Los hijos de Isadora: el movimiento de lo que no puede decir el habla

Género: Cine de ficción

Director: Damien Manivel

Título de la obra: Los hijos de Isadora [Les enfants d’Isadora]

Año: 2019

Lugar: Francia

La vida de Isadora Duncan (San Francisco, 1877-Niza, 1927) –la más importante bailarina y coreógrafa de inicios del siglo XX, considerada la creadora de la danza moderna–, en toda su agitación y potencia, es relatada con detalle y apasionadamente en sus memorias (Mi vida), cuya escritura se interrumpe a causa de su muerte inesperada al engancharse su bufanda en la rueda del automóvil en el que viajaba la noche del 14 de septiembre de 1927. Años antes, en 1913, sus hijxs Deirdre y Patrick mueren ahogadxs cuando el automóvil en el que se encontraban cae al río Sena. Después de la tragedia, Isadora padecerá una profunda desolación, cuyo punto culminante va a ser la creación de una danza dedicada a lxs niñxs, a la que titula “La madre”.

Damien Manivel (Brest, Francia, 1981) dirige Los hijos de Isadora (2019), un tríptico en el que nos acerca a la pérdida de lxs hijxs y a las interpretaciones que, en tres circunstancias particulares, se harán de la mencionada obra de Duncan. En la primera parte, una joven bailarina (interpretada por Agathe Bonitzer) inicia su investigación a partir de la lectura de Mi vida y de la notación Laban de “La madre”. Sus movimientos evocan con mucho cuidado los de Duncan (aquellos que podemos observar en las fotografías y en el único vídeo que se conserva de ella danzando). La quietud de este personaje una vez ha alcanzado la postura buscada nos devuelve a las ilustraciones de las dionisiacas en los jarrones antiguos que Duncan estudiará por horas en su primera estancia londinense y a partir de las cuales producirá su vestuario y buena parte de los movimientos de sus coreografías. En esta primera parte del tríptico, el silencio de la protagonista se interrumpe apenas por su voz en off leyendo fragmentos de las memorias y por la música del Étude de Scriabin. El silencio con el que lleva a cabo sus acciones se instala casi como una prueba fehaciente de su voluntad volcada sobre la obra de Isadora: se levanta muy temprano en la mañana con una evidente agitación que parecería no haberla dejado dormir; cuando desde adentro mira el mundo exterior, lo hace enfocando la mirada ahí donde ese mundo le dice algo sobre su investigación, sobre los niños, sobre la fragilidad de la vida; la calle y los cuerpos de los transeúntes se vislumbran como sombras desde el interior del estudio donde ella trabaja; sus dedos y su mirada (y por ende la de la espectadora) recorren la notación de “La madre” en una especie de danza mínima, primaria.

En la siguiente parte, una maestra (Marika Rizzi) y su discípula (Manon Carpentier) dialogan y ensayan la que será la segunda representación de “La madre” en la película. A partir de una dinámica de preguntas y respuestas, de un cuidadoso y amoroso trabajo con el cuerpo, de un contacto y una cercanía que las lleva incluso por fuera de la sala de ensayos a conversar en torno a Isadora y a la maternidad, se observa el proceso creativo en progreso. Aquí, a diferencia de la primera parte, hay mucho diálogo, y si bien la voz de la maestra dirige el proceso, la discípula, que tiene Síndrome de Down, aporta con una renovada y fresca perspectiva sobre lo que significa la danza, sobre lo que significa exponerse ante la mirada de otros. Durante uno de los entrenamientos, la maestra le llama la atención y le pide que no abandone al público moviéndose hacia adelante sin razón: cada gesto tiene que transmitir una sensación. Esa particular economía del movimiento parecería insistir en el hecho de que el dolor no desperdicia nada, cada gesto debe estar al servicio de la representación de la melancolía.

Dice la maestra, citando a Isadora: «la danza no le pertenece a nadie, cada uno tiene que encontrar su propio gesto». Esta cita es el vínculo con la tercera parte del tríptico en donde una mujer mayor (Elsa Wolliaston) asiste a una representación de «La madre» que la conmueve hasta las lágrimas. Al terminar la obra, emprende el camino de regreso a casa. En su recorrer la ciudad, la lenta cadencia de su cuerpo se va revelando como otra expresión de la danza; ella ha encontrado su gesto. Ya en la soledad de su departamento, la mujer –que también es madre y padece la ausencia de un hijo– replica los movimientos que ha observado en la obra esa noche: los brazos en la postura de envolver al hijo en un abrazo intenso, pero también delicado y efímero. Se activa la intimidad replicante. El rostro de la mujer en primer plano refleja su profunda soledad. De nuevo el silencio lo toma todo y da constancia de que hay vivencias que la lengua no puede nombrar y es entonces cuando el cuerpo habla.

Lo que logra Manivel en esta película es un trabajo minimalista: la obra de Isadora parecería ser lo único que acontece en la vida de estas mujeres, la urdimbre que todos los hilos tocan y que brinda estructura. No requiere otro disparador y tampoco anecdotario. Todo lo necesario es encontrarse alrededor de una misma conmoción, de un mismo trabajo del duelo, intentar el abrazo imposible a los mismos niños.

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