Alicia Ortega Caicedo
Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador
No puedo decir que veo la política desde lejos. La palpamos y la padecemos con nuestros cuerpos. Solo puedo pensarla al contacto con cuerpos que me interpelan desde el afecto. En una de las asignaturas que ahora mismo estoy dictando, “Didáctica de la literatura”, tengo estudiantes que se conectan desde diversas zonas de la geografía ecuatoriana. Son varias las estudiantes que lo hacen desde Santa Rosa (Provincia de El Oro). La semana pasada, el día jueves, me contaron que no habían podido dormir, que estaban trasnochadas. Que tienen familiares hospitalizados con síntomas de aguda intoxicación. Que en Santa Rosa está prendida la alarma con respecto al consumo del agua potable. Se trata de una intoxicación masiva por agua contaminada. Una de las estudiantes me dice que solo pueden usar el agua que sale de los grifos de sus casas para el baño y la limpieza de sus espacios. Otra compañera la corrige, y observa que tampoco pueden usarla con esos fines. Su sobrina llegó al hospital porque el agua de la ducha le produjo urticaria en la piel. Eso dijo, urticaria en la piel. Ambas conversaron durante los primeros minutos acerca de la necesidad de comprar sifones de agua para el consumo cotidiano. Debemos comprar agua que no haya sido envasada en la zona, porque el líquido vital ahora es peligroso. Ese es el relato de un coro de voces que salen de mi computadora. Al parecer, se trata de una significativa presencia de metales pesados en el agua. Leo que es una zona de gran explotación minera. El COE cantonal, que declaró el estado de emergencia sanitaria, solicitó al Ministerio de Ambiente y a la Agencia de Regulación y Control Minero paralizar las actividades mineras en el sector El Guayabo, hasta que lleguen los informes y resultados de análisis del agua. Leo también que la falta de servicio ha provocado especulación del líquido embotellado (un bidón de agua pasó de 1,50 a 8 dólares). Rápidamente se activa mi memoria a corto plazo, y recuerdo la especulación con los precios de las mascarillas, guantes, alcohol, fundas para los muertos, en centros de salud pública en plena emergencia de la pandemia. Mis estudiantes también comentan que en el pequeño hospital de Santa Rosa se entreveran los pacientes intoxicados y los pacientes con covid, en medio del estupor y el miedo generalizado. No dejan de entrarme en el chat grupal o personal, de este o de otro curso, el mensaje de alguna estudiante para informarme que esta tarde no va a poder conectarse. Que su mamá ha sido hospitalizada, que debe ser entubada. En otro mensaje, un estudiante me hace saber que está durmiendo en el hospital cuidando a su tío. A un tío con quien vive, que es como su papá. Yo les digo que lo prioritario es cuidarse y cuidarnos. Que lo demás lo vamos resolviendo poco a poco.
Wilmer Miranda me cuenta que no ha podido concluir el proceso de vacunación de su hijita de siete meses, porque la pentavalente en Ecuador está escasa. No hay vacunas en los centros de salud. Eso me dice Wilmer con preocupación, que no hay vacunas en los centros de salud. La pentavalente sirve para combatir la difteria, tétano, tosferina, hepatitis B y haemophilus influenzae. Se colocan a los dos, cuatro y seis meses de vida. Luego, al año y medio, se debe administrar un refuerzo a la bebé. Pero la fórmula está escasa en los centros de salud pública en Ecuador. Los centros privados sí cuentan con la vacuna, pero su precio bordea los 65 dólares. Es decir, claramente esto significa que las vidas de unos bebés importan y las de otros no. Osea, no solo que resulta inaccesible la vacuna de covid, sino aquellas que fueron descubiertas por la ciencia médica hace casi un siglo. Entonces me digo a mí misma que estamos habitando un mundo post-apocalíptico. Uno marcado por la desmesurada diferencia entre la riqueza y la pobreza. Una diferencia cuya grieta crece a ritmo salvaje. Vuelvo a la conversación con Wilmer. Cuando me contó de la falta de vacunas para su pequeña hijita, también me relató lo siguiente acerca de su experiencia paterna. Wilmer es mi estudiante de doctorado. Wilmer es invidente. Es docente universitario y también agricultor. Wilmer es de Guaranda, y ya había sido antes mi estudiante en la Maestría. La mamá de su bebé también es invidente. María Isabel, bibliotecaria de la Universidad Andina. Wilmer me cuenta que se había quedado una tarde con su bebé en casa, y debía darle el biberón de leche. Así lo hizo. Al parecer, no había embocado de manera correcta el chupón del biberón en la boca de su pequeña. Fue ella quien con su manito condujo la mano de su papá hacia la dirección correcta, de tal manera que pudo recibir el biberón en su boca tal como lo deseaba. Tal como lo necesitaba. Condujo con amor mi mano hacia ella. Así me lo dijo Wilmer. Así retuve en mi cabeza ese gesto de amor. La niña puede mirar con sus dos ojos. No así sus padres. A los siete meses de edad ya lo sabe. Y no hay ningún problema. Está allí para acoger el amor y cuidado que recibe de ellos. Con sus pequeñas manitos orienta las manos adultas que la cuidan. Entonces me digo que la voluntad es crucial. Que la cercanía de los cuerpos en el amor importa. Que en este país hay escasez de vacunas, o no llegan o no se distribuyen y la muerte nos ronda, nos cerca, nos paraliza, nos agobia y desorienta, porque el Estado brilla por su corrupción e indolencia. Y lo hace con espantoso cinismo: a la luz del sol y de manera descarada. Al estado ecuatoriano no le importa dejar los cuerpos de su gente a la deriva: perdidos, confundidos, desorientados, desprotegidos, abandonados. No ha sido capaz de embocar con amor el biberón en nuestras bocas. Falta de voluntad y de condolencia.
Alfredo Solines, papá de mi amiga Maribel, murió la semana pasada. Su salud había mermado desde hace ya algunos meses. Iba disminuyendo poco a poco. Un día no despertó. Anoche me junté con Maribel, para hablar de nuestros padres. Llegué de Quito para ver al mío. Deseaba conversar con Maribel y abrazarla. Hablar con ella acerca de nuestros padres. Fue Alfredo quien alguna tarde de fines de los setenta nos llevó a ambas a comer Donuts. Las primeras donuts que llegaron a Guayaquil. Sin mucha precisión también recuerdo que fuimos a Urdesa a comer esas donuts de colores. Alfredo era radioaficionado, músico y fotógrafo (le encantaba trucar fotos por diversión, y tenía en uno de los dormitorios de su casa su laboratorio fotográfico). También tenía un dormitorio destinado a aparatos de radio y música. A ese dormitorio se lo llamaba el shack de radio, me precisa Maribel. En una esquina estaba el shack de radio con todos sus equipos y, en otra, sus instrumentos musicales: piano eléctrico, batería, parlantes, discos. Allí tenía una estación de radioaficionado, desde donde se comunicaba con todas partes del mundo cuando no había internet, ni celulares. Era una afición, pero también daba servicio a la comunidad. Cuando había terremotos o cualquier tipo de siniestro lo primero que se caían eran las comunicaciones telefónicas. En esos casos, nadie podía comunicarse con sus familiares que estaban lejos. Entonces acudían a los radioaficionados. Cada radioaficionado tenía un código. Mi papá era HC2SL (HC es Ecuador, 2 es Guayaquil y SL son las siglas elegidas por él), me explica con detalle Maribel. A mi papá le decían “Sapo Loco” (SL), para evitar que las letras en una rápida pronunciación fueran confundidas. La comunidad de radioaficionados quería y respetaba mucho a mi papá, porque ganó seis o siete veces un concurso a nivel mundial de telegrafía. Mi papá tenía un oído absoluto. Por eso podía discriminar, en los concursos entre miles de personas conectadas desde diferentes países, una sola comunicación para hacer el contacto. En eso consistía el concurso de telegrafía: discriminar la mayor cantidad de comunicaciones durante el lapso del concurso, que eran tres días sin dormir. Era él quien hacia la mayor cantidad de contactos, y por eso ganaba. Últimamente me decía, “lo único que me funciona, hija, es el oído. Lo tengo intacto”. Y así era. Cuando lo visitaba, escuchábamos música. Me pedía que cerrara los ojos y adivinara cuántas trompetas sonaban, o que adivinara el instrumento que en ese momento sonaba. Es saxo, decía. Pero qué saxo, me preguntaba. En Nobol hicieron una estación de radioaficionados que se llamaba “Sapo Loco”, en homenaje a mi papá. Actualmente nada de eso existe, porque esa forma de comunicación fue desplazada por el internet. Sin embargo, hay sobrevivientes de otras épocas y gente joven que preserva esta afición. Todo esto rememora Maribel para mí. De hecho, cuando viajamos juntas a Murnau, en Alemania, recién graduadas del colegio, a Murnau, solíamos transitar las calles del pueblo con la mirada pegadas a los techos de las casas bávaras. La consigna era detectar antenas de radioaficionados. Nunca pudimos detectar ninguna. Me pregunto ahora qué hubiésemos hecho en caso de haberla hallado. ¿Nos habríamos atrevido a tocar la puerta de una familia desconocida para preguntar, en un balbuceante alemán, si eran también radioaficionados y acceder a sus equipos sin costo alguno? Seguramente habríamos reído frente a la puerta, mirando la antena y sin saber qué hacer. Siempre reíamos. Eso hacíamos bastante con Maribel, reír con cada torpeza nuestra. Pero en la balbuceante torpeza también se afirma la vida. Como los niños cuando aprender a caminar, y lo hacen moviendo sus cuerpos como bamboleantes patitos. O como Wilmer cuando procura colocar el biberón en la boca de su hijita. Así caminábamos con Maribel por las calles de Murnau en pos de una antena que nos conectara con Alfredo en Guayaquil. Con nuestros padres, mientras dábamos nuestros primeros pasos por el mundo. Porque cuando regresamos de ese viaje ya nunca más fuimos las mismas. Pero se preservó con renovado ímpetu el amor y el lazo con nuestros papás. Maribel con Alfredito y yo con el mío. Estoy ahora en Guayaquil acompañando a mi padre de casi 92 años. Ahora ya casi no puede moverse. Acá va ese relato que lo quiero compartir en este espacio. Un fragmento que hace parte de un escrito mayor:
“Hay unos círculos de reciente trazado. Unos círculos dibujados a cuatros pies y un bastón. Uno, dos, bastón, pausa, tres, cuatro. Uno, dos, bastón, pausa, tres, cuatro. Círculos que delinean ella y su padre en el patio frontal de la casa del barrio Centenario. Su padre cumple 92 años en pocos meses, y perdió la casi totalidad de la masa muscular durante el confinamiento obligado. Su padre solía caminar todos los días en el barrio: el mercado, la panadería, la farmacia, la iglesia, el hospital, eran los lugares que visitaba en sus habituales recorridos. Son las fiestas de fin de año. De fin de un año catastrófico. De un año que debe acabar. Ella está en casa de sus padres para compartir con ellos esas celebraciones. Ahora es ella quien toma al padre del brazo y trazan juntos a ritmo irregular un círculo tras otro. Su padre se sostiene del bastón con su brazo derecho, y su mano izquierda se agarra del antebrazo de la hija. Son cinco los círculos que caminan juntos. Cinco círculos en la mañana después del desayuno y cinco en la tarde después del almuerzo. Hay dos sillas colocadas en el patio, delante de la ventana del comedor: una roja y una café. Allí se sientan el padre y la hija para descansar entre un círculo y otro. Las piernas no logran sostener el peso del padre. Es inmenso el esfuerzo que hace para completar cada uno de esos círculos. Ella le recuerda cuando en la infancia él le llevaba pedazos de balsa para que construyera con su hermano toda clase objetos. Su padre conseguía la balsa en el aserradero de la ría. Con esa balsa se fabricaba coturnos: un pedazo de tronco de balsa cortado a la medida de su pie, y un pequeño trozo de tela que clavaba en los costados laterales del palo de tal modo que cubriera su empeine. Fabricaba decenas de esos coturnos, con retazos de tela de todos los colores. Y así caminaba, durante horas en la casa y en el patio, erguida sobre esos coturnos. También construyó con su padre una casita bastante simple, pero completa al mismo tiempo: tres paredes, el suelo y el techo. Allí se acomodaba con el hermano como si fuera una verdadera cabaña de campo. Sentados en esas dos sillas, ella junto a su padre, observan las plantas que cuida su madre. Ella le pregunta si se acuerda del lugar en donde compraban los maceteros y jardineras que aún decoran el patio. Él le dice que sí: Alfarería Emilio Soro, a pocas cuadras de la Iglesia María Auxiliadora. Con ese barro que compraban en la alfarería, ella y su hermano fabricaban pequeñas piezas artesanales: ceniceros, posavasos, tazas. Se trataba de ocupar el tiempo durante las largas vacaciones de invierno. Ahora es necesario que su padre ocupe el tiempo, que trace sus propios círculos. Unos de ritmo lento, parsimonioso, pausado. Unos de cinco pisadas: cuatro piernas y un bastón. Tampoco sería posible definir ese ritmo como sosegado, porque el padre no está feliz con ese su lento y despacioso caminar. Quisiera recuperar su espalda erguida y la fortaleza de sus piernas. Mira su interior mientras camina. Esos círculos están amasados en la materia del barro. Intervenidos con la pisada de unos pies montados sobre altos coturnos de balsa”. Han transcurrido casi dos meses desde cuando escribí el texto citado. Hoy mi padre traza apenas un medio círculo con la sola fuerza del soplo vital que insufla movimiento en su cuerpo. Es solo la mitad de un círculo el que a duras penas trazamos juntos en el patio frontal de la casa de mis padres. Hace calor y hay mosquitos. Mi papá me hace notar que sus brazos en pocos días se han cubierto de manchas oscuras. Nos quedamos sentados en silencio mientras miramos el cielo en su atardecer.