Alicia

Por Alicia Ortega Caicedo
Universidad Andina Simón Bolívar


En realidad, Sycorax –la bruja– no ha ingresado  
en la imaginación revolucionaria latinoamericana del mismo modo que Calibán; 
ésta permanece todavía invisible, tal y como ha sucedido  
durante mucho tiempo con la lucha de la mujer contra la colonización.  
Silvia Federici, Calibán y la bruja 

Nos acerca a las cinco mujeres que hacemos Sycorax una preocupación acerca de nuestro presente, que nos toca, nos interpela, nos agita, nos alerta, nos convoca y activa nuestro deseo de escritura. El presente sobreviene como horizonte de pensamiento, y coloca la pregunta acerca de lo contemporáneo como un campanazo cargado de urgencia. Me pregunto entonces, ¿Es un índice de contemporaneidad decir que en Ecuador cada 84 horas una mujer es asesinada a manos de sus parejas, exparejas o convivientes? Que 17.448 niñas menores de catorce años parieron en Ecuador entre 2009 y 2016, la mayoría víctimas de violación. Que un profesor abusó de un niño de cinco años en un centro educativo de Quito, y pudo escapar impune ante la ley. Que otro docente fue detenido por presunto abuso sexual de al menos 84 alumnos. Que las madres de familia se han visto convocadas a organizarse para hacer guardia en los baños de los centros educativos de sus hijos y así protegerlos. Que Emilia Benavides, una niña lojana de 9 años, fue secuestrada y su cuerpo incinerado fue encontrado en una quebrada. Que la denominada marcha “Con mis hijos no te metas”, movilizada en octubre del año pasado, se realizó en defensa de la familia patriarcal, heteronormativa, y en contra, así lo han dicho, de la amenazante “ideología de género”. Que el joven Samuel Chambers, de 25 años, ambientalista, pacifista, defensor de animales, que habitaba una casa construida por él mismo en un área boscosa fue asesinado en noviembre del año pasado. Que el “Milagroso altar blasfemo” –un mural pintado por las artistas bolivianas del colectivo “Mujeres creando”, invitadas para la apertura de la exposición “La intimidad es política”, en el Centro Cultural Metropolitano de Quito– fue censurado en agosto del año pasado. Que el 27 de octubre de este año, un neonazi mató a tiros a once ciudadanos en una sinagoga de Pittsburgh, la ciudad en donde transcurrió un periodo importante de mi vida durante mi experiencia de doctorado. Que en la Amazonía ecuatoriana, un puñado de comunidades indígenas lucha infatigablemente contra la explotación minera y petrolera, contra la contaminación de sus ríos y en defensa de sus cuerpos-tierra-territorios. Que el cóndor y el tucán andino, el armadillo gigante, el delfín rosado, el águila arpía, el jaguar, el oso de anteojos, el albatros y el pingüino de Galápagos son animales en peligro de extinción en Ecuador. Que nuestro país expulsa y recibe una significativa población de migrantes irregularizados, vulnerables en su situación de indocumentados, funcionales a nuevas formas de violencia y explotación propia de la globalización capitalista contemporánea. Que el tráfico de cuerpos, de órganos, de mujeres y de niñas esclavizadas, el cierre y el control de fronteras nos vulnera a todas. Que la sonoridad andina de Quito se confunde con jirones de una oralidad en donde se entremezclan voces que arriban de Venezuela, Colombia, Perú, Cuba, Haití, de países de habla árabe, eslava, caribeña. Todos en franca huida, cada uno escapando de su propia crisis. Que solemos dolernos cuando golpean a un coterráneo en otros lares, pero nos fastidia el roce con otros cuerpos en las calles identificadas como nuestras. Que crecen las expresiones de xenofobia, las medidas de securitizacón, los brotes de nacionalismos de tinte fascista. ¿Cabe pensar que estos hechos capturan nuestro presente?

¿Es propio de nuestra contemporaneidad decir que por primera vez una niña llevará el apellido de sus dos madres en Ecuador: Satya Bicknell Rothon? Que tras seis años de acciones legales, el 29 de mayo de este año la Corte Constitucional del Ecuador reconoció el derecho de Satya a llevar el apellido de sus dos madres inglesas. Que el 8 de agosto salimos muchas a las calles en apoyo al proceso de despenalización del aborto en Argentina, salimos preñadas de esperanza (y liberadas de culpa en el recuerdo de heridas solitarias, para gritar “aborto seguro y legal” en medio de una multitud cuando hasta hace poco eran palabras pronunciadas con la voz lastimada y en susurro). Que me llamo Alicia y mi pareja es María, que nos casamos en Nueva York el 21 de mayo de 2013, e inscribimos nuestra unión de hecho el 4 de junio de ese mismo año en la notaría vigésimo segunda de Quito. Que Satya es una esperanza para que nuestro bebé por venir lleve nuestros dos apellidos. Que mis padres supieron acoger desde el amor la declaración de mi hija Alejandra acerca de su definición homosexual. ¿Son índices de contemporaneidad no los hechos en sí mismos sino sus derivas sociales, las posibilidades de cobijo para otras expresiones del deseo, del amor, de la sexualidad, de los cuerpos? ¿Por qué este párrafo resulta más reducido que el anterior? ¿Cuesta identificar los aciertos del hoy, imaginar las promesas del futuro, reconocer la efervescencia de las voces que sobrevienen del pasado? ¿Deberíamos hablar de una nueva sensibilidad con respecto a lo animal? ¿Dar testimonio de nuestra convivencia con Lara y Roque? Quizás cabría listar hechos paridos por la imaginación creativa que preñan de futuro nuestro presente: las clínicas revolucionarias de Rubén Ortiz, la recuperación de Óscar Massota, el acontecimiento de Siberia.

Vuelvo a Silvia Federici, con cuyo epígrafe abro esta reflexión, para reconocer que toda caza de brujas da cuenta de una “sociedad persecutoria” tanto ayer como hoy: la violencia contra la mujer en todas sus formas infunde terror y pretende destruir modos de resistencia. En palabras de Federici, se trata de una “estrategia de cercamiento”. Frente a esa figura he recordado las palabras que José María Arguedas leyó cuando recibió el Premio “Inca Garcilaso de la Vega”, “No soy un aculturado” (texto que hace parte de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo). Arguedas reflexiona acerca de su lugar en medio de un pueblo, el quechua, que históricamente se había convertido en una nación acorralada para ser mejor administrada por parte de sus acorraladores. Pero, observa el escritor peruano, “los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mucho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan, por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte”. Pese a todo, entonces, es posible generar escenarios alegres, mágicos e inventivos, de pensamiento, acompañamiento y lucha, desde donde abrir nuevas derivas e irradiar intermitencias luminosas en medio de nuestra oscura contemporaneidad.

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