Ariana Harwicz: “Ahí donde da pudor, ahí donde da vergüenza, ahí donde da asco, ahí: escribir”

Por Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ

Leer a Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) es una experiencia conmovedora. Su escritura altera nuestros modos de ver: paisajes poblados de imágenes dislocadas pero amorosas en los que la maternidad desborda el cuerpo. Este año Turbina Editorial editó y publicó La débil mental (Mardulce, 2014), segunda obra de la trilogía que se abre con Matate, amor (Lengua de Trapo, 2012), y que concluye con Precoz (Mardulce, 2015 y Rata, 2016). Licenciada en Artes del Espectáculo por la Universidad Paris VIII y Máster en Literatura Comparada por La Sorbona; la formación multidisciplinar de Harwicz sea tal vez en parte causante de la especificidad de su poética. Lo que sigue es un diálogo con ella, una de las escritoras predilectas de Sycorax, sostenido  durante el mes de noviembre de 2018.   

Gabriela Ponce: Al terminar de leer La débil mental (la primera novela tuya que leí) la sensación que tuve es la de nunca haber leído algo similar, me emocionó la singularidad con que trabajas el lenguaje: que la maternidad active esa violencia en la lengua haciéndola estallar sin concesiones. Me sucedió lo mismo con la lectura de Matate, Amor y Precoz, escritas las tres en un período de tiempo muy corto. ¿Puedes reflexionar sobre el proceso de esa escritura, sus detonantes, los modos en los que fuiste dando forma a ese encabalgamiento poético que resulta tan novedoso y arriesgado?  

Ariana Harwicz: Las tres novelas se escribieron en un tiempo muy breve. No hubo una sistematización, no hubo una programación, no hubo un saber lo que estoy haciendo y entonces operar en consecuencia, como siguiendo una estética o un recurso ya aprendido. Fue para mí muy novedosa también la escritura en sí porque yo nunca había escrito nada excepto fragmentos, cosas muy académicas, de ensayo. Yo no era escritora. Entonces esas tres novelas breves que conforman una especie de trilogía de la pasión o de la maternidad y que también pueden ser vistas como un poema largo, una oda, o tres obras de teatro, tres cuadros salieron de ningún lado: de toda una vida mía deseándolo, salió de algo que estaba ahí sedimentando de muchos años de formación artística, de muchos años de la vida. Tantos cuadernos, tantos diarios, tantos intentos de escribir que en un momento dado eso da con una forma. Tampoco sé de donde salieron, es como un misterio también para mí. 

G. P.: Específicamente, en lo relativo al ritmo, hay algo que me llama la atención.  El monólogo, que es el modo que elegiste para escribir los tres relatos,  es, por un lado, excesivo, cargado y desbordante y, por otro, (de modo paradójico) muy exacto: se siente que nada falta, ni nada está de más. ¿Cómo trabajas esa economía narrativa para que sea fulminante y precisa? 

A. H.: Esta es una pregunta clave en la poesía, clave en la narrativa y clave en el arte, porque se refiere a lo que es la concisión, lo que es la forma, la síntesis. Yo trabajo con una especie de depuración excesiva, radical; es decir, que cuando escribo, ya eso que escribo es lo último, lo más exacto que puedo. No hay palabras, no hay comas ni puntos, no hay una sola oración, no hay una sola palabra que esté de más, que esté porque sí. Escribo con una especie de rigor económico de poner la palabra exacta y ninguna más que la rodee, al desnudo, con una especie de sentido métrico, de ritmo, que trato de establecerlo de manera muy matemática, muy musical. Después vienen todas las capas que se suman que son las correcciones, que es una especie de relectura en voz alta, reescritura y nuevamente una lectura en voz alta y nuevamente una reescritura y todo ese proceso que yo llamo musical: cada vez se va afinando más la oración, cada vez se va afinando más el hueso. Si fuera un dibujo diría que cada vez más saco todo y queda solo lo ínfimo que tiene que quedar; entonces, los fragmentos, las oraciones, se van diezmando, van empequeñeciéndose hasta que solo quedan las palabras con las que si no existieran uno moriría, de vida o muerte. Este es el trabajo que yo hago en todas las novelas y que se fue radicalizando porque Matate, amor es más extensa que La débil mental, y La débil mental es más extensa que Precoz. Es decir cada vez menos, hacia un minimalismo, y es cierto que en esa precisión, en esa cosa escueta, hay un desborde, un exceso porque cada palabra que sí queda tiene que darlo todo, es como una especie de lucha campal. 

G. P.: La elección por esa forma monológica plantea una perspectiva cargada de subjetividad en la que se siente el lenguaje en su intimidad, en su morfología más visceral. ¿Cuál es la razón por la que eliges esa modalidad narrativa en las tres novelas? 

A. H.: Está eso de que la forma es la que lo elige a uno y no uno a la forma; es decir, que no hubo un programa a priori de que serían novelas en monólogos, solipsismos o voces únicas con carga teatral, tampoco hubo un planteo. Mi formación académica y lo que habían visto mis ojos, mi sensibilidad artística derivó en este constructo, en este invento. No sé si un artista tiene conciencia de sus elecciones, sino que es al revés, se le imponen. A mí me interesa la carga dramática de la primera persona, filosóficamente y estéticamente.  La potencia, el efecto que genera en el lector o el espectador en el teatro, el efecto que genera la primera persona, a mí, me posibilita toda una serie de invenciones, de excentricidades y de juegos con la lengua y con el lenguaje que a priori la segunda o tercera persona no me permiten. Me siento más libre con la primera persona, fue la libertad lo que me llevó a esa elección. 

G. P.: Además de ese trabajo minucioso con el lenguaje, apuestas por una enorme libertad para abordar cuestiones como el tiempo narrativo o la trama. Como si lo que importara solo estuviera en lo memorable (del acontecimiento) y cómo esto se captura en la lengua más que en lo que quieres contar (como desarrollo de una historia). ¿Cómo organizas, en este sentido, el material narrativo (tema, estructura, etc.)? ¿cómo ocurre el proceso de escritura en relación con esa organización?  

A. H.: No lo había pensado así pero es eso exactamente, importa más el lenguaje que  el impacto narrativo en sí desde el punto de vista clásico, convencional que conocemos: el arte de narrar los acontecimientos, las modificaciones en los personajes, todo lo que es la estructura férrea de una narración clásica. Lo organizo así, lo que predomina y lleva adelante la trama, el ritmo, el universo, la diégesis, es el lenguaje. Aparecen primero las palabras, aparece primero una música, una textura, un tono, un sentimiento trágico y después lo que hacen los personajes: si van al bosque, si se escapan o matan al hijo, si tienen un amante; toda la travesía, toda la peripecia que hacen aparece después. Lo que hay en principio es un sentimiento trágico, yo trabajo un poco así, a la deriva, sin un plan pero respetando que la música suene en todo el texto como una misma sinfonía, cuando no suena igual eso no pertenece a ese mundo, y entonces los acontecimientos van ocurriendo, los dejo vivir a los personajes. 

G. P.: Existe en la trilogía una cuestión subversiva (y por eso política) en cuanto a cómo se escribe el cuerpo de la madre y la eroticidad latente en ese cuerpo, o entre esos cuerpos, madre-hijo/hija. En ese sentido complejiza los modos de ser de esa relación y los interpela profundamente. ¿Cómo y desde dónde abordar un asunto tan escabroso? 

A. H.: La palabra escabroso es muy interesante. Yo no trabajo con a prioris morales, éticos. Si bien por supuesto somos seres sociales, sin duda, pero no trabajo la literatura ni pienso con a prioris morales, con nociones éticas de qué es trasgresor o disruptivo o amoral. Trato nunca de juzgar a los personajes, no me interesa, es el aspecto menos interesante de la vida. Eso de what is love? love is the absence of judgement. Traté simplemente de comprenderlos, y si una mujer llega a matar a su hijo o se siente atraída por su hijo, o si tiene la ambigüedad de amarlo y odiarlo, digo esto como una mujer, porque también podría ser un hombre (en mi próxima novela es un hombre), pero en este caso de la trilogía simplemente trato de seguir con la pluma ese devenir. Entonces siempre me pareció que la maternidad incluía todos esos sentimientos: el erotismo, el odio, el rencor. También investigué mucho, padre e hijos que se odian, padres e hijos que no se sienten padres e hijos, porque se naturaliza mucho la palabra hijo o padre pero en definitiva es un misterio, un gran misterio, inicial, ontológico: qué son dos personas que la una sale de la otra, nace de la otra, pero algún día van a ser dos adultos, dos viejos,  van a  poder los dos tener un aspecto de dos personas que son pareja que tienen sexo, etc. Ese devenir del hijo me atrae dramatúrgicamente, la maternidad me parece el gran tópico para escribir, así es que no puedo hablar sobre otra cosa, me descubro una y otra vez hablando sobre la tragedia y el milagro de la maternidad. Sin corsé ideológico observo la miseria humana y ahí está todo. 

G. P.: Otro de los desplazamientos que ocurren con la lectura de la trilogía es relativo a los géneros: a una no le queda claro si lo que está leyendo es narrativa, poesía o teatro. ¿Crees que esto ocurre de alguna manera por tu formación, o responde a un interés particular por los lugares liminales? Por otro lado, ¿cómo sientes que funcionó la adaptación teatral de Matate, Amor, de cuyo proceso creativo estuviste, entiendo, muy próxima. 

A. H.: Desplazamientos barrosos y borrosos de los géneros. Yo pensé que justamente te referías a los géneros de los personajes, a cierto travestismo de los cuerpos, pero te referías a los géneros, sí, una cosa tiene relación con otra. Me gusta trabajar en los bordes, en los límites de los géneros, pero también de los personajes. Me gusta poner comportamientos, diseños, formas, arquitecturas corporales, que supuestamente son masculinos, en lo femenino, o viceversa; o como decíamos antes en la maternidad, que una madre no tenga por qué tener ese instinto materno y sin embargo tenga otras necesidades, otras relaciones como madre. Esa exploración está siempre: lo que no se dice, ahí donde es tabú, ahí donde da miedo, ahí donde da pudor, ahí donde da vergüenza, ahí donde da asco, ahí: trabajar con eso. Trabajo con el miedo, con el asco, con el pudor. Así que lo mismo me pasa con los géneros formales, no sustraerse ni asumirse en ninguna forma precisa y tomarse la mayor libertad posible pero no como un plan previo. Voy a escribir una mezcla de cine, teatro y literatura, no, la escritura ya tiene esas tres lenguas en su interior, ya está contaminada, eso ya es una nueva forma. En verdad la condición de ser libre es el coraje, no hay otra opción, y eso se juega en cada párrafo.  

Con respecto al montaje de Matate, amor, para mí fue una gran felicidad, formé parte del recorte que se hizo de la obra y trabajé muchísimo con Érica Rivas y Marilú (Marini), para mí hicieron una versión extraordinaria en el sentido de que asume esta paradoja que también tiene la traducción de ser otra obra siendo la misma, pero está pasada por el tamiz de ellas, es su interpretación, es su música montada en mi música, en mis acordes, en mi pentagrama, en mi sintaxis. Entonces fue una experiencia extraordinaria; para mí escribir es eso, la traducción y las adaptaciones forman parte de la tarea del escritor. 

G. P.: ¿Cómo es tu sistema de escritura? ¿Cuáles son las condiciones necesarias para escribir?  ¿Se han modificado a partir de la gran recepción que ha tenido la trilogía?  

A. H.: Los rituales de escritura eran escribir todo el tiempo, vivir para escribir y no escribir para vivir, huir de la vida para escribir y huir de la escritura para vivir para escribir. Es decir, tener esa ética de que hay que vivir para escribirlo, entonces escribía todo el tiempo, toda la noche, me encerraba con llave cuando el bebé se dormía y escribía. Nunca imaginé ningún éxito ni nada, estaba muy atrapada y muy sola, salvándome en la escritura. 

G. P.: ¿Cómo se manifiesta la experiencia de la extranjería en tu escritura o la presencia de esa otra lengua con la cual también convives (ese desplazamiento continuo entre las lenguas)? Por otro lado, ¿qué te ha dado (y qué le ha dado a tu literatura) vivir en un espacio rural, ajeno a la experiencia de la ciudad? 

A. H.: La experiencia de la extranjería es la experiencia literaria por excelencia, por lo menos para mí funcionó así. Mi identidad, si eso existe, es la extranjería. La mezcla de lenguas, de tonos, una lengua montada en otra, el español en el francés, el francés en el español, y esa incomodidad, ese riesgo, ese sufrimiento del extranjero que lo ve todo por primera vez también; esa sorpresa frente al mundo, ese asombro, me sirvió muchísimo para observar, para escribir, porque escribir es ver. Todo empieza en la mirada, como el amor. Yo, una porteña, viviendo en el campo en Francia, me sucedió como si viera el mundo por primera vez y toda la experiencia de la extranjería es siempre la experiencia de lo nómade, de la incomodidad, del otro, del chivo expiatorio. Toda esa experiencia es material para escribir, forja la sensibilidad del que escribe. Así que tanto lingüísticamente, semánticamente, el enrarecimiento, el extrañamiento en la forma en cómo escribes, tanto eso como la experiencia vital, ha servido muchísimo para la escritora que soy. 

G. P.: ¿Puedes hablarnos de tu “canon personal”? Aquellas obras con las cuáles dialogas, los autores y autoras que lees (y relees) y que han marcado tu propia relación con la literatura (y también con el cine y el teatro).  

A. H.: Mi canon personal está hecho eclécticamente, de la filosofía, los presocráticos, también de los diálogos platónicos y también del medioevo, siempre recuerdo los escritos de la cárcel de Boecio. De cuando estudiaba filosofía medieval, escritos desde la tiniebla, desde las cárceles, desde ahí me quedó el gusto por la literatura escrita en las cárceles, siendo reales las biografías como la de  Oscar Wilde, Dostoievsky, como tantos que estuvieron encerrados; como cuando es ficcional, un personaje en una cárcel como el Montecristo de Dumas. Aquello me gusta también en la pintura. Pienso en los hospicios, como Artaud, o como Van Gogh, o como Nerval, los poetas encerrados en castillos, la locura. Siempre esa idea del encierro sea en un hospital, en un castillo, en una bóveda, en una cueva, en una choza, bajo tierra o en una mina o en la cárcel. El encierro y la guerra. Siempre me atraen los artistas, los pintores, los escritores de entre guerras o de la guerra, la Primera o la Segunda. Esas experiencias que finalmente son las grandes experiencias humanas. También me gustan los personajes perdidos en un barco en medio de la nada, es decir siempre que haya una cuestión antisocial de por medio. Mis cánones son los rusos, soy muy decimonónica, no en la forma sino que me gusta la potencia filosófica de los escritos, Flaubert, Balzac, más adelante Proust, Céline, cuando la novela era una novela forzosamente filosófica.  Además me gusta mucho el teatro, la dramaturgia, los alemanes, la dramaturgia contemporánea alemana, siempre la poesía, Pound, Rilke, siempre Rimbaud, el gran poeta. No tengo un linaje preciso, es más bien como ir buscando fuego ahí donde lo pueda encontrar. 

G. P.: ¿Qué se viene después de la trilogía?  

A. H.: Se viene ya Degenerado, una obra, una composición de un solo personaje hombre. Por primera vez hombre. Saldrá en forma de monólogo también, saldrá en Anagrama a comienzos de 2019, en febrero. Bueno, para mí es una revelación ver qué sucede con un personaje hombre, qué sucede con esa escritura saliéndose de la trilogía pero volviendo a esas mismas obsesiones, otra vez la madre, otra vez ese binomio imposible madre-hijo. Y además estoy obsesionada con la vejez, la vejez como un lapso de tiempo de euforia, paradójicamente con el cuerpo enfermo o diezmado, pero eufórico y amoral, porque ya casi no se está en la vida, o se quiera ver o no, se viene la despedida, entonces ahí, escribir.  

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