Por Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ
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Hace poco, revisando los archivos personales de mi madre, encontré un documento compuesto por una serie de papeles delgadísimos, ya bastante envejecidos, en el primero de los cuales se señalaba como destinatario de ese informe, a los CAMARADAS DEL COMITÉ UNIVERSITARIO (1978). El documento, escrito en un tono bastante burocrático, resultó ser la expulsión de mi mamá y de una de sus compañeras del partido comunista, marxista, leninista ecuatoriano. En cinco carillas escritas a máquina, se señalaba la desobediencia que ambas habían, de manera reiterada, mostrado frente el comité central del partido. Se les había encargado la tarea de crear el Frente Unido de Mujeres, y mientras cumplían la función, daban repetidas señales de autonomía, “pasando por encima del partido y de sus prioridades.” Junto a este documento, encontré otros, dirigidos también a los “camaradas del comité central” en los que se justificaba, la necesidad de incorporar la problemática de la mujer a la lucha revolucionaria. Los documentos habían sido preparados cuidadosamente por ambas. Después de dejar el partido, mi madre estuvo involucrada -fundando y trabajando- en una serie de organizaciones, revistas, encuentros, todos de carácter feminista, y el archivo encontrado, organizaba un período del movimiento de mujeres que se actualizaba en mis manos: las reivindicaciones eran prácticamente las mismas que hoy, cuarenta años después, han vuelto con fuerza a activarse. Se actualizaba también en mí, una resistencia frente a la retórica de esos textos, escritos, la mayoría, con el mismo acento militante. O si se quiere: la comunidad política que actúa a partir de la identificación, de la certeza, de lo particular, que exige una disciplina común, y reclama el acuerdo como condición de la solidaridad.
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Me pregunto por cuáles son los territorios de la acción política, si estos están necesariamente ligados al activismo, o existen espacios en los que la dislocación (y la desclasificación) puede ser precisamente, una acción de reordenamiento sensible, de subjetivación autónoma y colectiva (Rancière). Lugares en dónde ser con otros, resulta una operación que se reinventa, cada vez; una experiencia política por fuera de las conjunciones (o las continuidades), que se aloja en la posibilidad y el deseo de la disidencia, en la experiencia habilitante de la subjetividad: un desacuerdo fundamental con todo lo que una es. Eso produce y ha producido en mí, el feminismo, un desacuerdo que no se resuelve, sino que se verifica de distintos modos, en cada momento de mi vida. Crecí amparada en su retórica, imaginando, a partir del espéculo que mi madre trajo, del Primer encuentro feminista de américa latina y el caribe (1982), a mujeres abriendo por primera vez sus vaginas, intentando apropiarse de su carne, en palabras de Rancière, “cuerpos que hacen lo que no se espera de ellos.” Crecí observando a mujeres lidiar con las contradicciones punzantes, las demandas agobiantes de nuevas exigencias, pero resistiendo desde el gozo de otra sexualidad posible. Crecí observando a una madre que agotaba su tiempo entre la tensión de la autonomía y del colectivo, de esa comunidad de amigas que no dejaban de asistirse y solicitarse; y, que, a la vez, no se desprendían de una educación sentimental que establecía constantes desconexiones afectivas, en medio de su emancipación. Son esas escenas del desacuerdo, también espaciamientos fértiles para pensar la identidad como una experiencia siempre en crisis, inestable, defectuosa; para revisar los escenarios de la acción y del pensamiento, también por fuera de la urgencia del activismo; y observar las formas en las que la experiencia afectiva modifica los cuerpos y las subjetividades de modos paradójicos. Quizá por eso, me convocan las prácticas estéticas y políticas, que lejos de la identificación, promueven el estallido permanente de todo afán clasificatorio: ser feminista y no serlo al mismo tiempo.
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Emanuele Coccia escribe un libro sobre las plantas cuyo subtítulo es Una metafísica de la mixtura. Es un cuidado tratado filosófico que, partiendo de la planta, observa la inmersión como el estado de los seres en el mundo, una contaminación que no cesa y que se renueva en cada contacto. Coccia advierte que la permeabilidad, la disponibilidad y la exposición, son condiciones de un mundo en estado permanente de atravesamiento. Describe las propiedades de la semilla, de la raíz, de la hoja, de la flor, y eso deriva en una reflexión sobre la condición precaria y expandida de la filosofía. Dice, “Pensar la atmósfera como espacio de mixtura significa superar la idea de composición y de fusión. Entre los elementos del mundo hay una complicidad y una intimidad mucho más profunda que las producidas por la contigüidad física (…).” Camino entre una multitud que celebra su condición plural mientras lamenta la violencia ejercida contra sus cuerpos. Un luto que nos tiene caminando juntas. Tres hombres han violado a una mujer. Otra ha muerto asesinada por su pareja frente a los ojos de la policía. Mientras la persecución se ejerce con rabia contra otros cuerpos también vulnerados, que huyen, y que se acogen a algún gesto de hospitalidad que se revierte inmediatamente. El mundo nos atraviesa en toda su espesura, con toda su capacidad de herirnos y nos vuelca indefectiblemente, de manera urgente, hacia la movilización.
Coccia llama la atención sobre la singularidad de la hoja: “es la forma paradigmática de la apertura capaz de ser atravesada por el mundo sin ser destruida (…) frágiles, vulnerables y por tanto capaces de regresar y revivir luego de haber atravesado la mala estación.” Caminamos juntas, en medio de una fiesta que nos duele y nos levanta con la misma fuerza, que nos mantiene gritando, mientras la calle se vuelve el lugar de nuestro lugar. Es la primera marcha a la que asisto en años. Me recuerdo, con el cuerpo pequeño, perdida entre consignas agobiantes, arrastrándome de una mano adulta, con temor a perderme, a que de pronto me arrastre el gentío. Ahora, en esta marcha, me siento ajena y perdida de un modo distinto, el temor vuelve para recordarme el vértigo que siempre me ha dado poner el cuerpo, junto a la necesidad genuina que ahora siento de volver a dividirme: añoro la mano de mi madre apurando mi paso lento, en medio de esas interminables marchas, pero voy con mi hija y en esa proximidad vuelve a verificase la ruptura. Ella grita con una vehemencia que no reconozco, es en el desconocimiento que encuentro la potencia de cualquier multitud. En la gestación de esa singularidad me dejo atravesar por una emoción pública que reclama el derecho a estar vivas, mientras camina. A decidir sobre nuestros cuerpos, en el andar. Una emoción que invita a habitar en esa multitud y que el contagio de ese entusiasmo, de ese dolor, de esa algarabía nos repare, nos permita atravesar juntas la mala estación. Andar, una hora, dos horas, tres horas, cuatro horas, recibir la noche caminando: “parece que solo los pies sean capaces de mirar- es lo sagrado (y por ello tan a menudo, asimismo, esos pies se han transformado en danza, en procesión, en rito purificador) o, como declama Eustaquio Barjau en la película La ausencia de Peter Hanke “andar. Solo andar (…) golpear la tierra con las suelas de los zapatos. Regular los latidos del corazón. Limpiarse los ojos. Y andando, andando, andando, venían a mi encuentro las cosas del mundo. Acontecía, se narraba (…) Airar la tierra andado, hacer que el azul azulee, que el verde, verdezca, que el marrón luzca. Que el gris florezca. Andar, andar, andar, andar en paz.”[1]
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Hacia el final de la novela de Annie Ernaux, La otra hija, hay una escena que me conmueve particularmente. La novela es una larga y emotiva carta escrita a su hermana, muerta antes de su nacimiento. En ella, la narradora, recorre su imaginario personal como un repertorio de imágenes alimentado por la figura de ese espectro, siempre presente. En uno de esos pasajes finales, se refiere a una escena de Jane Eyre, que le remite también a su relación con la hermana muerta: la amiga de Jane, Helen, consumida por la tuberculosis se está muriendo y, ella, se mete en la cama y se duerme abrazando su cuerpo, sin temor al contagio, acompañándola en esa última noche. A la mañana siguiente, retiran su cuerpo dormido del cuerpo muerto de la amiga. He recordado cómo me conmovió esa escena a mí también, cuando la leí, hace muchos años, la imagen de esos dos cuerpos femeninos descansando juntos. Siempre me fascinó el modo en que las mujeres podían cuidarse, sin temor, en las condiciones de mayor peligro, esa capacidad de empatía con el dolor de la otra que hacía de la identificación también una práctica íntegra. Me asalta una imagen similar, vívida: una mujer acompaña a otra a abortar, la cuida, la limpia, asiste los embates de ese acto violento que el cuerpo resiste, se arriesga por ella, la protege. La palabra aborto, que de niña resonaba en mí en medio de cierta familiaridad no exenta de temor, siempre rondando como secreto entre las ventanas y las puertas, era de una severidad que se sentía en la lengua, al pronunciarse. Una palabra que tanto susto causaba usada en público, que con tanta vergüenza y culpa se lleva en la memoria del cuerpo, es también una palabra que nos hermana, que compone escenas de cuidado e intimidad, que restituye una y otra vez la posibilidad del vínculo amoroso en medio de un dolor intransferible, y que me hace pensar la complicidad, también como un espaciamiento que ocurre entre los cuerpos –otra vez- : desconexión y escucha, contagio y desacuerdo. Vuelvo sobre esas imágenes de complicidad que siguen conmoviéndome, entre esas, precisamente la de las dos mujeres expulsadas del partido por ser feministas; la de otras descubriendo con fascinación la profundidad de sus vaginas, la de las que caminan juntas en medio de miles de otras, contándose a gritos el dolor de sus pérdidas, algún secreto en medio de la algarabía, y que las ponen, a la vez, dentro y fuera de sí; la de mi cuerpo caminando junto al de mi hija, las dos al unísono, gritando la palabra aborto sin ninguna contención; la de los cuerpos de Jane y Helen, el uno dormido y el otro muerto, abrazados. Complicidad que no se detiene y que transforma los cuerpos y los afectos, que singulariza el pensamiento en el encuentro de otra racionalidad política, quizá una más cercana a la imaginada por Coccia a partir de la constitución de la flor: “la razón no es y no podrá ser jamás un órgano con formas definidas, estables. Ella es una corporación de órganos, una estructura de apéndice que pone en discusión al organismo entero y su lógica. Principalmente, es una estructura efímera, estacional, cuya existencia depende del clima, de la atmósfera, del mundo en el que estamos. Es riesgo, invención, experimentación.”
Notas
[1] Alberto Ruiz de Samaniego, Cuerpos a la deriva. Abada editores, Madrid:2017. Pp. 39-40