María Auxiliadora Balladares
Universidad San Francisco de Quito USFQ
Género: Poesía
Autor: Pablo Raymond Mériguet Calle
Título de la obra: Se me emperró la vida
Año: 2019
Editorial: El Ángel
País de origen: Ecuador
Acercarme a la poesía de Pablo Mériguet Calle ha supuesto reavivar ese sustrato hermoso y muchas veces olvidado, desplazado o menospreciado que se activa gracias a las imponderables coincidencias. Hace unas semanas, me encontraba leyendo la correspondencia entre Joaquín Gallegos Lara y Nela Martínez Espinosa, para un taller literario. La escritura de Nela en esas cartas es la de una joven mujer que inicia su trabajo en la poesía, en el pensamiento y en la militancia política junto a una de las figuras descollantes de nuestra generación de los 30, Joaco. Esa exposición de la intimidad que significa la publicación de un epistolario acerca a quien lee, no solo a un momento determinado de la biografía de sus autores, a sus deseos más profundos y a sus sentimientos en busca de constante renovación, sino y sobre todo a la certeza de que una vez comenzada la labor escrituraria no hay retorno posible y todo, la vida amatoria, política, familiar encontrará en la escritura precisamente una forma concreta de la existencia. También permite, en el ámbito de lo que en los estudios literarios se conoce como la crítica genética, acercarse a los procesos, a los cambios, a los borramientos que van aconteciendo en la obra de un autor o de una autora. Me encontraba en plena lectura del epistolario de estos dos gigantes, cuando recibí la grata noticia de la publicación del tercer libro de poemas de Pablo, Se me emperró la vida, y la invitación para presentar el libro. Algunos lectores sabrán que Nela Martínez es abuela de Pablo Mériguet. Es difícil expresar sin caer en el plano de lo emotivo lo que ha significado para mí como lectora trabajar al mismo tiempo la obra de una de las mujeres más trascendentales del siglo XX en el Ecuador y la de su nieto, una de las jóvenes voces poéticas más interesantes y potentes que he leído en los últimos años. Así, por obra del destino, en el sustrato imprevisible de las coincidencias, me he sentido la habitante de un universo íntimo que se expande a la luz de una sensibilidad que les viene de familia y, en el caso de la obra de Pablo específicamente, ha sabido responder a sus circunstancias particulares, a su espacio y tiempo, a sus propias lecturas, a la experiencia vital del viaje, de la distancia, de la condición de migrante; todo esto de una manera singular: prestando atención al mundo.
¿Y qué significa escribir poesía prestando atención al mundo? Tengo una respuesta y no creo que sea la única, pero es la que en esta ocasión la obra de Pablo me ha ofrecido. Escribir prestando atención al mundo significa, en primera instancia, una superación de la etapa narcisista de la personalidad. Una vez que se ha amado el mundo, uno no puede volver a mirarse y asumir la vida o construir un discurso desde la autorreferencialidad pura y dura. Este salto se da en Se me emperró la vida con tanta naturalidad, que el asunto podría pasar desapercibido. No se me pasó a mí quizás porque últimamente he leído la obra de poetas jóvenes que no se arriesgan a dar ese salto, que no logran ese descentramiento respecto del yo y no deja de llamar mi atención gratamente el hecho de que en este libro esto sí acontezca. Debe quedar claro que trascender el narciso no significa que el yo poético no se refiera a sí mismo; se refiere a sí mismo y lo hace constantemente, pero lo hace desde la conciencia de que su existencia no es el centro del mundo, sino que fluye con el mundo, está afectándolo y dejándose afectar por él. Quizás, y esto es de las cosas que más me atrae de la poesía de Pablo, es un yo poético que no lastima o profundiza la desgarradura, sino que la entiende, que la mira y la entiende. Ciertas experiencias vitales propician el descentramiento y la superación del narciso y Mériguet trabaja este poema extenso, esta rapsodia tal como la describe en el prólogo, desde su condición de migrante. El yo poético dice en el que para mí es uno de los momentos más elevados del texto: “Siluetar el pasado es la virtud del extranjero” (43). En la vida política contemporánea en América Latina, la imagen de la silueta tiene una carga poderosa. “Consiste en el trazado sencillo de la forma vacía de un cuerpo a escala natural sobre papeles, luego pegados en los muros de la ciudad, como forma de representar ‘la presencia de la ausencia’ […]” (Longoni y Bruzzone 7). Esta definición que está pensando en los desaparecidos por la última dictadura argentina específicamente, puede servirnos para entender que la virtud del extranjero a la que se refiere Pablo nos remite a los ciclos vitales que el migrante, el extranjero no puede cerrar ya que al dejar el país natal su vida se desdobla; esta no deja de acontecer, en alguna medida, en el lugar que se abandona. Como un antídoto ante la potencial esquizofrenia, no queda sino encontrar los mecanismos para otorgarle presencia a aquello que ha devenido ausencia, aquello que perturba, que lastima, porque se sabe que existe del otro lado del mundo, del otro lado de las cosas, como diría Proaño Arandi. Y, como sabemos, al otro lado de las cosas no se accede fácilmente.
Es entonces que el poema surge como intenso trabajo de la memoria, de reconstrucción del país perdido, de la ciudad añorada. Dice Mériguet: “La memoria nace cuando se extraña / el hueso el hambre la abertura del amor la falta de vacío en el agua / extrañar es no saber hacerse abrazo / extrañar en secreto a la pistola bajo una almohada” (17). Ese trabajo de la memoria es ante todo trabajo del lenguaje, de la generación del poema embebido por el habla en todos sus ámbitos: el callejero, el culto, el amoroso, el familiar. Este es uno de los poemas más conmovedores sobre Quito, sobre esa entelequia que arrasa con todo; que es olores, que es piedra, que es calle angosta, que es historia, que es equipo de fútbol por herencia paterna o materna, que es racista, que es clasista, que es leyendas, que es el fluir del pensamiento en un bus, que es barrio, que es las muchas formas del amor. El habla de Quito que trabaja Mériguet está cargada de humor, de dichos, de disparates lingüísticos que permiten no solo la informalidad en la relación con el de al lado, sino que auspician las más originales formas de decir verdades incómodas en la cara, como quien no quiere la cosa: “¡Qué ha de ser / pues vea / que no vea / que he de ser / el niño tenaz de los úteros!” (17); “Diga, a ver, que no / se le hace pasa el corazón / (que en mi caso tiene / el ritmo de un vals anciano / estafado, malquerido) / si a su frente le brotan dos cachos / después de haber jurado contra la pureza / y sígaf como puente chueco / como ahorcado en madrugada / tras el resoplo de las Alcabalas / queriendo ser macho macho” (22); “’¡¡movete, ve, que ya viene el tren!!” / (cuturpilla acolitándole a la cuica que quiere volar / no importa si es en el pico de la muerte)” (23). En esta línea de trabajo, el poema de Pablo pasa a formar parte de la genealogía de la poesía de Adoum; sobre todo la de Prepoemas en posespañol, que construye una lengua nueva, una lengua viva, a partir de refranes accidentados, de deformaciones fonéticas, de juntar lo que –según la norma– no se debe juntar.
El yo poético hace toda esta reconstrucción desde Madrid, ciudad a la que ama sin amarla, ciudad que habita, que también mira con atención y que no hace sino confirmarle a cada paso su profunda soledad. Compara Toledo con Quito: “que Toledo es su Rey y sus Torres / en sus callejuelas con párkinson / pero que Quito es una alfil guapísima y no se hace la rica con el piropo del FMI” (22). Deja claro que hay sensualidad de por medio en su relación con la ciudad andina. Sensualidad que es posible precisamente porque no es una ciudad organizada o pulcra. Su falta de perfección propicia esta forma del amor por ella. En esta misma línea, el yo poético recuerda a las muchachas que amó, a quienes escribió poemas que reproduce en su elegía por la ciudad perdida, y es que, a pesar del humor, la melancolía funciona como una máquina de relojería en Se me emperró la vida. La escritura del poema a la amada se asemeja mucho a la escritura de una carta en la que mostramos nuestras dudas, nuestras inquietudes profundas, nuestras inseguridades; escribimos lo que no somos capaces de hablar, lo que se nos atraganta en el guargüero, lo que no quiere desprenderse del pecho. Y ahí es cuando en la poesía de Pablo vuelve a resonar, para mí, el epistolario de su abuela. Escribe Mériguet: “y si me roban otra vez los bancos y si no hay visas / y si mi hijo es devoto del Atleti del Cholo / y mi hija es tragada en boca de alguien como una Mahou / y si tengo que volver a irme / y si tengo que volver a irme / y si tengo, pucta, que volver a irme…?” (62). Finalmente, me planteo las siguientes cuestiones: ¿no es el tono de estas preguntas el de una carta de amor desesperada, el del amante impaciente y temeroso? ¿Está siempre latente el miedo ante la posibilidad de una nueva partida, de una nueva forma del abandono? ¿Es el apego andino a la tierra el que nos vuelve tan melancólicos?