Gabriela Vargas Aguirre es, en el actual panorama de la poesía hispanoamericana una de las voces más cuidadas y novedosas por su intenso trabajo con las imágenes y el lenguaje y, quizás, sobre todo, por el contrapunto entre desarraigo y búsqueda que con tanta delicadeza funda su poesía. Su segundo libro, Lugares que no aparecen en las guías turísticas, acaba de ganar el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro (de entre aproximadamente 1.500 poemarios que fueron enviados al concurso), reconocimiento que confirma la solidez y potencia de su propuesta poética. A continuación, Gabriela contesta algunas preguntas para lxs lectorxs de Sycorax.
María Auxiliadora Balladares: En tu primer poemario, La ruta de la ceniza, el tema del duelo por la muerte de la madre se dibuja como un proceso duradero, de años, que afecta el cuerpo de la hablante poética y la reduce a un estado de melancolía en donde cualquier forma de la producción y de relación con el mundo deja de ser viable porque la depresión, “la gran bestia”, pesa demasiado y paraliza. ¿Crees que se puede pensar en la escritura poética como un mecanismo de sanación, de reactivación del interés por la vida? ¿Qué características específicas del discurso poético entrarían en este proceso de volver productiva a la melancolía?
Gabriela Vargas Aguirre: La melancolía es proceso que la modernidad tradujo, a través de la siquiatría, como depresión. Una depresión es también algo que está por debajo de la línea regular de terreno. Cuando estás en ese “por debajo” las respuestas de tu cuerpo no son y no podrían ser las mismas que cuando ves el campo amplio. Ves farallones donde no entra luz. Allí, en esas paredes inabarcables, yo he visto por años el rostro de mi madre, pero sobre todo esa imposibilidad de seguir viendo su rostro, de seguir compartiendo con ella. La escritura ha funcionado como un mecanismo para externalizar esa película infinita y darle límites, conferirle un espacio que ya no sea el de mi mente, sino el de unos textos donde la muerte esté, de algún modo, fuera de mí, alcanzando la sensibilidad de otras personas, corroyendo por fuera.
MAB: ¿Qué ha significado la experiencia de la maternidad para ti? ¿Cómo esta experiencia ha afectado tu vida actualmente y qué perspectiva te hace asumir respecto de las imágenes con las que te autofigurabas en La ruta de la ceniza? ¿Cómo has vivido el paso de ser la hija doliente a ser la madre de Cora, tan activa y vital, y cómo sientes que se ha reflejado esta relación luminosa en tu escritura?
GVA: En La ruta de ceniza yo señalo que no voy a ser madre. Era algo que yo había negado para mí, afirmando mi autonomía. Sin embargo, la vida humana raras veces funciona con autoprofecía, sobre todo cuando eres un ser más emotivo que racional, cuando eres un mal planificador. Cora llega a mí luego de un sueño, yo simplemente seguí ese sueño donde Cora era un niño amarillo. Para ella he guardado un dije que conservé de mi madre. Yo no le di la vida a ella. Ella me ha dado la vida y por eso le entrego ese dije donde no está la muerte, sino la vida entera de su abuela muerta tal como ya lo sueño y la recuerdo.
Creo que lo más importante fuera de lo que ya he mencionado es que ahora cumplo un rol de satélite junto a todo lo demás que también gira alrededor de ella, por decirlo de alguna manera, mientras que como hija era un poco lo contrario.
MAB: Sé que una de tus pasiones más grandes es el cine. Siento al leerte que hay ciertos momentos en tu poesía en los que las imágenes parecen componerse cinematográficamente, no tanto por el sentido de movimiento, como por la organización y disposición de los elementos que evocan un acervo imaginístico proveniente de ciertas películas o tradiciones cinematográficas como la alemana de las décadas del setenta y ochenta o la surcoreana de finales del XX e inicios del XXI. ¿Cómo miras la relación entre tu escritura y el cine?
GVA: Fassbinder está en el telón de fondo de muchos poemas de La ruta de la ceniza. El desamparo, la soledad y una sentimentalidad estragada, rota y desmedida alimentan esos textos. Ciertas escenas cotidianas, cuando son extraídas de su habitualidad, pueden reflejar experiencias angustiosas, desoladoras, metafísicas. Cualquier puesta en escena de mis poemas está amarrado a lo que siento, que es el mundo de lo concreto, de lo biográfico, de lo vivido.
Es solo uno de los tantos casos en los que directores o personajes de películas se meten de manera muy sutil en los textos.
Lugares que no existen en las guías turísticas, por ejemplo, tiene un epígrafe de la ópera prima de Jim Jarmusch, Permanent Vacation que refleja de forma clara el tema del desarraigo latente en el libro.
De todas formas creo que el libro en el que se llegue a relacionar mi poesía y mi amor por el cine aún está por surgir. No me apuraré, será especial para mí el plasmar mi experiencia como espectadora delante de películas tan diferentes como El sabor del sake de Yasujiro Ozu y Yo maté a mi madre de Xavier Dolán y Trainspotting de Danny Boyle. Espero lograrlo.
MAB: ¿Qué diferencias te parecen centrales entre el proceso de creación de La ruta de la ceniza y el de tu segundo libro, Lugares que no aparecen en las guías turísticas (que acaba de ganar el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro y está por salir en los próximos días), y qué sientes que se preserva como una suerte de marca o de seña en tu escritura?
GVA: Creo que hay dos diferencias fundamentales: el uso del poema en prosa y de una sintaxis discrepante ha sido reemplazado –parcialmente– por un fraseo más sencillo y por el uso del verso como marca de agua. Sin embargo, creo que ciertas imágenes oníricas, donde cifro fenómenos que a mí misma me resultan insólitos o reveladores, perseveran en el periplo entre ambos libros.
MAB: El recorrido por las diferentes estadías de la yo poética en Lugares que no aparecen en las guías turísticas, nos llevan a diferentes parajes de Guayaquil y Quito, diferentes barrios y ciudadelas, casas y departamentos. Habitar una casa con otrxs, sea por unas semanas o por muchos años, implica siempre una disposición del ánimo para compartir el espacio y exponer la intimidad; sin embargo, en esa convivencia pueden ocurrir las más terribles formas de la represión, de la anulación de nuestra humanidad. Como, por ejemplo, la violencia física o psicológica contra la mujer que se esboza en las diferentes convivencias y se enuncia sin tapujos en versos como: “Entonces para ensayar pusiste una cadena en mi cuello y me sacaste a orinar”. Si en el mapa o en las guías turísticas de las cuidades que habita la yo poética no se registran estos lugares en donde acontece la vida en su condición más fragil y vulnerable, el poema sí los registra y, en su efectividad, es absolutamente impactante. En esta línea, ¿crees que hay límites para el poema? ¿Hay algo que no se pueda decir utilizando el lenguaje poético o este todo lo resiste?
GVA: Los hombres se han permitido escribir libros misóginos y neuróticos alrededor de la idea de la mujer histérica, perversa, fría, etcétera. Yo ni siquiera he querido contestar a eso desde poemas conceptuales, marcados por una voz colectivizada. Mis poemas son viñetas sobre experiencias brutales que yo viví. Todas ellas marcadas por mi vida de chica desclasada en cuyo periplo se mezclaron momentos de educación aristocrática y otros de una pobreza extrema, cerca de la indigencia. Desde luego, también he conocido a seres capaces de ges-tos de empatía, pero la rudeza de las cosas que viví me han descubierto a mí misma como algo cercano a una feminista experiencial. El lenguaje me permitió descubrir ángulos que no comprendía de mí misma. El lenguaje se abalanza sobre esas experiencias nuevas y, como si se arrojara un tarro de pintura, revela lo que ya había. Y a veces no revela nada. Allí, tras ese límite aparente, surge un límite más real, signado por mi propia corporalidad, por mis cicatrices, que siempre están más acá o más allá, pero casi nunca coinciden con el lenguaje normalizado. Leo mis cicatrices –las que, por ejemplo, me dejó la mastín napolitana en las piernas en una situación de hacinamiento- y las sigo y las escribo. Hasta que se terminan. Y, entonces, termina mi poema.
MAB: En la última parte del libro que lleva por título “Bunkers en la niebla”, los poemas dedicados a la imagen de la mudanza son muy poderosos en el plano simbólico. En “Cambiar de una palabra a otra como se cambia de casa”, escribes: “La voz dice: ‘hoy borraré de mí una palabra’”. Ese camino hacia el silencio, esa mudanza a la estancia última que es el silencio, ¿qué revela? ¿El fracaso del lenguaje? ¿Su agotamiento? ¿Por qué se torna imprescindible ese borramiento?
GVA: Lo que se agota es lo que se ha dado por entero. Cuando dejé de buscarme en las calles, también esas palabras que ocupaban esos pasos dejaron de suceder. Cuando me dañaron hasta dejarme rota, yo debí ponerme en pie e hilar palabras para salvarme. Luego, empezaron a suceder otras cosas, bajo al compás de mi hija que cuenta nuevas historias, aunque ciertamente todavía no las entiendo. La presencia de mi hija pone fin a muchas experiencias y las vuelve retrospectivas, fantasmas desarticulados, montoncitos de tierra, hienas cojas en el desierto.
MAB: Tu poesía revela de una manera novedosa y radical en el ámbito de la literatura ecuatoriana el concepto de lo precario. Leerla es enfrentarse a las más delicadas construcciones del lenguaje y a las más devastadoras imágenes atravesadas por el sentido de la pérdida. ¿Es ese, el de la pérdida, un lugar de enunciación que reconoces como propio de la poesía, propio de tu experiencia como escritora?
GVA: Encuentro especialmente conmovedor aquello que me parece vulnerable, aquello que se permite a sí mismo ser frágil, asimétrico o dislocado. Yo prefiero los poemas hechos con cosas que parecen incluso corrientes, pero que apelan a experiencias inclasificables. Sin embargo, no es posible la pérdida, sin algún remoto momento de hallazgo. Mi hija es un hallazgo, por ejemplo. Sin embargo, cuando has vivido tantas pérdidas, una visión optimista rara vez me resulta fiel, consistente y próxima. De allí, esa presencia de la pérdida, que es derrota, orfandad, una canción triste a las tres de la madrugada.