Daniela Alcívar Bellolio
Género: relato
Autor: Mónica Ojeda
Título de la obra: Caninos
Año: 2017
Editorial: Turbina
País de origen: Ecuador
En el “Epílogo a manera de introducción” de un libro llamado Destruir la pintura, en el que se aproxima a los modos en que el lenguaje visual y el verbal se confunden, se contaminan, se distancian y se potencian entre sí, a los modos en que la imagen y su mudez buscan ser dichas por las palabras (fracaso siempre recomenzado), Louis Marin escribe lo siguiente (me permito la cita extensa por lo singular de su cadencia, como para que empecemos de una vez, ya que hablamos de Mónica Ojeda, a destruir nosotros también la idea de que la crítica, incluso la académica, está exenta de poesía). Cito pues:
[Mi intención es esta]: transcribir esa especie de rumor que tengo, que tienen ustedes, en la cabeza, cuando yo (ustedes) miro cuadros, ese ‘ruido’ que arrastra un pedazo de poema, un fragmento de historia, un trozo de artículo, una referencia interrumpida, un eco de conversación, un recuerdo imprevisto, etc., un ruido que solo está presente para suavizar el sufrimiento que es indisolublemente el placer de ver –mudo– (¿el goce?) formas y colores reunidos sobre la tela. O incluso ese ‘ruido visual’, casi retiniano, que tengo en el ojo cuando miro cuadros, presa de ese rumor de lenguaje del que he hablado, y que hace que, en la imagen mirada aquí y ahora, se deslice otra, otra más, que ella convoca, aunque ya tenga otra, y que sin embargo la turban: fantasmas, esas explosiones de constelaciones de estrellas que aparecen cuando se presionan con las manos los párpados cerrados y el ojo, pese a la oscuridad, ve su propio brillo.
Un ruido visual. Un rumor de la imagen. Un sufrimiento que es el placer de ver, mudos (he aquí la clave de todo), una imagen que arrastra otra, y otra más: el recuerdo y su mecanismo arbitrario, cuyo goce es también el dolor de reconocernos en lo que está oculto de nosotros, en nosotros. Empecé por este fragmento de Marin porque Caninos (Turbina, 2017) juega esencialmente con la imagen que convoca su título: los perros pero además los caninos en la mandíbula nuestra, esos dientes también llamados colmillos que sirven para desgarrar, para abrir la carne, para sacar lo que está dentro. Es una imagen clara la que inaugura el relato, una dentadura seca despojada del resto del cuerpo, monstruosa en lo que tiene de fragmentaria (¿qué son unas encías y unos dientes sin la boca y el rostro que deberían rodearlos más que el elemento siniestro de lo primario, los retazos en que hemos de convertirnos tarde o temprano, cuando ya nadie pueda reconocernos porque el tiempo y el viento habrán arrasado con lo todo lo que nos hacía completos?). Y sin embargo, es una imagen querida con un cariño extraño, torcido, tierno y tenebroso:
Hija guardaba la dentadura de Papi como si fuera un cadáver, es decir, con amor sacro de ultratumba: seco en los colmillos, sonoro en las mordidas, desplazándose por los rincones de la casa igual que un fantasma de encías rojas. Un clac clac de castañuela molar la hacía sonreír al amanecer; y por las tardes, una percusión tribal, un choque de dientes la arrullaba hasta perder la conciencia sobre la almohada rosa donde caían agónicas las luciérnagas a morir. Todas las noches, mientras dormía, la dentadura de Papi era su amante, su compañera de cama, salivando en sus sueños y pesadillas menores sin lengua, sin músculo mojado oloroso a mal, sin filo oxidado en la conciencia.
Así comienza el relato de Mónica Ojeda. Con esa poesía y con esa penumbra dicha con la lengua de la ternura y de la destrucción. Es el relato de una Hija: Hija con mayúsculas como nombre propio, hija que ya no puede ser otra cosa que hija, incluso cuando se convierta en anómala madre de un perro llamado Godzilla al que permite jugar con Padre en el patio sembrado de excrementos, incluso cuando se convierta en madre del propio padre y coloque, amorosa, la dentadura sobre las encías lisas para que él pueda volver a tener la experiencia querida del morder); el relato, también, de una Madre, de una Ñaña (siempre como nombres propios) y, por supuesto, de un Padre. La historia, como dirían Charly García y la gente de “Con mis hijos no te metas”, de una familia muy normal. Y de esa imagen social y moralmente idealizada, el deslinde de lo oscuro: la imagen vibrando en el corazón anónimo del recuerdo dormido.
Mónica, que es poeta, que es narradora y que es ensayista, utiliza de modo desgarrador todos los registros de su lengua llamada a desgarrar: Caninos es una especie de poema forzado a contar o, para empezar por fin a abandonar estas categorías que restringen, es un poema que cuenta, o un relato que pone en acto un ritmo que desprende a las palabras de su significado y genera, eficiente pero ambiguo, una imagen. Hija recuerda el rojo, el dolor, alguien en cuatro patas. Se lleva al perro Godzilla después de que éste le mordiera en la calle porque algo de ese dolor le trae algo, un rumor visual tal vez, que se riega con la sangre que desborda la herida causada por la mordida, algo que brilla y cintila en el instante del dolor y que tiene que ver con los caninos, con los dientes, con los perros, con los que quisieron ser perros y fueron amos. Como nos ocurre a todos, Hija recuerda algo pero todavía no sabe qué es, una imagen que adviene pero no termina de darse, que se da mostrando solo su inminencia sin contenido.
Caninos es también la “arquitectura personal de un luto”: qué pasa cuando un padre muere, qué ocurre con la ausencia tangible, dolorosamente material, de quien nos regaló el daño primario de existir, en qué se convierten el miedo, el dolor y el amor cuando el cuerpo que los ejercía sobre nosotros ha pasado a ser, apenas, un rumor en la retina o un vacío en las cicatrices. Estas preguntas se hace el relato de Mónica, y la respuesta está solo en el gesto obsesivo de limpiar una dentadura sin rostro donde la pérdida ha decantado hasta volverse material, blanca y rosada, brillosa, sólida y abyecta. No hay metáfora ni alegoría. Una dentadura es solo una dentadura. Es solo –y nada menos que–la parte esencial de aquello que formó la figura de Hija tal como en el relato ella habita el mundo. Nada menos que el corolario de un cuerpo violento y violentado, el de Padre; nada menos que la supervivencia de un daño imborrable, que el sórdido lazo que conecta a la protagonista con el mundo.
Como ocurría también en Nefando (Candaya, 2016), la prodigiosa novela de Mónica Ojeda, las preguntas que escarban el costado más impensable de lo que nos es dado pensar se responden con el gesto crudo de mirar lo que siempre evitamos mirar; de trasponer el límite de cualquier moral para ser testigos de lo que ocurre cuando lo insostenible se sostiene ante nuestros ojos por la pura fuerza de su propia existencia, por el mero hecho de ser, por esa forma inhumana y extraña que tiene el mundo de transcurrir sin nuestras verdades. Se trata, en este relato y en la obra de Ojeda, de sostener la mirada, no para revelar alguna verdad sino para hacer aparecer, por la fuerza de la obstinación, por el deseo primordial de provocarnos daño, lo que no queremos ver, lo que solo podremos vislumbrar en el más lejano recodo de nuestro particular paisaje íntimo.
Si Caninos tiene un efecto entre aterrador y cautivante es porque el lenguaje que lo trama está atravesado por la fuerza de la experiencia, que es siempre imprecisa e indecible, pero poderosa. Si me preguntaran por qué me conmueve tanto la literatura de Mónica Ojeda, tendría que responder con silencio. Es evidente que tiene un manejo del lenguaje asombroso, que trabaja cada línea con una dedicación y un denuedo envidiables, que años de lectura de poesía habitan los sórdidos paisajes que elabora.
Pero no es esto, en realidad, lo que me toca como un fuego cuando leo sus libros. Es algo más. Es algo menos que la conciencia y el talento. Es otra cosa. Algo que habita en las periferias del trabajo, algo que no tiene nada que ver con el dominio. Algo que no deja de volver al territorio inexplorado de la experiencia, eso que las palabras no dejan de perseguir y no alcanzan nunca. Algo informe y que nos determina, algo imposible y omnipresente, universal e intransferible, que en nuestra imperfecta lengua, por impotencia y por desesperación, hemos llamado silencio. El silencio ensordecedor de lo indeterminado, que en cada uno ilumina de un modo diferente la des-figuración de nuestro propio ser. Eso que mueve como un motor infinito la escritura de Ojeda y que, aunque intraducible, nos deja adivinar apenas la constelación oscura que ondula en los recovecos de su literatura, como un misterioso y paciente animal a la espera de derramar otra vez, para mejor saborear la vida, la sangre tibia de nuestros más innombrables deseos.