Karina Marín
Escritora, crítica literaria, investigadora académica
Desde que nació el bebé estoy intentando huir.
Kenzaburo Oé
No temas Albión, a menos que yo muera tú no puedes vivir
pero si yo muero me alzaré de nuevo y tú conmigo.
William Blake
a J.L.
1
“First, you cry”.[1] Con este consejo, la madre de un niño que ha nacido con una parálisis cerebral inicia un libro motivacional pensado para padres y madres que atraviesan situaciones similares a la suya. La noción de catarsis de la que parte el consejo no va acompañada, sin embargo, de un simple desahogo ante el conocimiento de una circunstancia que se asume anticipadamente como trágica. Este llanto tiene también las implicaciones del duelo. En el libro al que hago referencia, la autora señala el luto como etapa necesaria de asumir cuando se debe llevar a cabo la crianza y cuidado de hijas e hijos con discapacidad. Incluso enumera algunas recomendaciones para reconocer y llevar a cabo ese proceso. La idea en torno a la cual gira este lamento por el hijo frustrado es que antes de parir ese cuerpo incomprensible, los progenitores habían soñado con otro tipo de realidad: lo que esta autora y otras similares denominan “perfect baby dream”[2] es un sueño del que hay que despertar de manera abrupta.
Si se navega por Internet, es posible encontrar mucha información en torno a este sentido de pérdida que supuestamente experimentamos padres y madres de hijas e hijos con discapacidad. Se trata de un duelo que está caracterizado por etapas ya establecidas: la de la negación, la de la ira, la de la culpa, la de la depresión y, finalmente, la de la aceptación. Quienes reciben de manera inesperada la noticia del hijo anti-utópico experimentan entonces un paradójico luto que se lleva a cabo ante un cuerpo que aún vive.
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He sido convidada en innumerables ocasiones a experimentar este duelo. En un inicio, la idea de dejar morir un sueño para hacer vivir una dura realidad adquirió un sentido que posibilitaba aplacar la avalancha de sentimientos, por momentos innombrables, que surgieron ante la aparición del hijo que no nació como se esperaba que naciera. La consigna parecía razonable y pacificadora: dejar morir la idea del hijo que quería tener, con el fin de dejar vivir, no sin cierta resignación, al hijo que me tocó en suerte. En el proceso de duelo, entonces, reinaba como premisa incuestionable la noción de que a quienes procreamos los cuerpos anómalos nos es permitido llevar a cabo el luto de una muerte que nosotros mismos debemos provocar: matar al hijo imaginado para darle lugar al hijo real es una cuestión de voluntad y hasta de valentía. Tal indulgencia surge de algún tipo de divinidad benévola que se apiada de nuestro sufrimiento: el destino nos ha deparado una desgracia que deberemos aceptar a costa de dar muerte a lo deseado. Es claro que este duelo apunta a una relación dicotómica entre lo que se sueña o se imagina, es decir, lo que se idealiza y ocupa los terrenos de la utopía, frente a lo que se evidencia o reconoce como ‘real’, que aquí es igual a lo anómalo, a lo monstruoso. Hablo de un luto que tiene la implicación de la resignación ante el fracaso del deseo.
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“Matar al hijo imaginado para volver a parir sin ilusiones”: esa parece ser la consigna. ¿Es la idea de ‘muerte simbólica’ la que nos absuelve de convertirnos en homicidas? Las nociones cristianas sobre la maternidad, el sacrificio y la abnegación marianos consolidan esta condescendencia en la que el acto de dar muerte no se considera violento y menos aún se considera ilegal, porque no ocurre en el plano de lo real pero, además, porque es un acto que media entre la maldición y el destino, ambos señalados por un dios que castiga y es a la vez misericordioso.
(Aún resuena en mi memoria la sentencia de un médico: “Esta es tu cruz. Tendrás que cargar con ella toda la vida”. Sin embargo, cuando trato de recordar al hijo soñado, pienso: ¿en qué difiere ese hijo del que hoy me acompaña? Al fin y al cabo, me digo, durante los nueve meses de espera sentí el cuerpo flotante y acuoso de mi hijo soñado abriéndose paso dentro de mi propio vientre. Él se movía, respiraba y yo soñaba en tenerlo entre mis brazos. Y lo tuve. Y lo tengo. ¿En qué difiere entonces el deseo de la evidencia?)
La misma cita que he traído a colación en otros escritos: “es una enorme equivocación el querer hacer de la imaginación una pura y simple facultad de desrealización”. (Didi-Huberman 9, 2007). El hijo soñado encierra una enorme potencia de realismo. No me refiero aquí a una actitud puritana en la que se procure que el hijo real ‘calce’ en aquello que se soñó para que pueda ser aceptado y acogido. Esa es una actitud capacitista que condiciona el modo en el que la mayoría de madres y padres se relacionan con sus hijas e hijos diversos, sometiéndolos a interminables tratamientos terapéuticos que se ensañan con sus cuerpos, esperando ajustarlos a un ideal de normalidad. Me refiero más bien a la imposibilidad, tan ética como política, de ‘exterminar’ lo imaginado, sin asumir ningún tipo de responsabilidad ante esa desaparición forzada. Pero aún más: me refiero a la imposibilidad de separar al hijo imaginado del hijo real, porque para que el uno exista el otro no puede desaparecer. Incluso podría decirse que si fuera posible que surgiera el uno, el otro aparecería para recordarnos el dolor del que ha surgido el primero. Tengo la sensación de que en el preciso momento del parto hay una inextricable potencia carnal que se desborda, que le da peso a lo que había sido deseado, imaginado. Por lo tanto, matar al hijo soñado es un acto de violencia que, seguido por el llanto del duelo y por el lamento ante el designio del dios misericordioso, toca las fibras más íntimas del hijo real porque asume sin más la forma de la venganza.
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¿Cómo administrar entonces la rabia, la indignación, el dolor que son innegables? En un primer nivel de reflexión podríamos decir: lloramos porque el mundo rechaza al hijo, está hecho para colocar sobre su frente la marca de lo incapaz, de lo anómalo, y luego lo aísla, le teme, se burla de él. No podremos protegerlo ante tal arremetida. Diríamos que lloramos porque el camino que nos espera está lleno de espinas y porque se nos ha anunciado un futuro incierto cuya única respuesta posible está en los designios de un dios que hace que la culpa recaiga una y otra vez sobre nuestros hombros. Surge la pregunta: “¿por qué a mí?”, que es sin duda un eco de aquel “¡Dios mío, por qué me has abandonado!”. A partir de esa pregunta se renueva la fe en un dios que es la única respuesta. Dicho de otro modo: la pregunta por el posible abandono de dios encierra ella misma el designio de dios: se duda de él para ratificar su poder. Se pierde así la potencia de lo humano. El dios lo ha dicho todo. Entonces, ¿cómo hacer posible un lamento que no recaiga en sí mismo de modo autocomplaciente, resignándose al designio de dios? La pregunta “¿por qué a mí?” encierra una imprecación. ¿Es posible acusar sin llevar a cabo una venganza?
Georges Didi-Huberman ha propuesto recientemente[3] pensar que la pregunta del lamento que se atreve a poner en duda el designio de dios –que tiene que ver con la tragedia clásica y sus orígenes, pensados desde Nietzsche y Benjamin– encierra tanto un problema ético como un problema político. Esa pregunta abandonaría, según pienso, la formulación del ‘por qué’, que terminará siempre en una predeterminación. Al abandonarla, la pregunta asumiría más bien la forma del ‘cómo’: “¿cómo llorar sin venganza?”, dice Didi-Huberman, y luego: “¿cómo hacer del llanto una emancipación y no un repliegue sobre su dolor?”. En un tono más personal, la pregunta simplificada podría ser: ¿cómo acoger al hijo frente al mundo, en toda su potencia?
2
“Sooner murder an infant in its cradle than nurse unacted desires”.[4] La cita, que corresponde a uno de los ‘Proverbios del infierno’ del libro El matrimonio del cielo y el infierno (1790) de William Blake, está incluida en la novela del japonés Kenzaburo Oé, Una cuestión personal, publicada por primera vez en 1964. La obra de Blake[5] ha sido objeto de muchas interpretaciones y una elaboración literal de este proverbio no parecería ser lo más recomendado. Sin embargo, Oé la trae a colación en un contexto novelístico en el que es imposible desobedecer su literalidad: en la narración, Bird, el protagonista, deposita en un viaje a África todas las esperanzas de redención de una vida decadente que, sin embargo, son puestas en jaque con el nacimiento de un hijo anómalo. Dejar morir al hijo o incluso ejecutar por mano propia su muerte será el único modo de no renunciar a cumplir los sueños de libertad escenificados en el continente africano. Apasionado lector de Dante tanto como de Blake, Oé prefigura un relato en el que el descenso a los infiernos, matizado por el propio miedo y por la vergüenza, constituye un requisito ineludible para la revelación final.
En ese infierno, Bird parece negarse a llevar a cabo un duelo por un hijo cuya vida ya ha sido condenada como aquella que no merece ser vivida. Los personajes que rodean al “hijo monstruoso”, como es llamado en varias ocasiones a lo largo de la historia, son generalmente voces autorizadas de ciertos médicos que auguran la muerte del niño. Al referirse a él, usarán términos como “la cosa” o “una especie de monstruo inclasificable” (Oé 28-29) y confirmarán una y otra vez que “[…] el bebé estará mejor muerto […] cuanto antes muera el niño mejor para todos” (35). A lo largo de la novela, Bird se referirá indistintamente a la situación de su hijo, unas veces como un bebé anómalo que morirá, y otras como uno que ha nacido con una anomalía y por lo tanto puede ser considerado como muerto incluso antes de que suceda. La idea de la muerte irrumpe constantemente como la respuesta a un designio fatal: lo que no merece vivir debe morir.
La novela transcurre mientras Bird espera la noticia de la muerte del niño en el hospital en el que está siendo tratado. En ese lapso sucede este descenso al infierno que está matizado por la vergüenza provocada por el deseo de la muerte del hijo monstruoso. Esa vergüenza pareciera funcionar en repetidas ocasiones como un mecanismo de contención de la violencia que, sin embargo, se esfuma cuando Bird piensa en el niño como el culpable de un futuro doloroso y opresor:
Y de pronto sintió crecer en su interior una pregunta de extrema bajeza, una especie de neblina negra que había nacido cuando se enteró de que el bebé seguía vivo: ¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, pasar el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso? (95).
La pregunta es la del designio: la respuesta de la maldición está preestablecida. Sin embargo, el protagonista no dejará de preguntarse cómo podrá sobrellevar después la responsabilidad sobre esa muerte tan deseada. Ese impulso de vergüenza es el que aparece cuando llega a un acuerdo con uno de los médicos para provocar la muerte del niño:
El llanto se le calmó cuando pasó por una zona de habitaciones particulares, cuyas puertas daban al corredor, pero la vergüenza se había convertido en un grano alojado detrás de los ojos, como un glaucoma. Y no sólo allí sino en todas las partes del cuerpo, a la vez que se endurecía. La vergüenza: un tumor maligno. Bird era consciente de ese cuerpo extraño, pero no podía repelerlo: su cerebro se había quemado, consumido. (97).
Martha Nussbaum piensa en un tipo de vergüenza que, como el asco, funcionaría como un impedimento para llevar a cabo la compasión hacia el dolor de otros seres humanos. Es una vergüenza paralizante, dice Nussbaum, ante todo lo que hay de humano en uno mismo, que termina por convertirse en sentimiento narcisista que asume que otras personas no tienen realidad y, por lo tanto, los únicos sentimientos que revisten importancia son los de aquel que siente vergüenza (384). Parece ser el caso de Bird: la vergüenza que lo acosa a lo largo de todo el relato lo paraliza hasta el punto de funcionar como un mecanismo de creación de nuevas justificaciones para permitir o consentir la muerte de su hijo, negando esa otra realidad.
Es precisamente el momento en el que Bird pierde la vergüenza cuando toma la decisión de darle un final definitivo a toda esta situación: se lleva al niño del hospital en el que esperaba verlo morir y lo traslada junto a su amiga Himiko a un lugar donde lo abandonará para que un médico de dudosa procedencia se encargue de matarlo. Es en ese momento de pérdida de vergüenza, que de todos modos lo mantenía paralizado, cuando surge la posibilidad de que el personaje formule una nueva pregunta, que ya no será aquella sobre el futuro que le esperaría si decidiera convivir con un hijo monstruoso, sino aquella que realmente logra poner en entredicho el designio de los dioses: “¿Qué cosa intentaba defender del peligro que representaba el bebé monstruo? ¿Qué había de valioso en su propio interior para defender con tanto ahínco?” (185).
(Pienso en aquella idea de matar al hijo soñado con la que comulgué hasta hace no mucho y me pregunto: ¿qué hay de valioso en mi propio interior que deba defender con tanto ahínco?)
Ahora bien: se podría decir que en la novela de Oé, este matar al hijo sucede en otro sentido. En la obra, se trata de matar al hijo monstruoso, al hijo real, para ir en pos de una vida que se ha idealizado. En cambio, en la idea de aquel duelo que recomienda enterrar al bebé soñado para sobrellevar la discapacidad, se trata de dejar vivir al hijo monstruoso. Sin embargo, la diferencia lo es en apariencia. Si, como he dicho ya, es un error abogar por una desrealización de la imaginación, no hay muerte simbólica que no implique un acto de violencia y de venganza. La conveniencia de experimentar un luto en el que se entierre al hijo imaginado redunda en una trampa: hace pensar que el dolor del lamento preparará el camino hacia el hijo real. Pero una vez superado el duelo, no será el hijo real el que ocupará el espacio vacío, sino una nueva utopía: la del hijo capaz, rehabilitado y normalizado. ¿Cuántas veces se impondrá el deseo capacitista a la materialidad del monstruo? ¿Cuántas veces más tendremos que matar lo imaginado?
¿Qué hay de valioso en mi propio interior que deba defender con tanto ahínco?
¿Cómo llorar sin venganza?
La novela de Oé implica un lamento, pero también una ética: Bird llora, solloza, bebe hasta quedar inconsciente. Su lamento inclusive asume una sexualidad catártica que pasa por el bloqueo narcisista, la vergüenza y el asco. En esta bajada a los infiernos que implica la vergüenza paralizadora por desear la muerte del hijo, Bird se niega a morir él mismo y añora un porvenir distinto, en lugares remotos. Aun así, hay algo que le impide idealizar ese porvenir: ya no es el niño que morirá, sino su propia vida decadente, apática, rutinaria. No hay belleza imaginada que a la vez no deje asomar el horror del que parte. Es por eso que el verdadero lamento de Bird es por sí mismo: “¿por qué a mí?”. Los pequeños y fugaces momentos del relato en los que Bird se conmueve por su hijo son aquellos en los que vislumbra en su cuerpo monstruoso cierta similitud consigo mismo: el gesto de rascarse las orejas, las manos de dedos largos y delgados. Pero solamente hasta el final, cuando el niño llore y empiece a enfermar de pulmonía estando en sus brazos, Bird se dejará afectar realmente por ese cuerpo nuevo que ha estado negando. Cuando ese otro cuerpo aparece, la pregunta por el propio sufrimiento, “¿por qué a mí?”, se torna en una pregunta afectada, conmovida por la presencia del otro: “¿Qué hay de valioso en mi propio interior como para sacrificarte?” sería la pregunta de Bird. La respuesta posible: “Nada, menos que nada. Cero” (185). En tal respuesta, sin embargo, no debe reconocerse un tono autocompasivo, ni siquiera culposo. Se trata, más bien, de la desaparición de toda respuesta absoluta. Implica una pausa. En esta pregunta no hay un dios misericordioso dispuesto a ser la única respuesta. Hay nada y, desde esa nada, surge la potencia del lamento emancipador, del entendimiento del hijo y su estar en el mundo.
3
Desde hace un tiempo, han llamado mi atención ciertos detalles biográficos de escritores que han tenido hijos e hijas calificados como ‘discapacitados’: Pablo Neruda, Henry Miller, el mismo Kenzaburo Oé. De los que he nombrado, solamente Oé se quedó junto a su hijo. ¿Cuántas historias de hijas e hijos yacen sepultas detrás de las grandes historias y los grandes nombres? Lo que me interesa de la relación de estos hombres de letras con sus hijas o hijos ‘anómalos’ es la pregunta que acompañó a sus actos. En el caso de Neruda, el abandono pudo haber constituido la única respuesta posible, un modo de matar a la hija, retirando su propia presencia de la relación con ese cuerpo incómodo, nunca imaginado. Una incapacidad del poeta ante el reto de sostener la mirada, gesto que encierra una ética y una estética ante lo diverso[6].
Neruda había convivido con Malva Marina durante sus primeros meses de vida. Su nacimiento había sido anunciado y celebrado por su círculo de amigos, festejos que fueron acallándose de poco. Neruda, como Kenzaburo, escribirá sobre la niña: los poemas “Maternidad”, “Enfermedades en mi casa” y “Oda con lamento” dejan ver un duelo por una hija que seguía viva y a la que había llegado a describir como un “ser perfectamente ridículo” en alguna correspondencia con amistades lejanas. Neruda se marcha, envía dinero durante unos meses y luego desaparece para siempre. ¿Habrá sabido él de la muerte de la niña, pocos años después? ¿Qué habrá sentido?
Lo que me interesa rescatar, más allá de lo anecdótico, es el gesto de la escritura. ¿Puede caracterizarse la escritura como el gesto ético del lamento? Hay sin duda una voluntad de lamentación en la poesía de Neruda que he citado. La presencia de la hija hidrocefálica lo suspende todo y da lugar solamente al lamento:
Cuando el deseo
de alegría con sus dientes de rosa
escarba los azufres caídos durante muchos meses
y su red natural, sus cabellos sonando
a mis habitaciones extinguidas con ronco paso llegan,
allí la rosa de alambre maldito
golpea con arañas las paredes
y el vidrio roto hostiliza la sangre,
y las uñas del cielo se acumulan,
de tal modo que no se puede salir, que no se puede dirigir
un asunto estimable,
es tanta la niebla, la vaga niebla cagada por los pájaros,
es tanto el humo convertido en vinagre
y el agrio aire que horada las escalas:
en ese instante en que el día se cae con las plumas deshechas,
no hay sino llanto, nada más que llanto,
porque sólo sufrir, solamente sufrir,
y nada más que llanto (“Enfermedades en mi casa”, fragmento)
El poeta llora por una hija enferma que solamente evoca muerte. Un poema como “Oda con lamento” podría ser interpretado como el arma con la que se ha tratado de invocar la muerte de la niña, para que en su lugar aparezca solamente su espíritu redimido:
Ven a mi alma
vestida de blanco, con un ramo
de ensangrentadas rosas y copas de cenizas,
ven con una manzana y un caballo,
porque allí hay una sala oscura y un candelabro
roto,
unas sillas torcidas que esperan el invierno,
y una paloma muerta, con un número. (“Oda con
lamento”, fragmento)
Hay un detalle, sin embargo, en los textos de Neruda: parecieran siempre esforzarse por ser enigmáticos, por hacer del lamento una estrategia de adivinación de un destino fatal que se conoce de sobra. La voz poética no parte de ser nada o menos que nada o no está preocupada por ponerse en crisis a sí misma a partir de la materialidad de la hija. Pareciera más bien gritar “¿por qué a mí?”, implorando a los dioses algún tipo de consuelo:
Como un
grano de trigo en el silencio, pero
¿a quién pedir piedad por un grano de trigo?
Ved cómo están las cosas: tantos trenes,
tantos hospitales con rodillas quebradas,
tantas tiendas con gentes moribundas:
entonces, ¿cómo?, ¿cuándo?,
¿a quién pedir por unos ojos del color de un mes
frío,
y por un corazón del tamaño del trigo que
vacila?
(“Enfermedades en mi casa”, fragmento)
De todas maneras, como ha dicho Scholem, cuya correspondencia con Benjamin es citada por Didi-Huberman, “la lengua del planto no revela ni esconde nada”. O, lo que es igual: la lengua del lamento no encierra ninguna respuesta. Cuando formula la pregunta, la respuesta es “nada”. Por lo tanto, la poesía de Neruda en sí no es el gesto del llanto exento de violencia que procura emancipar a quien la canta, sino el arma misma de la venganza que se perfila a partir de una lengua enigmática, condenada por los dioses.
*
“La lengua del planto no revela ni esconde nada”. El final de la novela de Oé podría ser leído en tono de moralina: Bird se retracta, salva a su hijo e intenta recuperar una vida lejos del infierno al que se había condenado. Podría ser considerado un final aleccionador. Sin embargo, la apariencia de moralina esconde una duda constante que no permite concluir nada: si el hijo monstruoso no ha muerto, ¿cómo será la vida a partir de ahora? En Oé, la pregunta suspendida se renueva en varias de sus novelas, en las que vuelve a poner su condición humana frente a la de su hijo. El gesto de Oé no es la escritura en sí misma, sino la “perseverancia” en la pregunta: ¿Quién soy yo?, ¿cómo llorar sin violencia? ¿Cómo acoger al hijo frente al mundo, en toda su potencia? Se trata de una ética en la que el yo no pide piedad, porque en su interior no hay nada que pueda valer más que la vida del otro.
Mi interés en la obra de Oé tiene que ver con la elaboración de un lenguaje que constituye canto por el hijo real que se ha dejado vivir y, a la vez, lamento por el yo que se ha puesto en crisis para retar el designio de dios. La paternidad de Kenzaburo Oé es el lamento por la propia bajada a los infiernos: solamente el luto ante la muerte de nuestras propias prerrogativas hace posible transformar la pregunta por el hijo en plena potencia, sobre todo en la potencia de una materialidad que se emancipa de las violencias del mundo. Se trata, si se quiere, de la potencia que revisten las divergencias encarnadas ante la normalización de los cuerpos y de las vidas.
Hay una escena de la novela de Oé que me ha conmovido profundamente. Bird debe visitar a su amigo Delchef para advertirle de ciertos peligros que podría estar corriendo. Hacia el final de la visita, Delchef le pregunta si su hijo ya ha nacido. “Sí pero… Ha nacido enfermo; esperamos su muerte de un momento a otro”, le responde Bird. Y luego comenta: “Tiene una hernia cerebral, una deformación espantosa…”. A lo que su amigo responde: “¿Por qué espera su muerte? Lo que necesita es una intervención quirúrgica”. Bird le contesta que, de todos modos, no habría posibilidad de una vida normal para aquel niño. Entonces Delchef le dice:
Kafka, ya sabe, le escribió a su padre que lo único que puede hacer un padre por su hijo es acogerlo con satisfacción cuando llega. Usted, en cambio, parece rechazarlo. ¿Puede excusarse el egoísmo que rechaza a otro ser, basándose en un derecho de padre? (152-153).
La referencia a Kafka, que ayuda a despojar la paternidad de una supuesta autoridad indiscutible y, en consecuencia, de cierta noción de poder, se complementa después con el momento en el que al despedirse, Delchef le regala un pequeño diccionario en su lengua natal. Cuando Bird le pide firmarlo, Delchef escribe una sola palabra en alguna lengua eslava, explicando: “En mi país, esto quiere decir ‘esperanza’”.
Luego, hacia el final de la novela, con el hijo en brazos de su madre camino a casa luego de la cirugía que ha extirpado el tumor cerebral, Bird piensa que lo primero que hará al llegar es buscar en aquel diccionario la palabra “perseverancia”. El gesto de la sublevación que lo ha permitido librarse del infierno y superar su propia muerte no aboga ya por la muerte del hijo, sino por una paternidad sin derechos sobre la vida del hijo y que para ‘perseverar’, renovará la pregunta en la propia escritura: una escritura esperanzadora, ¿por qué no? que reflexiona a partir del hijo diverso, en estos tiempos que nos acechan.
(El hijo real, diría finalmente, es imaginado una y otra vez a partir de la pregunta sobre su existencia, y sobre mi propia existencia a partir de la suya. El gesto de emancipación: quedarme junto a él, para imaginar juntos nuestras vidas por venir.)
Textos citados:
Blake, William. The Marriage of Heaven and Hell. The Sorcerer’s Apprentice, 2010. Disponible en: https://viapozzo6.files.wordpress.com/2015/12/william-blake-the-marriage-of-heaven-and-hell.pdf
Didi Huberman, Georges. “Cuando las imágenes tocan lo real”. En Georges Didi-Huberman y otros. Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2007.
—. “Planto, poema, sublevación”. Conferencia en el Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2018. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=fQzie3P_MKM&t=1924s y https://www.youtube.com/watch?v=BUrWWYgRyw4.
Oé, Kenzaburo. ¡Despertad oh jóvenes de la nueva era! Barcelona: Editorial Planeta, 2015.
—. Una cuestión personal. Barcelona: Editorial Anagrama, 2016.
Neruda, Pablo. Residencia en la tierra. 1925-1932. Disponible en: https://www.literatura.us/neruda/tierra.html
Nussbaum, Martha. Paisajes del pensamiento: la inteligencia de las emociones. Barcelona: Paídós, 2017.
Winter, Judy. Breakthrough
Parenting for Children with Special Needs: Raising the Bar of Expectations. San Francisco:
Jossey-Bass, 2006.
Notas
[1] “Primero, lloras”. Se trata del libro Breakthrough Parenting for Children with Special Needs: Raising the Bar of Expectations, de autoría de Judy Winter.
[2] “El sueño del bebé perfecto”.
[3] Me refiero a las ideas expuestas por este autor en la conferencia titulada “Planto, poema, sublevación”, leída durante marzo de 2018 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Me referiré a ella en varias ocasiones a lo largo de este texto.
[4] “Asesina al niño en su cuna antes de que nutras deseos que no ejecutarás” (mi traducción).
[5] Aunque en Una cuestión personal esta sea la única referencia a Blake, la obra de Oé está determinada por el célebre poeta e ilustrador inglés. En su libro ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! (1983), Oé lleva a cabo una reflexión en torno a la vida con su hijo discapacitado, iluminada en todo momento por la poesía de Blake. Es del final de ese texto de donde he tomado el verso de Blake que cito en el epígrafe, reservándome el trabajo con el poeta inglés en el futuro, a manera de promesa conmigo misma.
[6] A lo largo de los últimos años, a partir de mi interés en pensar/percibir eso que llamamos ‘discapacidad’, he tratado de elaborar la noción de una ‘ética de la mirada’. El impulso está en la relación con mi hijo y la aparición de su cuerpo otro: mirar para acoger, mirar para sostener, mirar para iniciar la reflexión de los cuerpos abiertos, vulnerables, comunes (en contraposición a lo ‘inmune’). En definitiva, mirar como micropolítica.
Gracias, Karina, me dejas mucho sobre qué pensar.