irresolución ontológica que acontece, al ser hijxs de padre violento y madre violentada, en nuestro universo psíquico, en nuestra cotidianidad, en nuestras formas de lucha y resistencia, en nuestras propias formas de amar y de crear. ¿Qué se hace con el padre que nos amó, que nos cuidó y protegió, pero que al mismo tiempo ejerció sistemáticamente formas de abuso y violencia con nuestra madre? Ese lugar no es incómodo, es insoportable, y tristemente se convierte en una especie de paradigma que nos ubica en un lugar ambiguo, en una suerte de limbo del que es complicado descender sin estrépito. Me pregunto cómo hacer para que esa violencia que heredamos “como heredan los peces la asfixia” –tal cual escribe Blanca Varela en “Casa de cuervos” – no nos tome y nos haga carne de su carne, caldo de su cultivo.
Rita Segato se ha referido al hecho de que, en las sociedades patriarcales, las formas de la violencia no solo se establecen en un eje vertical en el que el hombre está por encima de la mujer, sino también en un eje horizontal en el que el hombre debe responder ante sus pares y cumplir con un deber ser que se le impone irremediablemente. Ese eje horizontal nos remite al embate que esa violencia machista ejerce asimismo sobre el hombre, ese vendaval que arrasa con todo: con la sensibilidad, con la delicadeza, con la humanidad de quien intente permanecer por fuera de él. Instalada y normalizada, esta violencia adquiere tantos matices que resultan inabarcables en esta breve reflexión. Quizás uno de los más comunes (y por supuesto no el único) es el de la violencia como herramienta pedagógica: se la utiliza para imponer formas del comportamiento y de la contención; para reprimir el pensamiento y la alegría; para controlar los movimientos, el espacio y el tiempo de quien está siendo violentadx; para imponer roles de género y prejuicios ante la diferencia. Esta violencia pedagógica (Segato utiliza la expresión “pedagogía de la crueldad”, que remite a la anulación de la empatía, de los vínculos y los afectos) se instaura entonces como una cadena en la que el sujeto que es aleccionado, a su vez, alecciona. Sabemos que la violencia machista en nuestros días cuenta con demasiadas víctimas a su haber y nos queda, casi en todos los casos, la sensación de que el derecho se mueve en ámbitos lejanos a los de la justicia. Ciertamente, las instancias judiciales funcionan, casi siempre, a partir de criterios según los cuales el destino, el cuerpo, la vida de la mujer deben ser controlados de modo que su existencia toda responda a las necesidades de un sistema que, siguiendo a Benjamin, reactualiza constantemente sus propias formas de violencia para autopreservarse.
El debate en torno a las necesidades de repensar y reestructurar el sistema está, como sabemos, absolutamente vigente. Y algunas de las preguntas centrales nos devuelven a nosotrxs mismxs como obra de ese patriarcado. ¿Cómo romper con ese sistema que nos hace sujetos aleccionadores? ¿Cómo salir de esa cadena que se revela en nosotrxs de formas tan insospechadas, aun cuando creemos haber roto con las lógicas de violencia impuestas desde la casa paterna o desde cualquier otra institución en la que nos hayamos visto inmersxs y en las que se ejerce la violencia pedagógica? ¿Cómo hacer para que en nuestro cotidiano, en nuestras formas de resistencia, en nuestro pensamiento, en nuestra escritura, en nuestra producción artística, en nuestras relaciones con lxs otrxs, deje de emerger esa violencia patriarcal y machista, a veces de manera solapada, a veces sin que tomemos plena conciencia de ello? Soy incapaz de arriesgar una respuesta que se pretenda definitiva, porque esa lucha íntima me parece que no responde a una fórmula única que zanje el asunto. Lo que sí me atrevo a decir es que un primer paso es, quizás, observarnos como los continentes de esa violencia y entender que tenemos la potestad de ejercerla a cada paso que damos.
Dice Simone Weil en “La Ilíada o el poema de la fuerza”:[1]
Es necesario, para respetar la vida de otro cuando se ha debido mutilar en sí mismo toda aspiración a la vida, un esfuerzo de generosidad que rompe el corazón. No se puede suponer a ninguno de los guerreros de Homero capaz de tal esfuerzo, salvo aquel que en cierto modo se encuentra en el centro del poema: Patroclo, que “supo ser dulce con todos”, y que en la Ilíada no comete nada brutal ni cruel. Pero, ¿cuántos hombres conocemos, en miles de años de historia, que hayan dado prueba de una generosidad tan divina? Es dudoso que se puedan nombrar dos o tres. Falto de esta generosidad, el soldado vencedor es como una calamidad natural; poseído por la guerra, como el esclavo, aunque de distinta manera, se ha convertido en una cosa, y las palabras no tienen poder sobre él como no lo tienen sobre la materia. Ambos, al contacto de la fuerza, sufren su infalible efecto, que es transformar a quienes toca en mudos o sordos.
Tal es la naturaleza de la fuerza. El poder que posee de transformar a los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos; petrifica diferentemente, pero por igual, a las almas de los que la sufren y de los que la manejan.
Weil, a lo largo de su ensayo y con mucha claridad en el final de la cita anterior, hace mucho énfasis en el hecho de que la violencia toca no solo a quien es violentado, sino también a quien violenta. A ambos los convierte en cosas, en cadáveres –dirá en otro momento–, y el alma no está hecha para habitar cosas o cadáveres. En la Guerra de Troya, que es a la que nos remite la Ilíada:
El resultado sería una gris monotonía si no hubiera, diseminados aquí y allá, momentos luminosos, momentos breves y divinos en los que los hombres tienen un alma […] A veces un hombre descubre así su alma deliberando consigo mismo, cuando ensaya, como Héctor ante Troya, sin ayuda de los dioses ni de los hombres, enfrentar completamente solo su destino. Los otros momentos en que los hombres descubren su alma son aquellos en que aman.
Se trata de activar la nostalgia por todo lo que la violencia hace desaparecer y en ese instante, que es de soledad y de profundo amor por el mundo, entonces, ponernos del lado de la vida y el amor. Reconocer, como dice Weil, que todo lo que la fuerza amenaza está rodeado de poesía y que somos capaces de amar solo aquello que está amenazado por la fuerza.
Esa escisión que implica la herencia paterna referida al inicio de esta página, que en primera instancia nos sume en un estado de profundo dolor y de profunda melancolía, está ahí para recordarnos que no hay nada más valioso en el mundo que la disposición para recibir y acoger nuestra propia alma siendo personas y no cosas o cadáveres. Mirar al padre deviene entonces un acto de reconocimiento de unx mismx; mirar a la madre, lo propio. Ese mirarlos mirándose es profundamente político, quizás el acto más político de todos porque ese es el comienzo de todos los movimientos, de todos los cambios, de todas las luchas, de todo el amor del que somos capaces.
Notas
[1] Fuerza aquí debe entenderse como un sinónimo de violencia.