Bertha

Bertha Díaz

Desertar

He tenido durante semanas la intención de escribir este texto pero ha sido una tarea dura. Tal vez el problema es que estaba tomada por aquello que estaba en su antesala misma de existencia: la deserción. He desertado una y otra vez de esta escritura así como del plan de proyectar (y proyectarme en) casi cualquier cosa, de esperar algo, de generar horizontes y, con todo eso, de situar en un territorio conocido mi propio cuerpo.

Siento mi cuerpo plagado de la urgencia del acto de desertar. Empujada por el ímpetu de la deserción, un sinnúmero de movimientos que vienen del centro de mí misma me han lanzado en el último tiempo del punto A al punto X. De inquietarme con mis propias terquedades a bailar en una suerte de campo abierto con ojos vendados. De sostener desde, a soltar un no sé qué en donde me multiplico y/o una parte de mí se extingue… Y es también incitada por esa potencia que se me dibuja la certeza de que la escritura en sí misma ha sido siempre una forma de materializar el vigor implicado en la deserción. Por eso vuelvo a ella en cualquiera de sus formas (escritura espacial, oral, inscrita en un papel digital o físico). Estoy aquí. Ella empieza a delinear un cuerpo desconocido de sí misma que a la vez es lugar para que mi cuerpo se auto-mapee y genere caminos nuevos en esa cartografía, porque en el mapa físico-político en el que estoy inscrita siento que esto es imposible, ya que el mismo me ha sustraído la potencia de pensar, la capacidad de reconocer, el deseo de pararme en uno de sus cuadrantes.

La escritura, por su parte, me impide ser tomada por la pasividad o por la tristeza que pueden también rodear a quien desierta. Me vuelve a colocar, me dispone; me sienta y me levanta. Lanzo algo y borro. El sustrato de lo borrado se acumula en mí mientras una inquietación motriz se hace presente y me rehace el presente. La escritura le retira el envoltorio de pesadumbre a la deserción y deja desnuda su fuerza, le muestra con quién debe pactar para persistir, para mostrar su vitalidad. Me implica en el debate con la dimensión matérica del procesador de textos de la computadora para que se despierte una suerte de poética del intento (que es también del fallo y a la vez deseo de diferirse, de diferenciarse) y que, a su vez, va amasando una suerte de filosofía de la deserción (hurto el nombre de uno de los libros de Peter Pál Pelbart que me acompaña –una vez más- en estos días).

Busco en un diccionario de etimologías las palabras deserción y desertor. Me detengo en la composición de la primera.

Prefijo: de + sertare (entrelazar) + sufijo: ción (acción y efecto). 

La acción de salir del entrelazamiento me resuena.  Quien desierta es quien abandona un tejido, un entrelazamiento.  Estas palabras me chirrían de manera más aguda previo y durante la travesía de las elecciones presidenciales y legislativas de Ecuador. No quería ir a votar. En realidad, no quería otorgar mi voto. Pero fui, anulé. He anulado como una forma de salir la falacia de la elección, porque el tejido generado por la política (mejor dicho, desde mi perspectiva, por la macropolítica reactiva) es de nudos apretados. Irrespirable.

Se atraviesan otras elecciones diversas en mi vida. La deserción se suscita frente a situaciones específicas, entes y entidades, pero en realidad lo que pasa es que aunque sean circunstancias distintas, el marco es el mismo; por ende, la deserción es frente a una misma cuestión expresada a través de varios rostros. Una suerte de ring de pelea se abre y revela lo tramposo de tal dispositivo y, por ende, de sus ganadores y perdedores. Lo que me quita el interés es que en la contienda no hay real tensión de fuerzas contrarias. Parecen todos ser el mismo jugador con máscaras distintas. Suena el mismo tema con pequeñas variaciones para entrampar al oído. Se trata de una situación que muchas veces no comprendo y que en otras se delata demasiado transparente en el sentido más cruel del término (no hay matices, no hay misterios, no hay posibilidad de pensar en un más allá con las opciones). Temo que cualquiera que triunfe sea en realidad un peón del marco, un marco agotado que a la vez parece no tener afuera.

Mi insistencia en anular resulta demasiado pequeña a la vista de mis cercanos. “Anular el voto no contribuye a nada: deja en manos de unos pocos ciertas decisiones donde se disputa todo” -me dicen algunxs amigxs, familiares. No hago esto para colocarme en contra de la ficción dominante, porque, como dice Peter Pál Pelbart, “en ese contra existe una dialéctica un poco viciada”. Asimismo, aunque el gesto parece enfatizar un sustraerme de lo común, de la comunidad, o ser demasiado ingenua en un mundo sofisticadamente perverso ya que esto no tributará a nada, anulé  en la primera vuelta electoral para anular momentáneamente mi lugar en ese sistema de representaciones, para generar una huida. Se trata de un gesto que me lanza, aunque sea de manera breve, a una utópica extraterritorialidad, donde puedo darme ese tiempo y ese ánimo del que se alimentan las mitologías políticas dominantes, para generar otros entrelazados fugaces en los que puedo cultivar otras urgencias, en donde –a su vez– ejercicios políticos distintos son posibles, incluso cuando no se nombren como tales.

La labor en el campo del arte como lugar de pensamiento-acción donde se suspenden las convenciones aunque sea brevemente resulta una aliada para ejercer una deserción activa, donde se amasan flujos que -al menos mientras acontecen- les permiten a mis sentidos escapar de esa estrechez de sentido a la que todo nos lleva. Me encierro por horas a preparar proyectos inútiles: genero prácticas de montaje en donde brevemente se desordena la vida, recurro a mitos para poder ver cómo rasgarlos hasta que aflore su revés, intento propiciar conversaciones que decantan en laboratorios sobre las artes de la escena que me permiten transitar la escena vital de otro modo. Empiezo a leer, a estudiar sobre otros modos de vida que insisten de manera insurrecta, colaborativa, afectiva, silenciosa y contundente con un único objetivo: hacer que la vida persista. Para ejemplificar eso, quiero traer a colación el asombro que me ha supuesto conocer del viaje que hace el polvo del Sahara hacia América para fertilizar la Amazonia: vidas vegetales/animales/minerales se cuidan entre sí, mientras nosotrxs, precarios seres humanos, demasiado humanos seguimos en el juego antropocéntrico despotenciándonos unxs a otrxs, arrancándonos la piel, juzgándonos, usando el lenguaje para engrasar las ficciones de los impostores que nos tratan como obreros de su maquinaria.

Insisto en todo esto como gestos que me salvan.  Pienso en la potencia de los gestos como unidades mínimas del movimiento, de la acción.  Los gestos revelan estados de los cuerpos de los que brotan. Les permiten al pensamiento apoyarse: hacerse y ser. A veces, también, les permiten al pensamiento despertar. Asimismo, son semillas de otras posibilidades que muchas veces son imperceptibles. En una sociedad en donde lo imperceptible no tiene ningún valor, el ejercicio de sostener gestos nimios otros a los que demanda el estado de las cosas brota como un desertar que a su vez engendra una suerte de rebeldía poética silenciosa.

Me pregunto también, gracias a la escritura, qué responsabilidades implican los gestos. Qué compromisos se pueden advertir en los gestos, aun cuando son entidades mínimas. Y, también, qué alimentos requieren para sumarse-aliarse-concatenarse con otros y así convertirse en partituras, en frases que son capaces de habilitarse como tramos/corredores/puentes para otra respiración conjunta.

Desierto del debate político y de elegir entre alguno de los candidatos para sacar del eje gobernante mi mirada, mi intención, mi intensidad. Poco a poco voy dejando las noticias donde las encuestas otorgan variantes sobre quiénes llevan la delantera en el triunfo de la presidencia ecuatoriana, donde los conteos se dilatan, se nutren de prácticas inconsistentes. También me voy apartando de los discursos de los candidatos a la presidencia en los que solo veo el desgaste, la pobreza, la miseria que los cobija; en donde se revelan unas masculinidades hegemónicas paupérrimas. Asimismo, a través de los cuales se me evidencian unos oportunismos coyunturales en donde el posicionarse contra (el viejo truco en donde se gana mostrando lo peor del otro) implica alianzas aberrantes como la del ecologismo con el neoliberalismo, o de la fuerza indígena con el opus dei.  O  en donde se muestra una superioridad moral machista de una (pseudo y caduca) izquierda que parafraseando a mi querido Marx (me refiero a Groucho, uno de los hermanos del fabuloso grupo de punzantes cómicos neoyorkinos) parece decir: “estos son mis principios. Si no les gusta, tengo otros”.  Es decir, discursos laxos y utilitarios en donde mientras expresan sus devaneos ideológicos (que son ideo-poéticos en realidad) los mismos solo contribuyen a auto-colmarse de herrumbre. Óxido sobre óxido y un quehacer insistente (e insolente) enfocado en la anulación de nuestra capacidad crítica hasta dejarnos desgastados, desanimados, es lo que alcanzo a ver.

Hay en el libro que antes mencioné de Peter Pal Pélbart (2009) el trazo de una línea entre la deserción y la soberanía, que reproduzco a continuación, ya que alimenta mi insistencia.

¿Qué es soberano, rigurosamente hablando? Es aquello que existe soberanamente, independiente de toda utilidad, de todo provecho, de toda necesidad, de toda finalidad. Soberano es lo que no sirve para nada, lo que no es reductible a un fin por una lógica productiva. (…) El soberano es el opuesto del esclavo, lo opuesto a lo servil, a lo sometido, sea a la necesidad, al trabajo, a la producción, a la acumulación, a los límites o a la propia muerte. (…) Es aquel cuyo presente no está subordinado al futuro, donde el instante brilla con total autonomía. (p.31).

Más allá de quién gane las elecciones pienso que la tarea consiste (al menos la mía) en cómo hacer para generar zonas de soberanía dentro de los espacios que transitamos: crear espacios dentro de los otros, que no se constituyan en tanto arquitecturas fuertes, sino que se sostenga en el auto-reconocimiento de la mutación constante, de la duda, de la interrogación, de la prueba y error. Trato de ensayar mi propia vida como un espacio soberano, que no caiga en la tentación de continuar la discusión de la macropolítica reactiva, ya que al mismo tiempo eso genera un especie de auto-gol que afianza el eje de la servidumbre. Pasar del biopoder, como decía en otro contexto el mismo Pal Pélbart, para ir a la biopotencia.

Bibliografía:

Pál Pelbart, Péter. Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad. Buenos Aires, Tinta Limón Ediciones, 2009

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