Nueve imágenes para cazadores de latencias
1.
El viejo dios Cronos, entre otras cosas, fue el dios de la Tierra de la abundancia, de la Era dorada donde todo estaba al alcance de la mano. Si no había necesidad ni trabajo, pienso, no había ni distancia ni tiempo. Ningún lugar a dónde ir ni nada que esperar. La vida del ocioso: la meta del turista.
Apuntes sobre Tardes grises en Quito, de David Coral
En el intento fallido de nombrar un color que sintetice al más desolador paisaje quiteño, ese que aparece en las tardes frías y lluviosas, cuando las nubes bloquean por completo el azul hiriente del cielo y dan paso a una bruma de incertidumbre, de melancolía, de ansiedad, de inexplicable pero gozosa agitación, el fotógrafo David Coral lo ha llamado, acertadamente, gris. Tardes grises de Quito. Un color que cabalga entre el blanco y el negro. Indefinido, inaprensible. Un color “neutro o acromático”. Color sin color. Color abierto, listo para que lo contaminemos con nuestra mirada. Más bien, para que lo completemos, acompañemos. Un color que no impone un estado anímico, sino que reta a aquello que ya estamos sintiendo, pero que aún lo desconocemos. Un color que devela.
Expectante ante el universo de Mayorga
¿Expectante ante el universo de Mayorga? Un nuevo despliegue de humor y melancolía, el paso del venoso al mangrullo, el desvelamiento de una educación sentimental sin paradas innecesarias para un motor desbocado. ¿Cómo decirlo todo cuando nada se acerca al deseo, al miedo, a los compromisos y al lodo que lo cubre todo cuando el tiempo encharca las ruedas de la máquina que ha cumplido ya con sus tiempos ahora muertos, con las promesas que llegaron al final a nada, al pasado que se estira en el presente de este narrador que en un tiempo muerto ahora también, así registró sin más?
Ábrete Sésamo, de Sr. Maniquí
Componer desde un cuerpo femenino es crear desde las ruinas y la desidentificación. Habitar el espacio del despojo, es hacer del escombro la posibilidad de crear un nuevo territorio de exploración y subjetivación. Uno distinto del que nos enseñaron.
Grafías del cuerpo poético
Mucho se escribe sobre el cuerpo, materia vital estudiada desde disciplinas que pueden parecer tan diversas como la medicina, la antropología, la psicología, la sociología, la pintura, la danza; donde todas esas voces lo observan, lo investigan y, sobre todo, lo nombran desde enfoques que utilizan diferentes vocabularios.
Este libro aborda el cuerpo poiético, o de la poiesis, término griego que significa ‘creación’ o ‘producción’ y que Platón define como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”. En este caso, se trata del cuerpo en tanto espacio de procesos creativos, de transformaciones, de pasajes poéticos.
Tout cela/todo eso: poemar como tocar; tocar para abrir un más allá de sí, de la travesía.
Ahí donde la experiencia vital genera una excedencia, la poesía adviene como posibilidad no para acogerla o dotarla de sentido, sino para –unas veces con delicadeza y otras con fiereza, o en el cruce de ambas- acercarse a ella, rozarla y acunarla con su propia piel, aunque esto sea dificultoso. Además, para intentar que la potencia que ese suscitar abre, alargue su tiempo de existir para gozar del fulgor que produce o, quizás, para excavar un poco más en él, para exclamarse en él, para que un no sé qué de dicha excedencia o de la provocada por los otros acontecimientos que de ella se desprenden: el de la escritura, el de la lectura, el del poema como entidad autónoma, continúe… Como si se tratara de una urgencia para que revele un algo o, bien, que aquello siga encriptándose pero que delate que hay ahí un incesante azuzar de vida.
Los hijos de Isadora: el movimiento de lo que no puede decir el habla
La vida de Isadora Duncan (San Francisco, 1877-Niza, 1927) –la más importante bailarina y coreógrafa de inicios del siglo XX, considerada la creadora de la danza moderna–, en toda su agitación y potencia, es relatada con detalle y apasionadamente en sus memorias (Mi vida), cuya escritura se interrumpe a causa de su muerte inesperada al engancharse su bufanda en la rueda del automóvil en el que viajaba la noche del 14 de septiembre de 1927. Años antes, en 1913, sus hijxs Deirdre y Patrick mueren ahogadxs cuando el automóvil en el que se encontraban cae al río Sena. Después de la tragedia, Isadora padecerá una profunda desolación, cuyo punto culminante va a ser la creación de una danza dedicada a lxs niñxs, a la que titula “La madre”.