Por Daniela Alcívar Bellolio
Instituto de Literatura Hispanoamericana
Universidad de Buenos Aires
Noticia preliminar: Krapp es un grupo argentino que desde el año 2000 trabaja en la búsqueda de nuevas formas de expresión. Está integrado por bailarines, actores y músicos que orientan su actividad a la investigación creativa. Los integrantes de Krapp son: Luciana Acuña, Gabriel Almendros, Luis Biasotto, Edgardo Castro y Fernando Tur.
- Krapp
Durante la conferencia de Óscar Cornago en su paso por Quito, se discutió sobre el lugar que ocupan la teoría y la práctica en el teatro, en las artes escénicas, en las artes del cuerpo, en la investigación creativa. Fue una discusión interesante y productiva, intensa por momentos[1]. Pero, quizás por cuestiones de tiempo, el diálogo no logró despegarse del todo de la perspectiva dicotómica que extrae a la palabra –sobre todo a la palabra escrita, a lo que se llamó genéricamente “teoría”– del campo de la experiencia y del cuerpo. Como si la escritura no fuera también una práctica del cuerpo o como si la palabra intentando decir lo que se escapa a la nominación no fuera una experiencia, una experiencia de los límites. Mientras la charla se desarrollaba yo me encontré pensando que no existe nada del mundo que nos sea pensable por fuera de las estructuras y los límites del lenguaje; que todo eso que se concibe, se concibe porque existe una palabra para nombrarlo. Que hay un mundo, sin duda, in-humano, indiferente a nuestro decir, pero que no podemos acceder a él si no es reduciéndolo, como dijo Nietzsche, a esos compendios incompletos y arbitrarios de la vida informe que son los conceptos.
Y enseguida me acordé de los Krapp. Cada vez que intento contarle a alguien una obra de Krapp termino por quedarme corta de palabras. Termino diciendo: tendrías que verlos. Me acordé de ellos porque hay algo que se hace cuerpo en sus obras cuando toda sintaxis se rompe o estalla y que tiene que ver, concretamente, con unas hipótesis de trabajo, unas hipótesis de pensamiento que se ponen a prueba en el espacio escénico, entre los cuerpos, en el movimiento: un análisis espástico, un análisis post-lenguaje. En el despliegue de cada una de sus propuestas escénicas lo que se mira, lo que se presencia, es el momento siempre renovado, quiero decir, renovado en cada función de forma radical, en que la solución de continuidad, la lógica causa-efecto, la noción diacrónica de narración explota en mil pedazos. Lo mejor de todo es que, tras la explosión, quedan los cuerpos recogiendo los fragmentos y haciendo de ese caos superviviente la materia de la obra.
Krapp trabaja con el lapsus, con el impasse, con el tartamudeo, con el intervalo, con el golpe. Trabaja una narración rota, estallada, dinamitada: con ellos hay que olvidarse de esa convención que dice que las cosas empiezan y luego terminan. Con ellos las cosas, más bien, siempre están recomenzando. Por eso los diálogos son fragmentarios, inconexos, como si cada cuerpo en escena habitara su propia dimensión y persiguiera su propio sentido y solo a veces, por puro azar, esas dimensiones y esos sentidos se encontraran: cuando eso ocurre, reflota una burbuja de narración, y quienes estamos en la parte oscura, buscando un significado, un mensaje o un sentido, algo de todo eso que nos han dicho que es una obra de teatro o un relato, nos agarramos al asiento porque sentimos que, ahora sí, empezó la historia. Y entonces la burbuja se rompe y todo vuelve a empezar. Otra vez no entendemos nada. Otra vez estamos expuestos y expuestas a un goce sin centro, a una pura convulsión del cuerpo que se enfrenta a un relato sin continuidad.
Lo primero que vi de Krapp fue la obra Olympica. Recuerdo taparme la boca para callar mi risa. Cuando se la recomendaba a alguien le decía: no vas a parar de reírte. Pero luego me pedían que les explicara por qué y me encontraba con la imposibilidad de reponer cualquier cosa: un chiste, un gag, algo. Solo unos atletas otrora gloriosos tratando de revivir sus años dorados, y fracasando. Diez u once años después la volví a ver en una retrospectiva (una “retrocedida”, como la llamaron) y quise entender qué me había causado tanta gracia, poner atención en esta segunda experiencia para extraer, con vicio crítico, los mecanismos del humor en Olympica para luego poder explicárselo a quien me lo preguntara, pero cuando se terminó la función otra vez estuve vacía de palabras, incapaz de explicar nada, y muerta de risa.
Pienso en el fin del lenguaje que escenifican cada vez las obras de este grupo. Pienso en El futuro de los hipopótamos, lo último que vi de ellos antes de volver a Ecuador, en un teatro en La Boca: animales-personas míticos del futuro, un futuro abstruso y arcaico, animales-personas que se movían, ajenos, en un mundo lisérgico y silencioso, luminoso, raro e hipnótico. Pienso en el fin de la narración tradicional, en el fin de la declamación dramática, en el fin de la impostación, y me acuerdo de Mendiolaza, la que debe ser, con todo mérito, una de las obras más queridas del off argentino, algo que uno quisiera siempre poder volver a presenciar, un mundo al que siempre se quisiera volver a entrar: unos cuantos personajes marginales en un bar de mala muerte perdido en un pueblito cordobés, Mendiolaza, rompiendo con sus cuerpos la tiranía del sentido, rompiendo también los cuerpos, lo que entendemos por cuerpo, por estructura ósea, ellos rompiéndose ahí en el escenario y la risa emergiendo no se sabe de dónde, porque no se entiende, porque los Krapp no conceden nunca, nunca ceden, cuando están por completar una oración o un sintagma narrativo viene el desplome, un cuerpo se arroja sobre otro, lo golpea o lo besa. Un cuerpo (no hablemos aquí de personas, menos aun de personajes) se cae o sale volando, porque en el formidable atletismo de estos cuerpos sobre el escenario, todo se suspende: la lengua, la razón y la gravedad.
No quiero –ni puedo– hablar de todas las obras de Krapp. Jamás podría hacerles justicia, porque el lenguaje que han creado en estos casi veinte años de trayectoria es ajeno a todos los otros lenguajes, y hace de la singularidad un ejercicio siempre retomado: crear y destruir son acciones y deseos que no pueden diferenciarse y en esa medida expulsan cualquier metalenguaje, cualquier aproximación, lo que no quiere decir que la práctica escénica y corporal de Krapp sea ajena al pensamiento e incluso a la teoría. No: lo que pasa es que escriben y piensan con el movimiento, con la contorsión, con el balbuceo, con la convulsión, con el silencio o con el grito, con el error más que con la afirmación. Los Krapp rompen, se rompen, la rompen. Le decimos teatro pero es también música, cine, literatura, danza áspera, elegante en su rechazo de las formas convencionales de la elegancia. Elegante en su desacuerdo consigo misma, elegante como pueden ser elegantes el atropello, la caída, el choque. No quiero ni puedo hablar de todas las obras de Krapp porque cómo reponer las imágenes a la vez perdurables y fugaces de Cosas que pasan o de Adonde van los muertos si lo que mostraron esas obras fue esencialmente un deseo, una forma extraña del duelo, un bosque neblinoso y fantasmal donde los muertos se sentían a gusto.
Quiero apenas señalar el desconcierto, la perplejidad y el goce que han quedado permanentes en mí después de haber sido espectadora emocionada de estas propuestas de Krapp, del extraño sentido de la amistad y del afecto que me produjo cada una de sus obras, como si a esos menos-que-personajes los hubiera conocido de siempre y algo me estuvieran diciendo cada vez, con palabras cortadas, con la contorsión y la risa. Quiero también señalar la alegre irradiación del universo Krapp en algunas muy bellas obras vecinas, como las películas de Alejo Moguillansky, Matías Piñeiro y Mariano Llinás. Me importa cerrar esta breve y por fuerza insuficiente semblanza haciendo hincapié en algo que a veces se olvida pero que, creo, es el más alegre don del arte que nos mueve: las políticas de la amistad. El trabajo de Krapp es un trabajo generoso, y cuando uno está frente a él lo que siente es que está presenciando una conversación entre amigos, y más aún, que está conversando con amigos. Conversación bizarra, sin duda: las frases no se completan, las anécdotas se derriban a golpes, las historias se arrancan del sentido y al final uno no sabe bien qué pasó. Una teoría del contacto, una hipótesis sobre el encuentro, un tratado anómalo sobre la cercanía, la distancia y sus efectos, todo con la garantía de que nunca se volverá a repetir, de que asistimos a un acontecimiento único, irreproducible. Casi como una buena borrachera. Pero lo esencial queda, como siempre que uno se encuentra con amigos: la sensación de que algo esencial tuvo lugar, aunque no podamos nombrarlo, la certeza de que algo verdadero de la vida se jugó ahí, en ese momento, y lo trastornó todo.
- Hielo negro
Dos orugas se arrastran por un espacio iluminado y vacío: se alejan y se acercan, se entrecruzan. Dos cerdos o dos manatíes o dos ácaros gigantes conversan gruñendo y se chocan a cabezazos. Dos personas se mueven frenéticas y conversan con balbuceos y contorsiones. Una mujer hace tres versiones de un mismo texto: la dramática, la cómica, la trágica. Un hombre, que antes compartía escenario con ella, la mira desde el público. Alguien lanza un par de botas de caucho desde la cabina de iluminación hacia el escenario. Alguien, desde la cabina, perturba, embroma, contradice a los dos en el escenario. Un hombre repasa los pasos alocados de su coreografía mientras cuenta a los gritos qué pasa por su cabeza con cada movimiento, y una mujer lo mira, extrañada. El público ríe, pero no sabe bien por qué.
Una pareja, tendida sobre el suelo y a oscuras, deja pasar sobre su cabeza, proyectada sobre el fondo, la imagen de una conversación. En ella, dos, que podrían ser los dos acostados boca arriba sobre el piso –pero podrían ser también otros dos que aún no conocemos–, conversan sobre vacas en la luna, sobre un choque automovilístico, sobre haber soñado que se arrastraban en la nieve, como orugas, después de la destrucción. Después de la muerte.
El 26 de abril de este año, en el marco de las Jornadas de Pensamiento / Acción curadas por Gabriela Ponce y Marcela Correa, del Colegio de Comunicación y Artes Contemporáneas de la Universidad San Francisco de Quito, se presentó el estreno mundial de Hielo negro, la más reciente obra de Luciana Acuña y Luis Biasotto, directores del grupo Krapp, acompañados por su iluminador/sonidista/actor de reparto, Matías Sendón, en la Compañía Nacional de Danza. La tarde anterior, en la charla que brindaron al público universitario sobre sus métodos y prácticas creativas, Luciana y Luis marcaron la importancia del error, del accidente, del tropiezo en su estética y en su forma de trabajar. Contaron el lugar central que tiene en sus obras el desvío del plan, el fracaso de cualquier hipotético guión.
La charla misma fue bastante accidentada: los videos no se cargaban, las fotos proyectadas no eran las de la obra a la que se estaban refiriendo en ese momento, el tiempo apremiaba porque el estreno se avecinaba y aún faltaban cosas por organizar. Luis y Luciana se contradecían en público, se burlaban un poco de sí mismos, performaban cierta graciosa torpeza que es central en su poética y que suelen llevar hasta las últimas consecuencias. Yo, que los acompañé en ese conversatorio, sentí que, un poco, ya estaba viendo la obra que se estrenaría al día siguiente.
Con la sala a reventar, los directores de Krapp hicieron lo que mejor hacen: burlarse de la linealidad con el cuerpo, romper el argumento con el grito, probar, en escena, frente a más de cien personas, qué cosas puede el cuerpo. En un momento, Luis Biasotto toma el micrófono desde el proscenio y empieza a emitir frases casi ininteligibles que indefectiblemente se deshacen en balbuceos o simples ruidos. Sobre el escenario, Luciana responde con movimientos espásticos –pero perfectamente sincronizados con la voz– que dan cuenta al mismo tiempo de un impulso hacia la improvisación y de una antigua familiaridad con las formas del estremecimiento: como si reaccionar instantáneamente a un estímulo menos-que-verbal que le viene de afuera –del afuera casi propio que es la voz de su compañero– fuera ya un reflejo incondicionado.
Entre la perplejidad y la risa, entre la extrañeza que genera gozar de lo
que no se comprende y el deseo que despiertan cuerpos así liberados del mandato
del sentido, llegué a la parte final de Hielo
negro con cierta inquietud. De repente, Luis y Luciana cesan todo
movimiento, las luces se apagan y ellos se quedan acostados en el piso. Suena
una música clásica y leemos un diálogo sobre un fondo azul. El tono cambia:
todo el atropello, todo el empecinamiento que vimos, se detienen en seco. El
diálogo es ligeramente extraño, pero predomina un tono melancólico. La relación
entre la melancolía y la risa es antigua y conocida. Algo hace pensar que los
bailarines han muerto. O que siempre estuvieron muertos: que todo lo que vimos
es su versión del morir, que la repetición incansable de las coreografías
delirantes fue tal vez su purgatorio. Y eso me hizo pensar que, quizá, morir se
parece un poco a soñar, o a ya no hablar más, a entregarse a un silabeo sin
significación, al puro fluir del cuerpo hacia el silencio. Que quizá morir es
un encuentro, una conversación infinita sobre vacas en la luna y recuerdos
remotos. Sobre un paisaje desplegado en la nieve. Que quizá morir es solo el
momento en que cesa una danza extraña y azarosa, poblada por todas partes de risa
y palabras a medio decir, poblada de sonidos, de ruidos, y de furia.
Notas
[1] Oscar Cornago es un investigador español de artes escénicas. Su conferencia se tituló: “Sobre las artes escénicas como forma de investigación: conocimiento teórico frente a conocimiento práctico” y tuvo lugar en la Universidad San Francisco de Quito el 24 de abril de 2019.