Entrevista de Alicia Ortega Caicedo a Giovanna Rivero
Giovanna Rivero (Montero, Santa Cruz-Bolivia, 1972). La escritura de Giovanna traza un deslumbrante y portentoso itinerario que entrecruza la literatura de género, el punk, el feminismo, paisajes distópicos propios de la ciencia ficción, escenarios góticos y fantásticos, adolescentes en procesos de iniciación, jovencitas terribles que escriben y conspiran, la belleza de lo siniestro y la “enunciación provinciana”, niñas ensimismadas, mujeres que se definen como “románticas inoperantes”, otras signadas por una “imaginación distraída” y de “salvajes intuiciones”. Su escritura, y pienso en su novela 98 segundos sin sombra, nos seduce por su tono aguerrido, a la vez reflexivo e irónico, y “metáforas punky”, que se desborda en el apuntalamiento de afectos e imágenes que lindan con lo grotesco así como también con la ternura y el amor. El universo de lo desconocido y lo extraterrestre ocupa un lugar gravitante en la novela, así como la cercanía de un entorno cotidiano marcado por la violencia y el desamor, que colocan a la protagonista, en palabras del filósofo J. L. Nancy, “al borde de la partida”.
Aunque este diálogo se desarrolló vía correo electrónico, he tenido la suerte de conocerla personalmente, de escucharla y conversar con ella, en tres diferentes ocasiones: en 2015, Mariuxi la contactó e invitó para contar con su participación en la Ferial Internacional del Libro de Quito en ese año. Más tarde, en la Feria del Libro de Quito 2018, volvimos a tenerla con nosotras. Y en 2019, Daniela nos regaló la oportunidad de escucharla una vez más en el Encuentro Internacional “Cartografías de la disidencia. Lo femenino en la literatura: potencias e irrupciones”, en el Centro Cultural Benjamín Carrión (Quito).
Nuestra conversación gira de manera particular en torno a su novela 98 segundos sin sombra (2014) y su libro de cuentos Para comerte mejor (2015).
Alicia Ortega Caicedo (AOC): Los cuentos que hacen parte de tu libro Para comerte mejor exploran una ambigua y seductora zona que nos remite a la belleza de lo siniestro. Nos encontramos con personajes extraños, frágiles y luminosos a la vez: zombis, fantasmas, cuerpos resucitados, “criaturas opacas” o enfermas de fantasía, mujeres tomadas por la tristeza o en el curso de insondables búsquedas. “Me duele el mundo”, parece que dicen tus personajes mujeres. ¿A qué responde la construcción de estos personajes? Particular belleza reconozco en las niñas, las mujeres y los adolescentes. Una belleza encarnada en cuerpos heridos y desamparados. Cuerpos que, como en el caso de los indigentes que habitan las alcantarillas (“La piedra y la flauta”), son “lúcidos observadores de aquello que los que viven en la superficie no pueden ver”. ¿De qué habla esa extrañeza? ¿En dónde ancla? ¿Cómo trabajas el lenguaje que nombra y da forma sensible a esa extrañeza?
Giovanna Rivero (GR): Me es difícil responder a esta pregunta sin volver mi mirada a mi propia adolescencia. Supongo que es en los primeros dolores donde la escritura planta las semillas primordiales que luego hará fructificar, y es con esta intuición que me doy permiso a mí misma para hablar desde lo personal sobre esta premisa que planteas: Me duele el mundo. Sí, me duele el estar en el mundo. Y en términos inmediatamente sociales se me dificulta mucho comunicar este sentimiento que me acompaña incluso cuando estoy básicamente feliz. No quiero ser la eterna melancólica, de modo que dejo que la performance tome el escenario. Sin embargo, por debajo, como una bruma, siempre está esa honda y a veces insoportable incomprensión de la soledad adolescente. Entonces viene la escritura como este puente o este pacto de no-suicidio, esta transacción desigual con la vida. Creo personajes que sí puedan comprender desde su propia circunstancia esta isla enfermiza. Por eso, más que una invención, pienso en estos personajes como embriones dormidos en lo profundo de la imaginación y de la memoria y que yo despierto para que podamos atravesar juntos este trayecto por la existencia. Y si miro un poco más en retrospectiva, se me ocurre que esta necesidad literaria de hacer de los cuerpos de mis personajes una expresión delicada de lo monstruoso nace con la mezcla de lecturas que forman mi tradición, mi imaginería. Entre lecturas muy dispares, también disfruté de los cuentos de hada precisamente porque las chicas experimentaban unas transformaciones inauditas: pasaban doce años convertidas en vacas o pegadas a una piel de asno que no se podían quitar de la espalda, se cortaban el dedo gordo del pie para poder caber en un ridículo zapatito de cristal, se convertían en pájaros, en cuervos malignos, en fin, un travestismo maravilloso que solo es posible si se entrega el cuerpo.
Me interesa, pues, marcar los cuerpos de estas criaturas mías con alguna herida congénita, es la forma un poco cruel que tengo de quererlos. Si no los preparo así para los conflictos que les tocan, ¿con qué se van a defender? Es la herida la que nos defiende.
AOC: En la línea de la pregunta anterior, especial lugar ocupa la protagonista de tu novela 98 segundos sin sombra: esa adolescente terrible y conmovedora, huraña y sensible, herida y lúcida. “Una raíz salvaje”, dice Genoveva de sí misma. Capaz de amamantar a su hermanito down, de desconectar a su abuela del tanque de oxígeno como acto de amor, de ayudar a su compañera de colegio a abortar, llena de rabia, pero también inmensamente tierna, lectora voraz, aprendiz de escritora ella misma. Porque lo que leemos es su diario, su cuaderno secreto. ¿Cómo logras ese tono aguerrido, de “metáforas punky”, desbordado en el amor, la ternura y lo inaudito? ¿Relato de iniciación femenina? ¿Qué nos dice la construcción de tu protagonista en relación a pensar lo femenino? ¿Lo femenino como esa fuerza que hace explotar el orden sedimentado, las formas que han perdido su lozanía, los lazos cuando se han debilitado?
GR: En efecto, es un relato de rebeldía y de asfixia. Genoveva está asfixiada por ese pueblo que apenas le presenta posibilidades y que al mismo tiempo atenta con corromper su inocencia radical. Me interesaba dotarle a este personaje de una mezcla de poderes: la inteligencia precoz y la invencible inocencia. Solo así iba a serle posible romper todas las reglas que rompe. Entonces, parafraseando a la legendaria Jeanette, Genoveva es “rebelde porque el mundo la ha hecho así”. Ese mundo en el que hice crecer a este personaje está habitado por mujeres que, si bien intuyen por la larga experiencia vital que hay otro horizonte, no se atreven a entregarse totalmente a lo desconocido. Genoveva mete en la mochila toda su valentía posible y se sumerge en la existencia, con todo, sin garantías. Mientras escribía esta novela pensaba en esa clave, en que vivir es morir, no se puede de otro modo. Lo de las metáforas punky tiene que ver con la atmósfera estética musical de los ochenta. El pop fue una explosión total y para un pueblo chico eso constituía una sonda a la modernidad. Esa impronta aparece en gran parte de mi escritura porque supongo que en mi educación sentimental esa música entre el punk y la ciudad era una suerte de resistencia al discurso político de la izquierda de los setenta que comenzaba a cuestionar sus consignas. Las consignas del pop no eran un gran reemplazo discursivo, pero salvaban la vida. En definitiva, Genoveva es para mí un amado avatar. Cuando recién se publicó 98 segundos sin sombra muchos preguntaban si el texto era autobiográfico y yo respondía que sí aunque yo no hubiera sido capaz de ejecutar ninguno de los actos radicales, resistentes y sublimes de Genoveva, pero es la autobiografía de mis deseos juveniles y eso es más auténtico e importante, me parece.
AOC: La extrañeza de tus personajes encarna en corporalidades de un encanto propio, uno que se compone de un inusual amasijo de intensidades que dan cabida a la ternura y al miedo, al amor y a la piedad. Son personajes en cuya definición particular importancia tiene la materia de sus cuerpos: sus huesos, la carne dormida o enferma, la mirada incómoda, la baba, también la carne putrefacta, la pus, la grasa, lágrimas, vómito, sudores, el cuello, el útero, el colmillo, el feto. A veces, como el caso de Inés ˗la mejor amiga de Genoveva en 98 segundos sin sombra˗, se trata de desaparecer materialmente porque le pesa demasiado su propia carne. ¿Qué lugar ocupa en tu escritura, en tu imaginación sensible, la pura materia de la que están hechos tus personajes?
GR: La carne es la autonomía de los personajes. Serían títeres, esclavos de mis cortas ideas si el proceso de escritura no los liberara precisamente del rigor abstracto y conceptual de la letra. Por eso me preocupo porque tengan cuerpos, por amasar sus cuerpos, por hacerlos conscientes de sus imperfecciones, su fealdad, su avanzada milimétrica hacia la muerte. Es en la carne, en su sufrimiento, donde puedo inscribir la subjetividad de los personajes; de otro modo, la narración se tornaría en una deriva semántica desahuciada.
AOC: Quiero preguntarte acerca del modo como trabajas el tiempo. En algunos de tus cuentos de Para comerte mejor, no siempre resulta fácil precisar cuándo o dónde ocurren las cosas: la vida parece acontecer en un futuro distópico, signado por la destrucción y la ruina. ¿De qué se arman los puentes temporales de tus relatos? Particular fuerza experimental adquiere el tratamiento del tiempo cuando tus cuentos abordan temas relacionados con el poder, en el contexto latinoamericano contemporáneo. Por otro lado, el tiempo de Genoveva responde a otra lógica, a la del estallido y la del “tiempo-ahora”. El vicio de ella es contar el tiempo: “los segundos en que sucede o va sucediendo un cambio radical”. ¿Qué pasa con el tiempo?¿El tiempo que habitan tus personajes?
GR: El tiempo me angustia mucho. Y su mejor reloj es la carne que envejece. No estoy diciendo que la vejez me asuste, no es eso, sino que el cuerpo en tanto único receptáculo creíble del tiempo me conmueve profundamente. Todo lo demás es cíclico y por eso contiene los vicios de la eternidad, el Sol que vuelve a salir, las estaciones que se repiten, en fin. El cuerpo, en cambio, acusa recibo de ese tránsito inexorable hacia un final. Hago esfuerzos por no verlo todo en esa clave, pero he terminado aceptando que la batalla irresoluble entre el instante y el “para siempre” –uno de los desenlaces o cierres narrativos más terribles y con los que los cuentos de hada solían llenarme de terror– es algo que solo se puede vencer con la voluntad sentimental. Mis personajes, en ese sentido, son ejecutantes de un baile siniestro y hermoso, la danza del memento mori. Se aferran a cada diálogo, a cada decisión o movimiento corporal con tal determinación orgánica que a veces me impiden seguir escribiendo.
AOC: Llama especialmente la atención una particular conciencia lingüística que en parte define a tus narradoras. Una conciencia que atiende de manera explícita la materia de las palabras: su particular sonoridad, la resonancia afectiva que ellas provocan, las conexiones y peso que ellas portan. En cualquier momento, la línea narrativa hace una pausa para abrirse hacia una nueva estancia y generar de manera casi intempestiva una particular reflexión a partir de una palabra que se destaca entre comillas, que sobresale en la proliferación semántica que provoca. Las mujeres que protagonizan tus narraciones casi siempre están en capacidad de percibir la fuerza de las palabras, la fuerza de la materia de la que están hechas, saben que las palabras no siempre pueden ser “limpias y fieles”. ¿Qué buscas con ello en el trabajo con la escritura? ¿Cómo incide que tu lugar de escritura sea un entorno lingüístico otro al de la lengua en la que escribes, uno diferente a tu lengua materna?
GR: Creo que tiene que ver con lo de esa pulsión de muerte que te comentaba. Fijate que hace dos años mi madre sufrió un ACV y, aunque tuvo suerte, parte de su vocabulario diario se quemó con esa locura eléctrica que le ocurre al cerebro en estos casos. Lo que ese acto traicionero del cuerpo no esperaba era la rebeldía de mi madre, un rasgo que caracteriza la totalidad de su existencia. Entonces, de un modo que me asombra hasta erizarme la piel, mi madre abrió unos secretos almacenes del lenguaje, escondidos en alguna parte de ese planeta bestial que es la memoria, y comenzó a usar palabras que antes estaban perezosamente dormidas. Mi madre, eso sí, es una gran lectora. De modo que cuando esta mujer que había sobrevivido al incendio de su lenguaje diario puso en circulación otra forma de nombrar el mundo, algo distinto en la familia también se inauguró con ese bautismo. Mi hermana me comentaba por teléfono, un poco en tono de broma, que mamá ya no era nuestra madre, no la que habíamos conocido: se había convertido en una dama del siglo XIX. La dama, sin embargo, ahora se daba permiso de decir un montón de ‘malas palabras’. De alguna manera mis heroínas tienen esa relación de sospecha y riesgo con la lengua que van construyendo. Esta artesanía lingüística que intento trabajar en mis personajes pasa por desafiar las sintaxis con las que regularmente se comprende la realidad. Una cierta anarquía en esa sintaxis antigua me parece fundamental para que emerjan mundos nuevos. Si hay algo que me gusta de “La bella durmiente” es la guerra de intenciones entre las hadas buenas y el hada macabra que no fue invitada al banquete. Mientras las haditas enuncian colores para pintar el vestido de tul de la princesa –¡que sea azul!, ¡que sea rosa!– y el vestido va aceptando ese lenguaje, el hada abyecta pinta de ónix el mundo y es capaz de envenenar una manzana con el poder de su terrible enunciación.
AOC: Me gustaría conocer tu reflexión acerca de esa particular “enunciación provinciana” a la que te refieres en distintos momentos de tus narraciones. Nos encontramos, en varios cuentos, con mujeres que son provincianas, de origen campesino. Una de las narradoras alude a su “clásica terquedad provinciana”. ¿Cómo afecta ese borde provinciano, en tanto deliberado lugar de enunciación, tu escritura? ¿Cómo atraviesan los itinerarios de tu propia biografía migrante los contornos de tu narrativa?
GR: Hace poco leí un ensayo sobre cuestiones lacanianas y resonó mucho en mí una noción sobre la extimidad como una condición primordial del sujeto humano. Los padres son los primeros “otros”, preceden al que nace. Nacer, en ese sentido, es separarse, devenir en un extranjero radical de ese “uno” que se era en la belleza de la inconsciencia uterina. Creo que mis personajes intuyen esta marca y por eso su condición de provincianos es tan necesaria y tan querida. Esta patria a pequeña escala, la provincia, se acomoda en los recuerdos de la infancia. Una de las cosas en las que pienso mucho a la hora de darle vida a un personaje es su infancia, aunque luego no escriba una sola palabra sobre eso. Por otra parte, mis personajes suelen ser criaturas periféricas de uno u otro modo, incluso si les dibujo una familia estándar y esas cosas, por eso el provincianismo en tanto tensión con cualquier estatuto más cosmopolita o universal les da la fuerza para enfrentarse a esa totalización, a esa superioridad epistémica, por decirlo de algún modo. Mis personajes son de provincia, no importa si salen de ella o no; es en esa delimitación territorial donde ellos colisionan el enorme hambre cósmica que los empuja al encuentro de algo dionisiaco, delirante, algo que los exceda.
AOC: “Los recuerdos inútiles son los más hermosos”, leemos en “Humo”, ¿porqué? En el cuento que abre tu libro se habla acerca de “atar lo desanudado”. ¿Cómo entra el trabajo con la memoria en tu escritura?
GR: La memoria para mí lo es todo. Es una maestra de la gramática y la sintaxis de los acontecimientos. Ella ordena, organiza, desbarata, elabora montajes, sutura tajos, diseña collages sin que siquiera nos percatemos de sus artificios. Pero la memoria que a mí me interesa es la que adopta el formato de los sueños; es decir, la que profana el símbolo. Creo que es en ese nivel donde este mecanismo, por el cual podemos mirar de frente a la muerte sin sentirnos tan pequeñas, alcanza su más clara autenticidad.
AOC: ¿Cómo mira Gio Rivero escritora, docente, mujer, latinoamericana, nuestro presente más inmediato en términos de nuestra historia regional de hoy? ¿Cómo lidiar con esa violencia que nos vulnera?, allí en donde sin embargo se movilizan cuerpos insumisos: cuerpos de mujeres, de campesinas y campesinos en la defensa de sus territorios, de jóvenes que hacen frente a la violencia estatal en nuestras calles. Tiempos de violencia y expoliaciones, de muertes y desesperanzas, pero también de movilizaciones y desobediencias poéticas, colectivas, muchas de ellas en clave femenina.
GR: Durante el tiempo que investigué y escribí mi disertación doctoral me acerqué al pensamiento de Alain Badiou y una de las posiciones suyas que más valoro respecto a la relación ciudadano-Estado nación o ciudadano-hechos es que precisamente él distingue esa categoría, la de “ciudadano”, de la de “sujeto político”. Para Badiou, el tipo de respuesta que un ciudadano da a los sucesos que lo convocan lo convierte en un sujeto político o lo confirma en su estado de civilidad. El sujeto político es, para Badiou, esa conciencia lúcida y atrevida que lee en los hechos terribles, en la violencia, en la asquerosa injusticia, la sombra y la actualización de otros momentos de la Historia y decide intervenir, poniendo el cuerpo, el físico individual y el que suma con los otros. Creo que es esto precisamente lo que América Latina está experimentando, un despertar a su subjetividad política que el neoliberalismo y su estética ahistórica de la década del noventa habían anestesiado. El primero en plantar respuesta ha sido el feminismo, los feminismos, y eso hay que celebrarlo mucho. Yo siento que uno de los aspectos más desafiados recientemente por estas maravillosas rebeliones es el lenguaje, principalmente ese lenguaje axiomático que nombraba con total suficiencia los afectos políticos y las pulsiones ideológicas. Izquierda, derecha, centroizquierda, fascismo, pueblo, gente, calle, palabras que creíamos dominar en su enunciación y que de pronto nos traicionan, se agotan ante la complejidad de los acontecimientos, antes sus contradicciones. Y ahí es cuando creo que el arte, la literatura, la ficción, la escritura poética tienen tareas pendientes.
AOC: ¿Cómo concibes lo femenino en la literatura?, lo femenino en la literatura de hoy. ¿A quiénes estás leyendo? ¿Podemos hablar de una comunidad de mujeres escritoras en Hispanoamérica? ¿Te ubicas en alguna genealogía de escritoras mujeres latinoamericanas?; quiero decir, en una línea de aprendizajes, legados, cercanías.
GR: Hace muchísimos años, mi madre –que siempre le “ha buscado a la vida”, como dice ella– aprendió a hacer macramé para generar algo de ingresos. Anudaba “caminos de mesa”, tapetes, maceteros, y un sinfín de texturas. También tejía croché. Por esa época, mientras ella se sacaba callos apretando las sogas, mirábamos la serie policial alemana “El viejo”. En uno de esos episodios, el detective descubre al asesino gracias a la particular forma de atar un nudo marinero con el que la víctima aparentemente se había ahorcado. “Qué fácil”, comentó mi madre, “esos nudos no tienen secreto; estos, sí”. Traigo la anécdota a colación porque creo que lo femenino en la escritura y la ficción tiene que ver con esa disputa entre lo ostensivo, lo acostumbrado a la luz escénica, y aquello cuya semilla es inasible, hermosamente opaca. El detective, en tanto lector, puede ver el nudo obvio, el nudo asesino, matemático, legible y perfecto. Estoy segura de que ese mismo detective se habría mareado ante las fuerzas secretas del nudo de macramé. Allí donde lo femenino opera para dosificar sin borrar, para acariciar la pulsión sin someterse totalmente a ella, para hacer de la especificidad un símbolo singular, allí encuentro yo la belleza y la trascendencia de una escritura.
Siempre digo que una de las preguntas más difíciles de responder para mí tiene que ver con tradiciones y genealogías en cuya secuencia tendría que reconocerme. Hay algo vertical en esas categorías que me expele. Hablo con total honestidad. Prefiero siempre hablar de hermandades. Y las hermandades no tienen nacionalidad o tiempo, pertenecen al orden cósmico y allí se multiplican. Cuando encuentro algo con lo que conecto profunda, espiritualmente, en un cuento, en una novela escrita por una mujer, me digo con felicidad: ¡he encontrado una hermana! Entre esas hermanas cuánticas están, por ejemplo, Marosa di Giorgio, Clarice Lispector, Daniela Alcívar, Esther Seligson, Carson McCullers, Valeria Luiselli, Marguerite Duras, Gabriela Ponce, Eugenia Almeida, Magela Baudoin, Betina González, Simone Weil, Esther Cross, Fernanda Trías y recientemente Olga Tokarczuk.