María Auxiliadora

Por María Auxiliadora Balladares
Universidad San Francisco de Quito USFQ

I

Hace unos días, Armando Rojas Guardia, uno de los mayores poetas de Venezuela, visitó el Ecuador para asistir en Cuenca a la presentación de su poesía reunida, un libro enorme y necesario, que lleva por título El esplendor y la espera (Obra poética 1979-2017). Terminada esa primera parte del periplo, llegó a Quito como invitado a la Feria del Libro de la ciudad. Armando, hombre de una belleza profunda y de un pensamiento lúcido y sereno, pasó los últimos días de su estancia en Ecuador en la cama de un hospital a causa de una descompensación propiciada por los 2800 msnm de la “Carita de Dios”. Durante esos días, mantuvimos largas conversaciones sobre la poesía, la amistad, sobre la vida insoportablemente dura que se padece en Caracas y los círculos de afectos que, a su vez, hacen que todo cobre sentido y la vida merezca la pena. En una de esas conversaciones, me contó, no sin pudor, la anécdota que a continuación comparto. En una visita el año pasado a Cuenca, al terminar uno de los eventos en los que participó en aquella ocasión, una señora se le acercó y le comentó que ella se encontraba en la lucha para evitar que el municipio talara un árbol centenario. En uno de los encuentros organizados por tal motivo, en las afueras de los tribunales, ella leyó públicamente un poema de Armando: “Mística del árbol”. El poema comienza con los siguientes versos: 

Los árboles son sacramento de la paz. 
Ellos me enseñan el arte difícil del sosiego, 
firme en su aplomo vertical 
frente al viento y al látigo incontable de la lluvia. 
Su tranquilidad está transida de silencio 
pues las hojas, como los labios, solo invitan 
a contemplar otra flora escondida e interior 
que no se puede describir con las palabras.  

El gesto de la señora, que conmovió hasta el hueso a nuestro poeta, me devuelve a una pregunta que me hago con frecuencia: ¿de qué se ocupa el poema? Y la respuesta que se me impone es que el poema se ocupa del presente. El poema –no importa el contexto de su creación– está siempre ofreciendo los rayos que iluminan una necesidad actual del espíritu, ese instante de nuestra biografía, el objeto o el ser sobre el que se posa indefectiblemente toda mirada. El poema que no ofrezca esa luz sobre el presente casi siempre pasa a ser olvidado. Después de escuchar la anécdota de Armando y después de leer su poema, doy con el momento en el que su mirada de poeta y la mirada de la mujer cuencana se posan, al mismo tiempo, sobre el árbol, sobre su delicada y necesaria existencia.  

La labor del poema ha sido propiciar, con su rayo luminoso, ese encuentro. Y en ese presente compartido, entonces, arrancar el árbol significa arrebatar al poeta y a la mujer la posibilidad de aprender el arte difícil del sosiego. Ese encuentro, ese tiempo compartido, ese instante en el que ambos son contemporáneos es la más ardua tarea del poema. Parecería que el poema fagocita lectorxs para que estxs se entreguen a la contemplación de esa otra flora escondida e interior en un sincronizado movimiento de miradas. El poema nos hace contemporáneos. Toda emoción poética es siempre la emoción que produce compartir el presente con alguien más. Es entonces cuando el presente cobra su cualidad de vivible, de respirable.  

II

En octubre de este año, viajé al Cono Sur con tres de las cuatro Sycorax con quienes compartimos esta aventura editorial, Alicia, Dani y Gabi. Bertha no viajó, pero la tuvimos siempre muy presente, sobre todo cuando por “cosas del destino”, terminamos una noche porteña oyendo a Anne Carson leer algunas de sus reflexiones sobre Safo en inglés, mientras alguien más leía la traducción al castellano y una tercera persona hipnotizaba al audiotorio con su lectura sedosa y sinuosa de algunos fragmentos en griego antiguo. Digo que tuvimos a Bertha muy presente por el amor a la obra de Carson que ella ha sabido inculcarnos desde hace años ya. Al retorno, le escribí emocionada la noche en que comencé y terminé de leer Albertine. Rutina de ejercicios, en inglés The Albertine Workout, libro en el que Carson lee La prisionera, novela de Proust. No me había pasado (al menos no hacía mucho tiempo) que, en el apremio por leer (un leer que se pretendía inextinguible), me olvidara de subrayar el libro entre manos. Uno de los momentos más bellos comienza en el párrafo 46 y termina en el 52. En él se refiere a la muerte de Albertine, personaje de la novela y prisionera de Marcel, su protagonista: “La muerte de Albertine en un accidente de equitación en la página 642 del volumen 5 no libera a Marcel de sus celos, apenas si retira una de las incontables Albertines a las cuales tendrá que olvidar. El amante celoso no descansará hasta tocar todos los puntos en el espacio y el tiempo que alguna vez fueron ocupados por su amada”. A partir de ese momento, Carson se vuelca sobre la teoría de la transposición y arriesga una lectura según la cual, cada uno de los eventos relativos a la muerte de Albertine en la novela se corresponden con los eventos alrededor de la muerte en un accidente de avión de Alfred Agostinelli, el chofer de Proust, a quien éste “admitía no sólo querer sino adorar”. 

Esta otra forma de contemporaneidad, según la cual el texto literario no anticipa el encuentro con una futura lectora o un futuro lector, sino que se concibe como un dispositivo que pretende volver al pasado para repetir la muerte del amado, parecería no tener en cuenta o excluir de su juego a quien lee. No ocurre eso con Proust, sin embargo. Prueba de ello, el libro de Carson. Y, a propósito de Carson como lectora, surgen nuevas preguntas. ¿Por qué es tan fascinante el relato biográfico? ¿Por qué es irremediable la transposición, no como un ejercicio del escritor, sino de la lectora? ¿Qué hacemos al revivir constantemente al autor en su obra (aunque las escuelas de literatura generalmente se opongan a esta práctica porque suele suponer un abandono del texto literario mismo)? Quizás al creer que conocemos los pormenores de la vida de los escritores a quienes leemos, entramos en una suerte de intimidad que nos arrastra, que nos obliga a ver esos detalles biográficos en todos lados, en su propia obra, reproducidos al infinito. Repetimos especularmente el gesto del escritor que vuelve al pasado para recrear la muerte del amado. Nosotros, los lectores, nos comportamos como amantes. 

Ser contemporáneos también significa volver al pasado para encontrar ahí aquello que amamos, que parece postrado, disminuido, pero que está simplemente agazapado a la espera de la vitalidad que le otorga nuestra atención, nuestra posibilidad de actuar. 

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