Por Gabriela Ponce Padilla
Universidad San Francisco de Quito USFQ
En el texto “Un regalo para Rosa” John Berger le escribe una carta a Rosa Luxemburgo contándole que le guarda un regalo. El regalo es una caja de cartón que en su interior contiene 24 cajitas de fósforos, en cada una se ve, grabado en colores, un pájaro cantor con su nombre inscrito en ella. Una caja que fue a su vez propiedad de una obrera polaca -Janine-, quien, en una visita a Moscú a comienzos de los años setenta, compró la caja. Quizá, dice Berger, lo hizo fascinada por su particularidad, quizá porque era una filumenista o talvez porque compartía con Rosa cierta afición por la contemplación de las aves. La carta de Berger recupera algunos pasajes sobre la teoría política de Luxemburgo mientras los vincula con su intimidad: escenas que muestran su afecto por el paisaje y los pájaros, su inclinación obstinada hacia la alegría y la música. Dispone así una materia narrativa para que las presencias y los espectros recobren un terreno común, una conjunción deseada. Berger imagina la posible amistad entre Rosa y Janine. Se imagina amigo de Rosa. Rescata imágenes y las inventa en una escritura que enlaza y subvierte el tiempo, que teje y desnuda la experiencia humana en el encuentro extemporáneo del afecto que se tiene por el mundo. La vida de ambas mujeres se realiza entre la escucha de los cantos de los pájaros y la observación de las plantas, entre la labor de transformar el mundo y la contemplación de la belleza. Berger también relata la fascinación que siente él cuando al mirarlo volar, logra identificar el nombre de algún pájaro. Habilita su escritura un encuentro con ellas, acompasados los tres por una contemplación que a des-tiempo los emociona, un canto que los saca de sí y que ahora yo imagino atravesar el jardín de Berger, la cocina de Janine, el paisaje que rodea la cárcel de Poznan en la que está encerrada Rosa, y llegar al limonero que observo desde mi escritorio.
Una pregunta sobre la que siempre vuelvo es aquella sobre el sentido político de lo que hacemos. Cuando enseñamos o escribimos. Cuando maternamos o cuando miramos. Una pregunta que por momentos siento arrogante y otros dota de sentido a todo lo que hago. Que está presente en las formas en las que elijo y a las que me resisto, en las que narro y en las que negocio con el presente: el tiempo que le dedico a la maternidad, el tiempo que le dedico a la amistad, el tiempo que le dedico al trabajo. Ahora mismo mientras escribo esto, observo a mi hijo pequeño comerse una flor. La saborea son asombro y la escupe. La contempla en el piso y luego me mira, y cuando sonrío, sonríe de vuelta, una complicidad definitiva. Regreso sobre la escritura mientras él se va, corre y se lanza a la hierba que resiste su peso silenciosa, oscilante, lo acoge para que la caída sea suave. Sobre mi escritorio reposan las fotos de una comunidad ausente, unas fotos que yo rearmo en un collage intimo para imaginar que alguna vez esta comunidad de vivos y muertos –mi familia- existió. En cada escritura la convoco. Cada libro es un libro leído para mí y para mi hermano, los libros que él no alcanzo a leer. Los leo por los dos, mientras en este instante regresa la imagen de ambos en nuestra pequeña cama leyendo cada noche, iluminadas sus manos por la luz de una lámpara anaranjada mientras da vuelta a las páginas, en un ritual gozoso e infinito, El truck, el primer libro que leímos y amamos juntos. El gozo dice J. Luc Nancy es siempre un gozo con el otro, aún si el gozo ese es solitario y cita a Merleau-Ponty: “cuando toco mi mano soy al mismo tiempo la mano que toca y la mano tocada, estoy dentro y fuera a la vez.”
Escribiendo este texto, se cruzan, arbitrarios y armando su propio trayecto, una multitud de textos, ideas e imágenes con el afán de llegar a decir algo sobre la naturaleza de lo que somos -Sycorax- y de nuestro tiempo presente. Los dispongo así, desorganizados como llegan a mi cuerpo e intento no imponerle a esta escritura ningún objetivo, ningún fin, no subordinar este proyecto a ninguna utilidad. Quiero dotarle de sentido en la sincronía imposible que habilita la voz de los objetos, la correspondencia con los muertos, la pluralidad de lo más íntimo y la potencia política de la emoción. Pensar el cruce de nuestras escrituras como la activación de la memoria o la actualización de una convicción política que nos enlaza, y que en palabras de Boris Groys nos vuelve “camaradas del tiempo” es decir con-temporáneas. No se trata de una coincidencia en un presente siempre inasible, sino de remarcar que existen oportunidades de fuga, tiempos perdidos y por venir, duraciones que no se agotan e intervalos imperecederos para el cuerpo, que pueden tener un lugar aquí. En esa paradoja, la del desfase y la coincidencia (Agamben), la de la improductividad y la activación, este proyecto también se vuelve esperanza en un tiempo que nos atemoriza y nos mata: una mujer muere de dolor al ser empalado su cuerpo en un acto de violencia inenarrable y a sus asesinos la justicia los absuelve. Ese es el tiempo que no deja de convocarnos a la acción de reclamar “voz con la que un ave llama a otra de su especie.” Entonces, la camaradería con el tiempo implica, en el contexto de Sycorax, que perdure lo inútil, que se expandan los sentidos de las aventuras que nos conmueven, el instante memorable en el que chocan los mundos y se contagian para reanudar el amoroso obrar del pensamiento y la creación frente al horror que por momentos logra paralizarnos.
Berger concluye su carta a Rosa Luxemburgo preguntándose a quien enviar la colección de cajas de fósforos, y se responde “puedo enviártela escribiendo estas páginas en estos tiempos oscuros. ‘He sido, soy, seré’ dijiste. Para nosotros tú vives en tu ejemplo Rosa. Y es así, le estoy enviando la carta a tu ejemplo”. No me abandona la imagen que acompañaba la noticia que leí hace algunos días en el titular de un periódico local, 3200 niños son parte de la caravana de migrantes que caminan hoy hacia el norte. Me acompaña la escena de esos cuerpos pequeños librando esa cansada caminata, las huellas de sus pies pequeños sobre la tierra que los toca otra vez desde la suavidad de su materia única. Son ejemplares. La aventura a la que se entregan alberga la promesa. Fueron, son, serán. Hermanarse con ellos puede ser un pequeño gesto que cifre nuestra escritura y que se ofrezca como un susurro que acompaña sus pasos desde la confabulación: eso que no dejan de hacer las Sycorax con sus palabras y sus manos, a través del tiempo, y que abre territorios imaginados para celebrar lo heterogéneo, zonas de sombra y hospitalidad, tentativas de conspiración y amistad en estos tiempos también oscuros.